EL HOY Y EL AYER GUINEANO...y otros relatos |
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EL HOY Y EL AYER GUINEANO...y otros relatos |
Feb 4 2005, 10:55 PM
Publicado:
#1
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mismamente yo Grupo: Admin Mensajes: 1474 Desde: 23-March 04 De: Madrid provincia Usuario No.: 102 |
SEÑORAS Y SEÑORES .... CON USTEDES ....
Una bella declaración ... GRACIAS -------------------- |
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Feb 6 2012, 09:19 PM
Publicado:
#2
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Usuario registrado Grupo: Miembros Mensajes: 597 Desde: 7-June 04 Usuario No.: 201 |
Francis Gracián me ha enviado este breve recuerdo, una de sus primeros intentos de explorar el relato corto, sin olvidar la poesía de la que tan buenas muestras nos deja en la portada de Cronicas.
Un sueño por cumplir Me llamo Ngalo, pero los blancos nunca lo sabrán. Para ellos soy Leoncio, o “Papá” ( desde que el pelo se me encaneció ). Vivo en una pequeña aldea alejada de estas gentes extrañas y descoloridas que llegaron aquí cuando mis antepasados hablaban con los dioses, y les ofrecían el jugo blanco y dulce del fruto del cocotero, esa palmera generosa que calmaba nuestra sed y nuestra angustia, cuando la teníamos, que no era algo tan habitual como ahora. En aquellos tiempos lejanos los abuelos de nuestros abuelos daban gracias a los elementos, ponían sus marcas en la piel de los niños, según las tribus, y así cada dios podía reconocer y proteger a los suyos. Eran tiempos en que cada uno de los pobladores de nuestra isla tenía su lugar. Las aldeas estaban lo bastante cerca unas de otras como para que pudieran ayudarse las personas, en caso de necesidad: un fuego, el parto difícil de una primeriza, el último viaje de un anciano o anciana… y tan separadas como para que hubiera intimidad y se pudieran mantener las propias costumbres. Cada aldea tenía su chamán y su partera, aunque siempre se les llamó “El que habla con los dioses” y “La que trae la vida”. Siempre supimos que en la “Tierra Grande”, que los blancos llaman “El continente”, había tribus feroces, de guerreros que sentían placer en matar. Pero en nuestra isla reinaban los dioses amables del sol, de la lluvia y de las nubes: los dioses que nos daban alimentos en abundancia, y un clima que nos permitía ir desnudos y dormir al raso si lo deseábamos. Un hombre podía tener varias mujeres, y a veces, una mujer podía tener más de un hombre. Y los hijos se criaban juntos, sintiéndose hermanos, puesto que eran de la misma tribu y de la misma tierra, hijos de los mismos dioses, del mismo cielo… Un día llegaron unos cayucos extraños, grandes, con telas blancas que se hinchaban con el viento, y se acercaban a nuestra tierra con rapidez. Nuestros antepasados les recibieron bien, y les acompañaron a lo alto del acantilado, donde vivían, a través del camino de tierra que luego esos hombres sin color llamarían “La Cuesta de la Fiebre”. Según me contaron mis abuelos, estos hombres del color de ciertos pescados, o de los cerdos despellejados, trajeron enfermedades a las que tuvieron que acostumbrarse, y comidas muy raras, que venían en otros cayucos grandes, a los que ellos llamaban “Barcos”. Eran un poco estúpidos, según nuestras maneras de ver la vida: Se vestían con ropas que les ahogaban, comían demasiado, trabajaban como locos… No sabían disfrutar de la naturaleza; no se paraban para escuchar el arrullo del viento en los árboles, ni para mirar el abrazo del mar en los bordes de la isla, ni miraban el manto de la noche, que protegía nuestro sueño… Construyeron una choza alta y extraña, a la que llamaron “Catedral”. El abuelo de mi abuelo se aficionó a ir allí, con el tiempo; sobre todo, ciertos días en que se oía cantar en el interior, y un sonido como de niños que se reían, y que ellos llamaban “Campanillas”. En fin, nuestra gente estaba bien dispuesta hacia ellos. Pero poco a poco, estos viajeros de los cayucos grandes, empezaron a imponerse sobre nuestros antepasados, diciéndoles que eran sus jefes, y que la patria de todos era la tierra lejana de donde ellos procedían. Esto les pareció ridículo, y se reían de los blancos cuando ellos no estaban delante. ¿Cómo iban a pertenecer a una tierra que nunca habían sentido bajo sus pies? Quisieron volverse a la selva, donde tenían sus chozas, sus hijos y sus animales, donde se echaban a descansar bajo los árboles cuando les viniera en gana, donde les esperaban siempre sus mujeres con flores en el pelo. Pero los blancos no les dejaron, porque ahora eran sus jefes y querían pasarse el día dándoles órdenes, tan tontas algunas que estos pacientes isleños tenían que esforzarse para que no se les escapara una sonrisa, pues los blancos no se lo hubieran tomado a broma. Como los nuevos “jefes” tenían algunos hombres vigilando con palos largos que escupían fuego y que ellos llamaban “fusiles”, se quedaron, y se limitaban a escapar de vez en cuando de noche, por turno, para que todos tuvieran la oportunidad de ver un rato a sus familias. Sin embargo, la mayoría de los que yo conocí, muchas generaciones después de todo esto que cuento, eran hombres y mujeres que habían aprendido alguna de nuestras lenguas, y amaban nuestra tierra tanto como nosotros; quizá con más dolor, porque sabían que, posiblemente, algún día tendrían que marcharse de ella. Me llamo Ngalo en el secreto de mi aldea, y soy Leoncio cuando bajo a Santa Isabel. Yo vivo en Moka, y ahora soy el jefe de mi poblado. Suelo sentarme a fumar, y pensar, y hablar con el viento y la noche. A veces viene un blanco a visitarme, me llama “Jefe” o “Papá”, y creo que comprende mi dignidad. Él es un buen hombre, y me trae a sus niñas para que me saluden. Yo las miro y les sonrío, mientras hablo con su padre. Y me apena que mi deseo pueda cumplirse ahora que nos conocemos: porque en lo más profundo de mis entrañas, este deseo mío es el de todo mi pueblo, el de todos los habitantes de color de cualquier pequeño poblado; y es el de que estos hombres de color claro se vayan a su país con sus grandes cayucos, que ahora tienen motores en vez de velas, y queremos que nos dejen retornar a nuestras antiguas costumbres y ritos. Pero cuando veo a lo lejos a este blanco que viene a visitarme, acompañado de sus tres niñas, pido a mis dioses que este deseo que tengo dentro de mi corazón, tarde un poco más en cumplirse…para que este blanco respetuoso y amable pueda dejarme ver cómo crecen sus hijas en mi tierra, y cuando hayan de marcharse, puedan hacerlo sin violencia. ---oooOOOooo--- Francisca Gracián Galbeño 27 de octubre de 2.011 -------------------- |
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