NFUMA-NGUI (Copito de nieve)
por Enrique Romero
Allá por el año 1966, estaba yo haciendo trabajos de topografía para una empresa forestal, que explotaba madera en la zona de Río Campo, en la parte noroeste de Guinea Ecuatorial. Proyectaba la construcción de una carretera y a causa de las distancias a recorrer, me veía obligado a vivir acampado en el bosque, acompañado por un reducido equipo de braceros nativos. Cada tres o cuatro semanas me desplazaba al patio de Mbía, donde la empresa Alena tenia instalada su base mas próxima, formada por unos talleres mecánicos para la reparación y mantenimiento de su maquinaria, almacenes, una pequeña oficina y un economato con lo mas necesario en artículos de uso corriente, alimentos enlatados, etc. Además había una veintena de casas para los empleados europeos, unas prefabricadas de madera y traídas de algún país nórdico de Europa y otras construidas de obra en el lugar. La empresa, también había construido un pequeño hospital, con sala de curas y quirófano y como no, una capilla católica, donde los domingos decía la misa el padre Makendengue.
Se ocupaba de la administración de la oficina y el control del economato, una persona singular y entrañable llamado José Fernández Alba. Singular por su aspecto, de unos cincuenta años, corto de estatura y casi tan ancho como alto. Tenía un cuerpo amplio y generoso, fuertes brazos y unas grades y velludas manos que recordaban las de un gorila. Una gran cabeza pegada al tronco completaba la parte alta de esta humanidad, casi sin cuello, escasa cabellera y unas anchas y espesas cejas negras. Unas piernas cortas y arqueadas terminadas en un par de pies calzados con chancletas, acababan el físico de este personaje de carácter afable y amigo de todos. Su afición era coleccionar sellos de correos, de los que en su casa tenia por todas partes, sin orden ni concierto y ocupaba sus ratos libres en atender a infinidad de corresponsales filatélicos con los que se carteaba para cambiar conocimientos y hacer intercambio de sellos.
Allí lo encontré, en su casa, gozando de las horas de descanso, un día que salí del bosque para abastecerme de lo necesario. Estaba sentado a la mesa, en calzoncillos, dando cuenta del almuerzo que le servia Apkuan su boy nigeriano. Para evitar que una corriente de aire le hiciera volar los sellos, cosa que ocurría con mucha frecuencia, se servía de un audífono para llamar al boy, pero cuando este abría la puerta por iniciativa propia, sorprendía al pobre Alba sin poder evitar el desastre. Eso ocurrió a mi llegada, cuando el boy abrió inesperadamente la puerta para anunciarme, se originó una corriente de aire, que provoco el revuelo de sellos semejante a cientos de mariposas multicolores. Se puso en pié de un salto y con la cara desencajada reventó en una serie de exabruptos que no me atrevo a repetir y solo se calmó al verme aparecer en el umbral de la puerta. Viendo a aquel gorila, desnudo y con los brazos levantados, con aquellos amarillentos calzoncillos resbalando piernas abajo, no pude contener una carcajada, mientras él, cambiando su ira por una amplia sonrisa me recibía con un fuerte apretón de una mano, mientras con la otra intentaba subirse aquella prenda que pretendía tapar sus vergüenzas. El pobre boy se mantenía callado esperando que continuara el revolcón, pero como mi amigo parecía haberse olvidado de él, se disponía a salir de la casa y regresar a la cocina, cuando le llegó la orden. Tú, hijo de los infiernos, ponte a recoger, uno a uno y con sumo cuidado todos estos sellos, pero antes, llévate esto de aquí, señalando los restos de comida que había en la mesa y trae dos vasos con hielo. Aparte de la filatelia tenía otra afición, la ginebra Gordons, de la que podía consumir más de una botella diaria él solo. Cuando Apkuan hubo traído los vasos con el hielo y servido sendas raciones de ginebra con agua, empezamos a conversar, y me contó que aquella mañana habían traído para vender una cría de gorila, y que lo curioso era que el animalito fuese de piel rosada y pelo completamente blanco, un gorilita totalmente blanco. El cazador que lo traía, procedía del poblado de Nkó, de la tribu Esamangón, próximo al río Campo que hace frontera con Camerún, manifestaba haber matado a la madre y recuperado a la cría sano y salvo, sin sufrir ningún daño y que si era algo claro de color no es que estuviera enfermo, sino que siendo un bebé ya había nacido así de claro, como los niños negros, y que luego se van oscureciendo con el paso del tiempo y que este se volverá negro como su madre cuando pasen unos meses. Temeroso de que el animal no fuera normal, estaba dispuesto a aceptar un precio más reducido que el habitual de 4000 pesetas, aceptaría solo 2000 pesetas si alguien estaba interesado en adquirirlo. Como nadie aceptaba, a pesar de entender que se trataba de un albino y en buen estado de salud, tampoco nadie alcanzó a suponer que se trataba de un ejemplar único en el mundo y que podía alcanzar un precio muy elevado.
En vista de su poca fortuna, el cazador aprovechó el paso de un vehiculo para seguir camino en busca de un comprador. Se trataba de un coche de la empresa que conducía al médico a pasar la consulta semanal al personal del patio de Pembe, situado a 26 kms., junto al río del mismo nombre y próximo a su desembocadura. Era el lugar donde rendían viaje los camiones madereros, descargando allí los troncos que luego eran embalsados en el río, para ser remolcados hasta los barcos que esperaban fondeados a dos millas de la costa, en el océano Atlántico. Al llegar al embarcadero pudo cruzar el río con un cayuco, y llegar muy cerca del aeropuerto de Bata, donde se encaminaba el cazador. Sabia que en Bata residía un europeo que acostumbraba a recorrer las carreteras del país y que se dedicaba a la compra de animales vivos para su envío al zoológico de Barcelona, se le veía con cierta frecuencia conduciendo un Land Rover blanco, con el escudo del Ayuntamiento de Barcelona, pintado en ambas portezuelas.
Al llegar a la ciudad de Bata, se dirigió hacia las afueras, donde sabia se encontraba la residencia del señor Jordi Sabater i Pi, con la esperanza de que ese fuera su buscado comprador. Afortunadamente para ambos, el mencionado señor no estaba ausente y en breves instantes quedó zanjado el negocio y los dos hombres se separaron felices del trato acordado, uno con el dinero y con su tesoro el otro. Me imagino la cara de felicidad del comprador, entendido en esa clase de animales, cuando se encontraría a solas con su preciado Copito de Nieve. Seguro que sabía la importancia de aquella rareza que acababa de adquirir.
Con el transcurso del tiempo se fueron conociendo detalles sobre la importancia de aquella adquisición, nada más se supo del cazador, que regresaría a sus bosque a proseguir sus cacerías, con la esperanza de que la suerte le fuera propicia. En cuanto a Copito de Nieve pronto fue trasladado y acondicionado, como su importancia requería, al zoológico de Barcelona, donde fue la atracción del mundo entero, tuvo varias esposas, una veintena de hijos y muchos nietos, pero todavía ninguno de sus descendientes ha heredado sus características especiales. Vivió feliz hasta la edad de cuarenta años, que equivale a los cien del hombre.
En cuanto al primatólogo Jordi Sabater i Pi, dejó África al poco tiempo y se incorporo al personal del Parque Zoológico de Barcelona; persona modesta y estudiosa, continuó su aportación al conocimiento de los primates en diversas publicaciones que lo acreditan como un erudito en la materia. Murió en Barcelona en agosto del año 2009.
En aquella casa de madera, cerrada de puertas y ventanas, hacia un calor infernal, razón por la que estaba justificado que mi amigo fuera tan ligero de ropa. Siguiendo sus indicaciones, yo me había despojado de la camisa y al poco rato ya notaba el sudor resbalando por mi cuerpo empapando mi única prenda, los pantalones cortos. A pesar de todo continuábamos conversando animadamente, dando buena cuenta de la botella de Gordons, mientras se iban licuando los cubitos de hielo refrescando la ginebra con agua. Alba era muy ameno en la conversación y después del tiempo pasado en los bosques, sin nadie con quien conversar amigablemente, me sentía dispuesto a aguantar con paciente aquel calor, mientras escuchaba los relatos de mi amigo.
Me estaba contando sus aventuras en Rusia con la división azul, en que un trozo de metralla le había tocado sus partes más íntimas haciendo blanco justo en los testículos, que le costó, según me contaba, perder la virilidad. Debía ser cierto, pues no se le conocía ninguna historia que hablara de mujeres ni otros lances que no fueran acompañados del señor Gordons.
Como empezaba a oscurecer, aproveché para despedirme y me dirigí a la casa de transitarios donde podría tomar una buena ducha y prepararme para pasar la noche. Tuve que prometer que volvería en un par de horas para cenar, pero tenía la sana intención de no hacerlo, evitándome así la resaca del día siguiente. Cuando me hube refrescado en la ducha, salí de casa con la idea de visitar a alguien que sin duda me invitaría a cenar, sabiendo a ciencia cierta que Pepe Alba ya se habría rendido y caído en los brazos de Morfeo, para despertar al día siguiente, fresco como una rosa. Así era, aguantaba como un caballo.
Le tocó recibirme a Alberto, un conductor canario de Las Palmas, que tenía asignado un camión internacional para hacer viajes del bosque al embarcadero, cargado con cincuenta o sesenta metros cúbicos de troncos. Vivía con Adela, su mujer, que enseguida añadió solícita un plato a la mesa que estaba preparando. Cenamos en silencio, Alberto había tenido una jornada completa con su camión, dos viajes desde el bosque hasta Pembe requieren ocho horas de rodaje por carreteras difíciles de montaña, más el tiempo de carga y descarga. Había sido un día duro y por suerte sin incidentes, pero agotador y siendo ya de por sí persona poco habladora se mostraba poco comunicativo. Por mi parte me sentía dispuesto a seguir la corriente, pues también acusaba el cansancio acumulado durante el largo día. Levantar el campamento a las seis de la mañana, cuatro horas largas de marcha por el bosque para llegar a la carretera y de allí, cargando el equipo y mi gente en un camión, para llegar al patio de Mbía. La llegada y el rato pasado con Alba, la charla y las generosas raciones de Gordons, fueron el colofón de una jornada que ambos, después de darnos las buenas noches, dimos por terminada.
FIN
Enrique Romero,
Reservados todos los derechos.
Barcelona, 14 de marzo de 2010