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> La Descolonización española, ¿Qué ocurrió realmente?
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mensaje Jun 6 2006, 12:04 PM
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Estoy estudiando la descolonización de Guinea.Me parece muy interesante la polémica entre Herrero de Miñón y García Trevijano. He encontrado algunos artículos que espero sean vuestro interés.

QUOTE
La Conferencia Constitucional y la independencia de Guinea Ecuatorial en las "Memorias de estío" de Miguel Herrero de Miñón (*).



  "En enero de 1968 terminaba los estudios de filosofía en Lovaina cuando, a través de la embajada española en Bruselas, recibí el recado de ponerme en comunicación con el ministro de Asuntos Exteriores. Castiella me pidió que volviese inmediatamente a Madrid a fin de asesorar la preparación y celebración de la segunda fase de la Conferencia Constitucional para la independencia de Guinea Ecuatorial. Su jefe de gabinete, Marcelino Oreja, le había hablado de mis investigaciones sobre el derecho constitucional de la descolonización. Así lo hice el 21 de febrero de 1968, tras despedirme apresuradamente de mis asombrados maestros Antoine Vergote y Alphonse de Waelhens, reacios a comprender aquel rápido paso de la fenomenología a la política.

  Conocía a Castiella como amigo que era de mi padre; en varios encuentros veraniegos, había tenido ocasión de charlar con él o, más bien, de escucharle; y con Marcelino Oreja tenía una buena relación que los años han transformado en respeto mutuo y amistad. Pero es claro que nunca había visto trabajar a un equipo ministerial como aquél y en el que se integraban personas de diversa valía y talante. Sin duda se puede discrepar de muchos aspectos de la política exterior de Castiella y el juicio, atendiendo a los resultados, no puede ser optimista. Pero es preciso reconocer que, merced a una tenacidad ejemplar, puesta al servicio de una altísima idea de la dignidad del Estado y de su servicio en el exterior, el ministro y su equipo consiguieron dar a luz una concepción del interés nacional todavía vigente y crear en nuestra carrera diplomática una escuela de pensamiento.

  El proyecto de Castiella, tal como, una noche de aquel mes de febrero, me lo expuso en su despacho de Santa Cruz, no carecía de cierta grandeza e indudable viabilidad, aunque hubiera requerido una política interior muy diferente. Se trataba, según el ministro, de conducir rápidamente hasta la independencia a Guinea Ecuatorial primero y al Sahara después, y establecer con ellos íntimos lazos de cooperación de modo que, asumiendo un coste económico no pequeño, España pudiera, en gran medida, determinar su política exterior. Con ello, el político bilbaíno confiaba en obtener tres objetivos: dos votos más para España en las Naciones Unidas, importante baza a jugar en contenciosos presentes y futuros; contrapesar desde el Sur las apetencias marroquíes, estableciendo una alianza entre el futuro Sahara, vinculado a España, y Mauritania, y, en fin, no sólo dar muestras de buena voluntad hacia el Tercer Mundo, sino conseguir dos vías de entendimiento con él. Sin duda el problema de Gibraltar, que ya entonces obsesionaba a Castiella, pesaba mucho en este diseño estratégico y no dejó, a mi juicio, de contribuir a su frustración. Pero si estas bazas se pensaban jugar indudablemente en pro de la reivindicación española, su alcance se pretendía mucho más permanente.

  Desde mi llegada hasta mediados de abril estuve dedicado a preparar, a más de la fórmula de acceso a la independencia (1), dos extremos claves.

  Ante todo, la elaboración de un anteproyecto de constitución donde tuve ocasión de aprovechar materiales recopilados y utilizados en las investigaciones anteriores ya mencionadas. Recuerdo que con la ayuda de hombres de buen criterio como Oreja, Cañadas y Moro conseguí descartar las peores opciones, entre otras la de exportar las instituciones del régimen español, y establecer, como postura de reserva, un texto muy simple. Sin otra parte dogmática que la Declaración Universal de Derechos del Hombre; un sistema de gobierno neoparlamentario de ejecutivo prácticamente monocrático, equilibrado por un vicepresidente del Gobierno sin específicas competencias; un gabinete dependiente del presidente; y una estructura regional con competencias autonómicas amplias y tasadas y una participación en el Gobierno, como ministros sin cartera, de los dos presidentes regionales.

  El segundo extremo, ya planteado al elaborarse la Constitución, era el sistema electoral y que, según el criterio del Gobierno, debía consignarse en una Ley Electoral a elaborar en la propia Conferencia.

  Mis conocimientos en la materia no eran grandes y comprobé que los de los supuestos expertos que se movían en torno de aquella tarea eran todavía menores que los míos. Yo conocía desde hacía años, por razones familiares y académicas, a un diplomático excepcionalmente inteligente y que había dedicado mucho tiempo y energía al estudio de los sistemas electorales, Francisco Condomines. Reclamé su venida en comisión de servicios y colaboramos íntimamente durante varios meses hasta el final de la Conferencia Constitucional.

  Condomines me convenció de las ventajas del sistema proporcional para afrontar una situación como aquélla. Yo estaba bajo la influencia de las tesis de Duverger y de Rae (2), según las cuales, mientras el sistema electoral mayoritario simple conduce al bipartidismo, el sistema proporcional fomenta la proliferación de partidos y evita las mayorías absolutas. Ahora bien, Condomines me demostró que lo primero conducía al partido único si el sistema mayoritario era de lista nacional y aun provincial, y que la alternativa no podía ser otra que los distritos uninominales, muy convenientes cuando ya existía un sistema de partidos, pero que, en caso contrario, atomizarían la representación, eliminando cualquier gran fuerza política y dando el poder a los notables locales. Por otra parte, el sistema proporcional permitía la representación de diversas minorías territoriales o étnicas, sin necesidad de acudir a la tosca fórmula de reserva de escaños, y si se exigía listas electorales completas, cerradas y bloqueadas, simplificaba extraordinariamente el escrutinio y fortalecía la estructura de los partidos.

  Todo eso nos parecía deseable para Guinea y así lo hicimos aceptar por la parte española. Pero esta opción que, al final, fue fútil en Guinea Ecuatorial resultó trascendental, y sus consecuencias llegan a la vigente Constitución y legislación electoral española, como explicaré en capítulos posteriores.

  Los instrumentos legales de la independencia estaban ya preparados y los borradores constitucional y electoral listos. Yo trabajaba en un despachito del palacio de Santa Cruz redactando una nota informativa final, cuando la puerta se abrió, con cierta violencia, y entró en mi cubil el ministro Castiella seguido a respetuosa distancia por Marcelino Oreja. Dejé de teclear y me levanté. «No soy Napoleón», dijo Castiella, y yo lo confirmé, como hubiera hecho un personaje de Wodehouse: «No, señor ministro; no lo es.» «Pero como Napoleón», continuó nuestro canciller, «condecoro a mis hombres en el campo de batalla». Abrió un estuche. Me prendió en el pecho la encomienda de número del Mérito Civil, alegando mi juventud para no darme la Gran Cruz. Me rogó continuara trabajando durante la fase de la Conferencia Constitucional que comenzaba días después. Me abrazó y se fue dejando que Oreja me felicitase y entregase un sobre con cincuenta mil pesetas.

  Para mí, aquel episodio, por minúsculo que sea, retrataba bien a Castiella y a muchos hombres de su generación. La indudable experiencia se diluía en exceso de ingenuidad. El sentimiento de la grandeza de la propia función se realzaba por una dosis de modestia que hoy es inimaginable. No creo que Castiella se sintiera importante de suyo ni por ser ministro, sino por la alta función que quería y creía ejercer.

*  *  *

  La segunda fase de la Conferencia Constitucional comenzó, formalmente, el 17 de abril con un discurso solemne de Castiella y, de hecho, en dos sesiones de mañana y tarde el día 19 del mismo mes. La mesa la constituían Sedó, en representación del ministro, Mañueco y Cañadas; la delegación española se componía de representantes ministeriales, entre los que destacaba, por vocación y dedicación, un jurista excelente, Marcelino Cabanas, los militares, siempre racionales, y el ya prometedor político Rodolfo Martín Villa, escindido entre su fidelidad a López Bravo, del que era director general, y su comprensión y simpatía hacia la política aperturista de Castiella. La delegación guineana agrupaba a representantes de las instituciones de autogobierno, organizadas desde 1963, y de las fuerzas políticas de hecho existentes. Condomines y yo asistimos desde la tarde del día 19 de abril hasta el 27 de mayo, en calidad de Comité Técnico.

  Pese a su alto nivel económico de entonces sobre la media africana, la situación de Guinea no era muy alentadora. Las instituciones de gobierno estaban desprestigiadas y sus dirigentes tachados de colaboracionistas (v. gr. el presidente Ondo Edu). Existía un movimiento nacionalista de organización prometedora e implantación global, con un programa occidentalizador y unos dirigentes y cuadros aceptables (el MONALIGE, con Atanasio Ndongo y Saturnino Ibongo a la cabeza). Había movimientos personalistas y oportunistas de todo tipo (agrupados en el MUNGE) y pseudoorganizaciones étnicas múltiples. La minoría más importante eran los bubis, autóctonos de Fernando Poo y temerosos de la mayoría pamwe del continente. Y todo ello, claro está, envuelto en una humanidad lamentable, siempre dispuesta a la corrupción y al charloteo, en la que palpitaba dramáticamente el tránsito entre la magia y la ciencia, la tribu y el partido, el oficio tradicional y la profesión occidental. Pero habituado como estaba, desde la elaboración de mi tesis doctoral, a leer-los discursos de Lumumba, no tuve por qué extrañarme demasiado de los de Macías, y si había admirado a un dogmático como Julius Nyerere, no podía dejar de hacerlo con un pragmático como Ndongo.

  Por parte española la situación no era menos compleja. En el Gobierno ya había quedado claro que España no tenía interés político, económico o estratégico alguno en permanecer en Guinea Ecuatorial. Pero sí había dos posiciones contrapuestas en el proceso descolonizador. Por un lado la de Castiella y, por sintonía con él, los ministros que pudieran ser considerados como aperturistas, inclinados a jugar la carta descolonizadora como baza, modesta pero eficaz, de transformación del régimen. En lo exterior para realinearlo en la esfera de las relaciones internacionales; en lo interior para predicar las ventajas del sufragio universal .y de los partidos políticos. En todo caso, para jugar el éxito del proceso como carta de prestigio personal en una sucesión, cuya apertura parecía cada vez más próxima. De otro lado y por razones exactamente opuestas, el almirante Carrero y su entorno, de cuyo Ministerio de la Presidencia dependía la Dirección General de Plazas y Provincias Africanas.

  En este panorama incidían las fuerzas de terceros tanto interiores como exteriores. Aunque Guinea era una carga económica para el Estado, los madereros de Río Muni y los cultivadores españoles de café y cacao en Fernando Poo obtenían notables ventajas de la situación colonial y no regatearon esfuerzos para dificultar la descolonización primero y obtener, cuando ésta ya era irreversible, la secesión de Fernando Poo. A este primer factor de perturbación hay que añadir la intervención de ciertos sectores de oposición al régimen que, en connivencia con los más ultramontanos de éste, trataron de frustrar, no tanto el proceso, como el éxito gubernamental en la conducción del mismo. Por último, yo nunca descarté que algún servicio especial de los países con los que la política de Castiella había creado tensiones innecesarias e imprudentes explotara la situación para desacreditarlo y provocar la crisis, como ocurrió meses después.

  Todos estos elementos gravitaban en torno a la Presidencia del Gobierno como polo opuesto al palacio de Santa Cruz. Personajes cercanos al almirante Carrero tenían conexiones varias, sea con los madereros o con ciertos supuestos elementos de la oposición democrática. Más adelante mencionaré al notario García Trevijano y su intervención en estas cuestiones. Baste ahora relatar un episodio paradigmático.

  Carrero y Castiella no se hablaban, y menos sobre problemas como el de Guinea, en el que mantenían actitudes dispares. Sus relaciones, al menos las que yo conocí, eran por intermediario. Y una tarde de mayo de 1968, Francisco Condomines y yo mismo fuimos al despacho del primero para plantearle, por encargo del segundo, problemas surgidos en el curso de la Conferencia. En un momento dado y poniendo por delante nombres concretos, dije: «Señor vicepresidente, en el círculo de esta casa existen personas que, bajo la protección de V. E., realizan una contrapolítica que podría calificarse perfectamente de traición y que yo considero de lesa patria.» El almirante se demudó y, probablemente, yo también al repensar lo que acababa de decir. « ¿Tiene usted pruebas de lo que afirma?», me preguntó Carrero. «Sí, señor vicepresidente, las tengo y, además, plenamente documentadas.» Yo jugaba de farol a todas luces; pero el vicepresidente del Gobierno hizo un gesto ambiguo con los brazos y espetó: «Usted es muy joven, Herrero. Póngase en la piel de los demás y comprenderá.» Es claro que comprendí.

  La presión de los colonos españoles era especialmente intensa en cuanto al futuro de Fernando Poo se refería. Y efectivamente no faltaban argumentos para apoyar la separación de la isla del resto de Guinea y constituirla, de una u otra manera, en lo que, una información interesada del prestigioso Le Monde, tituló «La Canaria más al Sur». No faltó quien propusiera, ya en 1961, la proclamación del gobernador general español como rey de los bubis y, en pleno proceso de independencia, se pretendió formalmente la vinculación de la isla con España a través de la unión personal en un mismo jefe de Estado.

  Sin embargo, cuando yo llegué a ocuparme de la cuestión, aunque tales posibilidades no dejaban de plantearse por bubis, terratenientes españoles y algunos funcionarios supuestamente bien intencionados, me parecieron siempre de mayor peso los argumentos en pro de la independencia de Guinea como una sola unidad política. Así lo anunció Castiella al inaugurar la segunda fase de la Conferencia Constitucional y serví tal opción con plena convicción de que era la más conveniente a nuestros intereses nacionales.

  Las razones para ello eran varias: Los múltiples actos propios de España y las reiteradas exigencias de la ONU en línea con el respeto a las fronteras coloniales proclamado por la OUA desde 1963, como nueva versión del «uti possidetis». El coste económico que para España tenía la isla y aún lo tendría mayor por sí sola. Los problemas de su defensa militar y el hecho de que la mayoría de la población fuera nigeriana merced a los inmigrantes braceros —cuarenta mil oficialmente, setenta mil en realidad—, que la indolencia de los quince mil bubis y la voracidad de los colonos habían traído a la isla.

  El segundo de los factores de perturbación más atrás señalados lo personificó el señor García Trevijano, exótico personaje que años después consiguió romper con izquierdas y derechas, rupturistas, reformistas e inmovilistas, en los años de la transición. El citado individuo se reunió a partir del 24 de abril con los delegados continentales y, con el apoyo técnico del, después catedrático, don Jorge de Esteban, inspiró la llamada propuesta constitucional «de los veintitrés», destinada a provocar la reacción separatista de los isleños, a potenciar el liderazgo del tristemente célebre Francisco Macías y, en último término, a frustrar el proyecto de Castiella de independencia pacífica y cooperación con España. No sé si es casual que, simultáneamente a las intrigas de García Trevijano, gentes cercanas a Calvo Serer hicieron intentos vanos de atraer en la misma dirección al joven Saturnino Ibongo, la más firme promesa del nacionalismo guineano y hombre de confianza de Ndongo.

  Condomines y yo conocíamos, día a día, tales operaciones e informamos puntualmente a Castiella. Cuando pienso que nuestros adversarios consiguieron torpedear el feliz desenlace de la Conferencia, el 30 de abril, mediante un donativo de 160.000 pesetas hecho al MUNGE —el recibo lo firmó Francisco Salomé Jones— y el compromiso de llegar hasta 500.000 o que José Antonio Nováis conseguía alguna ayuda económica para el propio Macías, no comprendo cómo el Ministerio no utilizó las mismas armas, con calibre mayor y definitivo.

  Meses después, y esto enlaza con el último factor de perturbación más atrás anunciado, se decidieron las elecciones guineanas en favor del candidato Macías mediante la aportación de cinco millones de pesetas, cuyo origen extranjero, del que entonces se habló mucho, ni puedo probarlo ni lo dudo por un momento. La filatelia, en todo caso, compensó sobradamente el gasto electoral.

  El día 19 de abril de 1968 presenté, en lo que creo fue la primera intervención política de mi vida, los puntos básicos de una Constitución para Guinea. Pese a las desconfianzas iniciales, fueron tan entusiásticamente aceptados por los africanos que, a su iniciativa, se nos encargó a Condomines y a mí tomar contacto con delegados de Fernando Poo y Río Muni, primero en conjunto, después separadamente, más tarde juntos de nuevo, hasta formular un proyecto de Constitución que la parte guineana pudiera presentar como propio a la Conferencia.

  Así se hizo, si bien ya en esta fase, fines del mes de abril, una minoría de entre los minoritarios bubis boicoteó el proceso y exigió la independencia separada de la isla, a raíz de una reunión del Comité del Cacao y una cena celebrada el día 25 por sus dirigentes y los señores Watson, Maho, Bosio y Copariate.

  Con todo ello nuestro trabajo avanzó, y a comienzos de mayo existía un borrador de Constitución acordado por la inmensa mayoría de la delegación africana y del que yo era redactor. Se trataba de la elaboración de los puntos por mí expuestos el 19 de abril, resumen, a su vez, del anteproyecto preparado semanas antes y al que ya he hecho referencia.

  Fue entonces cuando se produjo la intervención de García Trevijano, más atrás mencionada. Los técnicos, como se nos llamaba, incluso oficialmente, a Condomines y a mí, conseguimos el 10 de mayo desacreditar plenamente el proyecto «de los veintitrés», con rotundidad que hirió profundamente a García Trevijano, pero que apartó de su férula a la mayoría de los guineanos. El frente se desplazó entonces de lo constitucional a lo político y las fuerzas empeñadas en frustrar el intento de Castiella consiguieron su objetivo. Meses más tarde, Gabriel Cañadas me escribió desde Nueva York con motivo del asesinato de Ndongo por orden dé Macías, lamentándose que nuestra mano hubiera sido demasiado corta para llevar a buen término la empresa en que tanto Castiella, la mayor parte de su equipo, y yo mismo estábamos empeñados.

  En efecto, más allá de la decisión en pro de la descolonización que ya pocos o nadie ponían en duda y de su articulación constitucional, era preciso saber a quién se daba la independencia. Así se había planteado en las menos malas experiencias descolonizadoras y así lo planteé al ministro en informe de 1 de mayo.

  A mi juicio lo inteligente hubiera sido apoyar al nacionalismo de MONALIGE y a sus coaligados naturales, los «fernandinos» de la isla. Las únicas fuerzas políticas con cuadros aceptables, como revelan los nombres de Wilwardo Jones, King, Morgades, Grange, Balboa, Ndongo e Ibongo, con muchos de los cuales hice sincera amistad. Más aún, Condomines y yo nos reunimos por encargo de Castiella con la plana mayor de MONALIGE el 8 de mayo y pactamos una eventual colaboración española con dicho partido a la hora de la campaña electoral, a cambio de una actitud favorable del futuro Gobierno en la cooperación con la exmetrópoli, la salvaguarda de los intereses españoles en Guinea y la línea internacional del nuevo Estado.

  Sin embargo, los plantadores españoles jamás entendieron que su mejor garantía era, una vez decidida la descolonización, entenderse con el nacionalismo, como los franceses habían hecho en Senegal y los británicos en Kenia. Traté de explicárselo a alguno de ellos, por ejemplo a Portabella, y se me rieron en las barbas alegando su confianza en las disensiones tribales que impedirían la estabilidad del gobierno nacionalista, en el prestigio del presidente autonómico Ondo Edu y en las gestiones de la, todavía, en Guinea, omnipotente Presidencia del Gobierno.

  En este departamento las fobias ideológicas del almirante Carrero y de su entorno indujeron a una opción radical contra MONALIGE y en favor de Ondo Edu y de la extraña agrupación de personas y grupúsculos locales y étnicos que era el Movimiento de Unión Nacional (MUNGE). Todo ello llevó a una radicalización en la oposición entre isleños y continentales que, en colaboración con los nacionalistas, habíamos estado a punto de superar y al creciente protagonismo de Francisco Macías, a todas luces un psicópata desalmado, como después la población guineana tuvo ocasión de comprobar.

  El resultado de este deterioro político fue un empantanamiento de la tarea constitucional. La elaboración de un texto desastroso, algunos de cuyos mayores dislates yo conseguí corregir mediante apelación directa a Castiella a mediados de junio, pero que sustancialmente fue sometido a referéndum el día 11 de agosto de 1968. Y, lo que es peor, unas elecciones en las que España no fue neutral, sino pasiva, y algunos españoles, beligerantes.

  Se enfrentaron el candidato oficial apoyado por Presidencia y los intereses madereros, Bonifacio Ondo Edu, Francisco Macías como candidato de una coalición entre MUNGE, el viejo IPGE y una fracción disidente de MONALIGE, y el propio MONALIGE con Atanasio Ndongo a la cabeza. Los dos candidatos más votados el día 22 de septiembre fueron Macías y Ondo y, siguiendo una peligrosa política de catástrofe, Ndongo dio al primero sus votos en una segunda vuelta el día 29 del mismo mes. Macías fue proclamado presidente ante la sorpresa de los españoles todos, gobernantes y colonos.

  La influencia de Trevijano en Guinea fue a continuación decisiva, y la ejecución de la política española, desastrosa. Al decir de mis amigos, nuestra representación pasaba del protocolo de escuela a la política del cañonero, y nuestros representantes en Naciones Unidas no se dignaban prestar su coche en día de lluvia al nuevo delegado guineano, al que, sin embargo, entregaban abiertos los despachos que recibía vía Madrid. La crisis con España estalló en enero de 1969. Yo estuve plenamente apartado de los últimos trámites del proceso de independencia y solamente en enero de 1969 volví a tener noticias directas de Ndongo e Ibongo. El día 30 de enero me citaron en su hotel, el Palace, para pedirme un asesor jurídico que se trasladara con ellos a Guinea, función para la cual propuse a mi buen amigo Julio González Campos, después magistrado del tribunal Constitucional, quien aceptó encantado, pero, felizmente, no llegó a embarcarse en la aventura. Un mes después, en otra reunión secreta el día 28 de febrero, me comunicaron que proyectaban la incapacitación de Macías y la formación de un gobierno de salvación nacional. Para ello pidieron y obtuvieron mi colaboración y en mi casa se ajustaron proclamas y calendarios. Todo lo comuniqué, por una no sé si excesiva fidelidad funcionarial y, más aún, nacional, al ministro Castiella, a través de su jefe de gabinete Marcelino Oreja la tarde del mismo día 28. Lo demás es sabido. Macías, alertado, se recluyó en Bata. Incomprensiblemente, Ndongo, Ibongo y algún otro conjurado, en lugar de esperarle en Santa Isabel como habíamos acordado, fueron al continente tratando de detenerlo. Ndongo fue arrojado por el balcón y apaleado en la calle hasta morir. Ibongo y Balboa fueron asesinados en prisión. Guinea se hundió en sangre y oscuridad. Un relevante ministro del Gobierno comentó, feliz, que la crisis ya estaba hecha y el cese y sucesión de Castiella garantizados.

  (1) Cf. "Autoctonía constitucional y poder constituyente", Revista de Estudios Políticos 169-170, 1970, pags. 29 y ss.

  (2) Cf. "Nacionalismo y constitucionalismo", Tecnos, Madrid, 1971, páginas 234 y ss



  (*)  Miguel Herrero de Miñón (Madrid, 1940) participó como técnico en la Segunda Fase de la Conferencia Constitucional. En sus Memorias de estío, publicadas por Ediciones Temas de Hoy en 1993, dedica unas páginas (de la 28 a la 39) poco numerosas, pero muy interesantes, a los temas relacionados con aquella experiencia y con la política española del momento hacia Guinea Ecuatorial.

Fuente ASODEGE
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westy
mensaje Jun 8 2006, 10:46 PM
Publicado: #2


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¡Hola...! Para a quién le interese....

Aquí "pego"...las memorias Diplomaticas del 1er Embajador de la

Independencia D. Juan Duran Loriga.....escritas en 1999.

Son su visión de los hechos.........

Hay que darle oportunidad para que se defienda....Sin

comentarios....




EMBAJADOR EN LA GUINEA ECUATORIAL (*)

Conferencia Constitucional. Macías, Bonifacio y Atanasio. Voy a Santa Isabel. Las elecciones. La independencia. Soy nombrado embajador. El colega de Franco: su patología. El problema económico. Los enredadores. Escalada demagógica. La crisis de la bandera. Final de mi misión.



"El proceso descolonizador de la Guinea Ecuatorial marchaba hacia su culminación. Puesto que había que seguir adelante, Castiella quiso que se hiciese de manera ejemplar. El nuevo Estado contaría desde el primer momento con una Constitución democrática aprobada por sus dirigentes y más tarde por el pueblo guineano en referéndum. Se empleó para ello la fórmula británica de una Conferencia Constitucional, que se abrió en octubre de 1967 con un discurso de don Fernando Castiella en el que se anunciaba que España daría la independencia a su colonia ecuatorial en 1968.

Fue un trabajo bello y generoso, dentro del marco político de la España de entonces, convocar la Conferencia para dar a la Guinea una Constitución moderada y de gran perfección técnica aunque resultase inaplicable, como lo habían sido en África todas las normas fundamentales democráticas. La Conferencia Constitucional avanzó lentamente entre escollos. Contribuyeron a la cacofonía las discrepancias entre los guineos y también el hecho, al que ya me he referido y sobre el que volveré a insistir, de que el Gobierno español estuviese profundamente dividido. Esta confusión fue aprovechada por quienes quisieron, lográndolo, complicar aún más el difícil proceso. El señor García Trevijano respaldó un llamado Secretariado Conjunto que al tiempo que saboteaba la Conferencia ponía en primer plano al político guineano de mayor potencial demagógico y destructor, Francisco Macías.

Ramón Sedó presidió las sesiones de la confusísima Conferencia de manera tan paciente como inteligente. Tarea que le debió ser muy ingrata y que aceptó por lealtad a su ministro y amigo.

En la Conferencia fueron asomando las características de quienes habían de ser los tres candidatos a la presidencia del nuevo Estado. Bonifacio Ondó o la ingenuidad catequística. Atanasio Ndongo o la ambigüedad neo-africana. Y Francisco Macías o la furia paranoica.



Francisco Macías mantenía unas actitudes entre calculadas y demenciales. Parecía saber que lo que más le podía legitimar como campeón de la independencia, en la Guinea y en los medios africanos, era una desaforada hostilidad hacia la "potencia administradora". Tanto más cuando tenía un pasado de entusiasta adhesión al régimen colonial, del que seguía formando parte como vicepresidente y consejero de Obras Públicas del gobierno autónomo.



A lo largo de las próximas páginas aparecerán otras facetas de su personalidad. En la Conferencia Constitucional destacó por un sentimiento desmesurado de su propia dignidad, reflejada en desplantes que aumentaban su prestigio anticolonial.

Poco antes de concluir la Conferencia ofreció Castiella una cena en el Palacio de Viana a los principales delegados guineos. Macías, que tenía reservado el primer puesto a la izquierda del ministro, no compareció. Cuando quise, a la mañana siguiente, averiguar las causas de su ausencia, empezó asegurándome que no había recibido la invitación. Más tarde admitió que le había llegado un sobre que no consideró dirigido, a él, porque se le daba el tratamiento de "Ilustrísimo Señor" cuando se pensaba "Excelentísimo". Fue en la Conferencia Constitucional donde Macías pronunció su primer elogio de Adolfo Hitler como padre de África.

Bonifacio Ondó, antiguo catequista y muy grata persona, tenía una imagen de Tío Tom que caía simpática a los españoles pero resultaba anacrónica en los medios descolonizadores de las Naciones Unidas, que desconfiaban de quienes pareciesen cómplices neocoloniales de las antiguas metrópolis.



Atanasio Ndongo, expulsado del seminario como tantos revolucionarios, había vivido largos años en el Camerún donde se casó con la viuda del líder revolucionario Félix Moumié, asesinado en Ginebra en 1960. Era el único político guineano con experiencia internacional, hablaba francés y, frente al colaboracionismo de Macías con la administración colonial, había sido un luchador activo y arriesgado por la independencia. De ahí que se pensase en el ministerio de Asuntos Exteriores que podía ser la persona más adecuada y creíble para estar al frente del nuevo Estado. Le faltaba el tirón demagógico y obsesivo de Macías y a pesar de su inteligencia, o a causa de ella, fue para mí siempre sibilino.



Terminada en junio de 1968 la Conferencia con la aprobación del texto constitucional, inmediatamente confirmada por referéndum en el territorio, se había fijado para el 12 de octubre la proclamación de la Independencia. Don Fernando Castiella decidió que durante este complicado período de transición hubiese en Santa Isabel un repre­sentante de Asuntos Exteriores. Me mandaron a mí. Se pensó en un momento nombrarme adjunto al Comisario General, en un puesto que acababa de quedar vacante. Desechada esta idea quedó mi status indefinido. Establecí una valijilla en la que enviaba a la Cárcel de Corte (**) unas cartas que yo mismo tecleaba, como lo estoy haciendo con estas memorias.



El Comisario General, don Víctor Suanzes, me recibió y trató con gran cortesía. Pero muchos de sus colaboradores me veían con el mismo recelo que nuestros colonos. Yo simbolizaba el final de la época colonial, y con ella el de muchas situaciones e intereses, lo que achacaban, equivocándose, al ministerio de Asuntos Exteriores.

Uno de los primeros problemas con que me encontré fue el temor de la población aborigen de Fernando Póo a una independencia en la que temían llevar, por su inferioridad numérica, la peor parte. Esto los llevó a votar contra la Constitución en el referéndum. No puedo olvidar la ayuda que recibí de mi amigo Enrique Gori, asesinado más tarde como tantos otros por orden de Macías, así como la de su suegro el sabio patriarca fernandino Alfredo Jones, a quien recuerdo protegido del sol por dos sombreros superpuestos.

Al acercarse la fecha de la independencia fue enviando el Ministerio algunos funcionarios que me ayudaron muchísimo. Emilio Artacho con su conocimiento de las Naciones Unidas y de sus gentes; Joaquín Castillo que trabajó de manera denodada y habilísima; Amaro González de Mesa que empleó a fondo, en Bata, su simpatía y su astucia. Tampoco olvido el gran apoyo moral que recibí del magistrado Ángel Escudero, quien presidió la comisión electoral que vino de Madrid.



La situación se decantaba, desgraciadamente, hacia Macías. Para un electorado inexperto que iba a votar libremente por primera y última vez la tentación demagógica no era fácil de resistir. Se produjeron además graves errores en el campo de los competidores de Macías. En primer lugar la intransigencia de Bonifacio Ondó, Había éste decidido presentar a las elecciones parlamentarias una lista de su partido, el MUNGE, en la que figuraban sus leales, que nadie conocía, con exclusión de los caciques principales de esta formación política. Los cuales, a su vez, aceptaban figurar en la lista de Ondó siempre que fuese en lugares preeminentes que asegurasen su elección. Vino Bonifacio a verme una tarde, estando yo en cama con cuarenta grados de fiebre por un primer acoso palúdico. Saqué de flaqueza fuerzas para tratar de persuadirlo de que aceptase en su lista a los citados caciques. Empleé el argumento de ,que lo importante era la elección presidencial porque en Guinea no funcionaría el parlamento. No me quiso hacer caso y se negó a dar cobijo a quienes calificó de "ingratos". Otros españoles consultados le habían hecho creer que podía ganar solo. El hecho es que los principales jefes del MUNGE se pasaron al grupo de Macías.

La primera vuelta de las elecciones situó a Macías en cabeza (36.000 votos) pero sin mayoría absoluta, lo que obligaba a una segunda vuelta. Bonifacio Ondó salió en segundo lugar, con 31.000 votos. La clave del resultado final estaba en Atanasio Ndongo que por llegar tercero estaba eliminado pero que daría la victoria a aquél por quien aconsejase votar a sus secuaces.

En una reunión con Atanasio Ndongo, en las que estaban presentes sus compañeros de partido y algunos funcionarios españoles, me dijo que daría sus votos al candidato que España quisiera. No tuve más remedio que contestarle que Madrid no podía entrometerse. Hubiese constituido gran ingenuidad, estando en Guinea observadores de las Naciones Unidas, que un representante del ministerio de Asuntos Exteriores de España indicara en público a un partido político guineano sobre a quien votar. Tengo para mí que Atanasio había decidido ya inclinarse hacia Macías y que al consultarme sólo buscaba cubrirse con aquellos de sus colaboradores que propugnaban el apoyo a Ondó.



En mis gestiones privadas con ambos me esforcé al máximo para conseguir que Bonifacio y Atanasio se pusiesen de acuerdo. Pero los dos se mostraron inflexibles puesto que se despreciaban mutuamente. De modo que Bonifacio no quiso hacer concesiones suficientes mientras Atanasio planteó exigencias excesivas. Lo que costó a ambos la vida.



Macías ofreció a Atanasio Ndongo, a quien odiaba por "intelectual", la cartera de Asuntos Exteriores a cambio de los votos de sus partidarios. Los bubis de Fernando Póo, para salvarse la quema, decidieron también votar a Macías a cambio de la vicepresidencia de la República.(1)



Los observadores de las Naciones Unidas fueron testigos de que por parte española no se hizo nada por falsear el resultado de las elecciones que, para desgracia del pueblo guineano, dieron el triunfo a Francisco Macías.



No tuvo esos escrúpulos el vencedor quien, consejero de Obras Públicas, había movilizado los camiones de este servicio para distribuir su propaganda electoral ante la inhibición de la autoridad militar en Río Muni. (No había sido descabellada la idea, surgida al margen de la Conferencia Constitucional y rechazada por los representantes de las Naciones Unidas, de que los miembros del gobierno autónomo, al fin y al cabo funcionarios coloniales, fuesen excluidos como candidatos).



Me habían llegado rumores de que tenía posibilidades de ser el primer embajador de España en Santa Isabel. Se tantearon primero otras candidaturas para aceptarse finalmente que fuese el ministerio de Asuntos Exteriores quien afrontase, a través de uno de sus funcionarios, las secuelas de la independencia. Entre los diplomáticos conocedores de Guinea y de sus gentes quedaba yo en primera fila, al haber tenido el buen sentido de esquivar el ofrecimiento otros más antiguos y más próximos a Castiella que yo. No era quizás de buen augurio el que el capitán de fragata Ricardo Duran y Lira, mi bisabuelo, hubiese mandado cien años antes la estación naval de Guinea, donde murió.


Si examino las cosas, a esta distancia de tiempo, con la mayor objetividad de que soy capaz pienso que lo que era mi mayor ventaja era también un inconveniente. Conocía bien a los protagonistas de la política guineana. Acaso demasiado bien. Había sido testigo de muchas debilidades y trapicheos, había conocido de ordenanzas a quienes fueron después ministros. El estar en Santa Isabel las semanas que precedieron a la independencia me había quemado un tanto. Esto, que veo tan claro ahora, no lo pensaba entonces. Prevaleció en mí la ilusión de ser el más joven de los embajadores de carrera en un puesto de enorme responsabilidad. Estuve a punto, en el último instante, de no tomar posesión. Ausente yo, fue un compañero mío el encargado de proponer mi nombre a Macías. Me contó este muy buen amigo, años después, que Macías torció el gesto y hubiese podido negarme el placet de no habérsele persuadido de los inconvenientes de empezar la nueva etapa de las relaciones entre Madrid y Santa Isabel con un desaire.



Macías veía en esos días agravada su habitual confusión mental por los consejos contradictorios de sus diversos asesores: los que le decían que se las mantuviese tiesas a Madrid y los que le sugerían las ventajas de la moderación.



En la mañana del 12 de octubre pasé varias horas con el Presidente electo y sus colaboradores. Macías se resistía a aceptar los acuerdos de transferencia, negociados por una delegación guineana en Madrid días antes, en los que se regulaban una serie de aspectos administrativos. Entre ellos el futuro de las propiedades del Estado español en la antigua colonia y el papel de las fuerzas españolas que seguirían allí estacionadas. Insistía Macías en que esas transferencias no habían sido negociadas con él. Yo le respondía que se trataba de papeles ineludibles pero transitorios, en los cuales se decía claramente que el futuro gobierno de la Guinea Ecuatorial y el de España establecerían más tarde textos definitivos. La cosa se resolvió al aceptar Macías mi propuesta de introducir los papeles preparados en unas solapas que los calificaban de "provisionales". Al volver a nuestra residencia pude anunciar a Manuel Fraga, quien representaba al Estado español en los actos, que la dificultad se había superado. Cuando quise contarle las incidencias de la negociación me cortó de manera tajante aunque cordial: sólo le importaba el resultado, por el que me felicitaba. Le dije también que habíamos tenido noticia de un proyecto de discurso de Macías gravemente inamistoso, aunque creíamos que se inclinaría finalmente por un papel más aceptable. Así fue.



Macías me consultó algunas cosas en el largo rato que pasé con él aquella mañana. Me enseñó un organigrama muy detallado, al estilo de López Rodó, de su futura administración en el que figuraban tantos ministros como en el Gobierno español y densas ramas de subsecretarías, direcciones generales, secretarías generales técnicas e, incluso, subdirecciones generales. Tuve que decirle que el país nunca podría permitirse una administración tan tupida. Idéntica densidad burocrática en España daría un gabinete con varios millares de ministros. No se mostró contento ya que buscaba convertir en burócratas al mayor número posible de parientes tribales y de enemigos potenciales. Asomó así por vez primera un problema que al pasar las semanas sería gravísimo.



Pidió mi consejo sobre la conveniencia o no de ascender inmediatamente a capitanes a los alféreces guineanos. No me resultaba fácil contestarle porque alguno de ellos no andaba lejos. Unos alféreces procedían de Zaragoza, donde habían hecho los dos cursos de la Academia General, mientras otros eran antiguos suboficiales. La mayor parte de estos estrategas incipientes no eran amigos políticos suyos. Le dije que los fuese promoviendo lentamente para que no se sintiesen defraudados pero que tuviese en cuenta las consecuencias, en países vecinos, de las apetencias de poder de los militares. Este consejo mío lo siguió, a diferencia de lo que hizo con otros. Sin duda porque iba en el camino de su desconfianza congénita.



En la tarde del mismo doce de octubre se proclamó la independencia de la Guinea Ecuatorial en una ceremonia solemne y sin incidentes. Nos emocionamos tanto Fraga como yo al arriarse la bandera española. Inmediatamente después presenté mis cartas credenciales y le fue impuesta a Macías la Gran Cruz de Isabel la Católica.



Tenía yo instrucciones del almirante Carrero de organizar en la Embajada la imposición a Bonifacio Ondó, candidato derrotado y hasta la víspera presidente del gobierno autónomo, de la Gran Cruz del Mérito Civil. Era un gesto noble pero, conocida la psicología maciana, peligroso. Para limitar sus consecuencias negativas rogué al ya presidente de la República que asistiese al acto, lo que sólo podía tener ventajas para él: quedaba ante todos como un vencedor magnánimo y callaba la boca de quienes pretendiesen sacar punta contra Macías a la condecoración a Ondó. Aunque prometió ir, no acudió.



Unos días después me convocó Macías a la casa en que vivía provisionalmente. Tenía encima de la mesa una serie de cartas, de las que me leyó párrafos, en lasque se denunciaban supuestas conspiraciones, con complicidades españolas algunas, para derrocarlo y poner en su lugar a Bonifacio Ondó. Traté de persuadirlo de que no hiciese caso de esas denuncias, venidas de personas que trataban de ganarse así su confianza. Necesitaba, eso sí, un buen servicio de información, que Madrid le podría proporcionar.



Este episodio me parece revelador de la personalidad enferma de Francisco Macías. Era aguerrido pero miedoso, crédulo pero receloso. La noche de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales la había pasado oculto en casa de un comisario de policía español por miedo a ser asesinado. Estas características, al acentuarse, hicieron de él uno de los gobernantes más sanguinarios de nuestro tiempo. Sanguinario por desconfiado.



En una de las primeras visitas que le hice planteó el deseo de disponer a su antojo de las compañías de la Guardia Civil que seguían estacionadas en Guinea. No se fiaba de su propio ejército, la Guardia Nacional, que antes había sido llamada "Territorial" y antaño "Colonial". La Guardia Nacional tenía, junto a oficiales españoles, algunos guineanos que eran de obediencia atanasiana. Le contesté que las fuerzas españolas sólo podrían ser empleadas para las funciones previstas en los acuerdos de transferencia.(2)

Macías trataba de copiar, excluido el paternalismo que no entraba en su naturaleza, el autoritarismo y la arbitrariedad de los antiguos gobernadores españoles. Eran sus modelos y sólo les reprochaba su tez. Cuando más adelante empezó a expulsar españoles con un plazo de setenta y dos horas, respondió a mis protestas que si lo habían hecho los gobernadores españoles también lo podía hacer él, Jefe de un Estado independiente. Traté, pobre de mí, de explicarle que la independencia tenía, junto a sus grandezas, sus servidumbres y que los países miembros de las Naciones Unidas habían de seguir las normas del Derecho de Gentes. Música celestial para los sordos oídos de Francisco Macías.

Llevaba el mimetismo a todos los terrenos. Guardar las formas de los colonizadores era más importante para él que ser fiel a las costumbres africanas. Uno de los factores que lo radicalizaron, tiempo antes de la independencia, fue la imposibilidad de obtener la anulación de su primer matrimonio, lo que le impidió casarse por la iglesia con su segunda mujer. Hubiese deseado una boda en la catedral de Santa Isabel con la novia de blanco y las autoridades coloniales de uniforme. Este mimetismo le jugó una mala pasada en Bata, pocos días después de la Independencia. Llevó tan lejos su afán de seguir el precedente colonial que, olvidándose de la nueva situación, terminó una arenga con las frases rituales de adhesión inquebrantable a "nuestro glorioso Caudillo", de las que tuvo que desdecirse en cuanto regresó a la realidad.



No toleraba compartir con nadie la herencia del poder colonial, que quería asumir solo. La embajada de España, como era lógico e inevitable en esa situación post-colonial, inspiraba un respeto especial, que rayaba a veces con el servilismo. Los ministros guineanos se ponían de pie cuando entraba un guardia civil. Solía Macías, en los primeros meses, visitar poblados de Fernando Póo. No me invitaba a estas excursiones, ni tenía por qué. Atanasio Ndongo, sin consultar con Macías, me dijo que fuese con él en su coche a una de esas giras por estar invitado también un alto funcionario del Departamento de Estado de Washington.

Los niños de las escuelas habían sido movilizados para que ovacionasen al autócrata por el camino. Recuerdo que en contraste con el calor ecuatorial cantaban, al tiempo que agitaban banderas de papel con los colores guineanos, cierta canción alusiva a una casita en Canadá. A lo utópico siguió lo anacrónico puesto que al entrar en el poblado pasamos bajo un enorme letrero, usado sin duda en ocasiones anteriores, que daba la bienvenida ¡al Gobernador General! Eso debió forzar a Macías a poner, como hizo después, las cosas en su punto. El Presidente arengó a la población desde el balcón principal del ayuntamiento. Después presentó a algunos de sus acompañantes y finalmente a mí con unas palabras que voy a tratar de reconstruir: "Os voy a presentar al embajador de España. Venga Vd. aquí, don Juan. A este señor me lo ha mandado el gobierno de Madrid para que se entienda conmigo. Como yo mandaré a otro señor a España para que se entienda con mi colega Franco. Pero no es este blanco (señalándome con el pulgar de su mano izquierda) quien manda en Guinea. Quien manda aquí es un negro y ese negro (dándose cachetes en los carrillos) soy yo, Francisco Macías".

En uno de mis viajes a Madrid fui recibido en audiencia en el Pardo. Al contar a Franco que Macías lo llamaba "colega" le entró una risa convulsa que tardó algún tiempo en amainar.



Tuve un primer problema personal con Macías. A quienes componían el servicio doméstico de la Comisaría General se les había dado la opción de pasar a la presidencia o a la embajada. Aunque todos, no queriendo servir a quien sirvió, preferían la Embajada algu­nos se quedaron con el Presidente por temor a represalias. Les seguimos pagando durante algún tiempo pero tuve que anunciar a Macías que más adelante tendría que pagarlos él. Al dolerse de la falta de generosidad española entré en su lógica recelosa y le dije que si quería personas de confianza en su servicio inmediato no debería tolerar que estuviesen a sueldo de un país extranjero.

El hecho es que el personal que había quedado a nuestro servicio empezó a ser acusado por quienes habían continuado en Palacio de traicionar a la Guinea Ecuatorial. Afectado por ello el mayordomo de la Embajada, cargado de copas una noche, trató de defenderse de estas acusaciones en voz demasiado alta ante los centinelas del palacio presidencial. Fue inmediatamente encarcelado. Pedí a Macías, no como representante de España sino a título personal, que perdonase al pobre mayordomo, a quien conocía muy bien y con el que tenía vínculos tribales. Yo esperaba una reacción humana y obtuve una reacción mimética. Levantando la voz me preguntó si Franco hubiese aceptado que un servidor de la embajada de Guinea protestase a gritos a altas horas de la noche a las puertas del Palacio del Pardo. Se consideraba ofendido por mi gestión y destituyó al jefe de Protocolo por haberme arreglado la audiencia. Sólo logré que readmitiese a su colaborador, porque el mayordomo siguió meses en el calabozo, donde le llevábamos la comida todos los días. Casi diez años después, cuando lo daba por muerto, tuve la alegría de recibir carta suya desde el Camerún.

Visitaba yo a Macías con mucha frecuencia. En una ocasión me dijo que estaba informado de que el general Franco no recibía a los embajadores, lo que estaba pensando imitar. Tuve que decirle que cuando pedía verlo no era por razones protocolarias sino para superar, en beneficio de Guinea y de España, los problemas que se presentaban.



Aconsejé a Madrid que, puesto que había sido elegido el candidato que no deseábamos -ni en la Presidencia ni en Exteriores-, hiciésemos de tripas corazón con los gestos necesarios para atenuar, en lo posible, sus recelos. Pero hubo poco que hacer porque prevalecía la idea de que, obtenida la independencia, la Guinea había dejado de ser un tema español.



Pero Macías no era nuestro único problema en Guinea. Cada mañana, en los cinco meses de mi misión, se planteaban varias cuestiones insolubles. Y algunas, atípicas y triviales, que alcanzábamos a resolver. Como la que contaré ahora antes de entrar en materias cada vez más graves y dramáticas. Tenía la Guardia Nacional su principal acuartelamiento cerca de la Embajada, lo que me forzaba a soportar los estridentes ensayos de su banda. Una mañana creí oír los compases imperiales de Haydn. Intrigado, mandé a uno de mis compañeros para que averiguase las razones de tan sorprendente opción musical. Volvió con la explicación de que preparaban el himno nacional de los Estados Unidos, para tocarlo en la presentación de credenciales de su embajador. Mi intervención, que nadie por supuesto agradeció, impidió que el enviado yanqui fuese recibido a los acordes del ¡Deutschland über alies!



Quiero recordar aquí la ayuda que tuve de mis colaboradores diplomáticos Mariano Baselga, José Maeso y José Cuenca. Éramos una familia unida por la intemperie. Familia a la que se unió el agregado militar, Eduardo Alarcón, gran militar y formidable amigo, el capitán de fragata Molla, comandante de la "Descubierta", así como los asesores españoles de la presidencia guineana. Teníamos la can­cillería en mi residencia donde también vivían, al final como en esta­do de sitio, algunos de mis colaboradores.



Los problemas estructurales del nuevo Estado eran inmensos. Su economía sólo era viable mientras subsistiese el régimen proteccionista que beneficiaba a colonizados y colonos a costa del erario español. Para ello hubiese sido necesario contar con un presidente dispuesto a mantener estos vínculos con España sin miedo a ser acusado de dejar neocolonizar el país. Éste, evidentemente, no era el caso de Macías. La producción de madera en Río Muni debía ser limitada si se quería evitar que el bosque quedase definitivamente esquilmado. La producción de cacao sólo era posible con mano de obra extranjera y la presencia de unos treinta mil braceros nigerianos en Fernando Póo, la mayor parte de origen ibo, planteaba un grave problema político en plena guerra de Biafra.



Siendo malas las perspectivas económicas a largo plazo, a corto plazo eran dramáticas. En la misma mañana del día de la Independencia había quedado ya claro, -lo vimos- el propósito de Macías de inflar la burocracia estatal. Así se hizo y el primer presupuesto se anunciaba con un agujero de quinientos millones de pesetas. Se creían los gobernantes guineanos con derecho a exigir a España esta cantidad, y aún mucho más, por la supuesta existencia de un "tesoro guineano" depositado en Madrid del que se sentían herederos. Y de ello me hacían responsable personalmente. El ocho de diciembre, dos meses después de la Independencia, aseguró Macías en un discurso que si España no le ayudaba a resolver los problemas económicos del país "echaría al embajador".

Mi ministro Castiella, cuando le expliqué la gravedad de los problemas presupuestarios de Guinea, habló con su colega de Hacienda, Juan José Espinosa, al que fui a ver. No era fácil mi gestión porque uno de los argumentos empleados a favor de la independencia de Guinea era que con ella se reducirían los gastos que nos producía la colonia. Y lo que yo pedía era que estos gastos aumentasen. Espinosa comprendió la importancia política del asunto y me ayudó muchísimo. Una misión del ministerio de la calle de Alcalá vino a Guinea, donde los funcionarios españoles de Hacienda habían preparado muy bien sus papeles. Venía esta misión apoyada por una carta de Franco a Macías en la que le prometía la ayuda del Gobierno español para superar esta primera crujía económica. Yo mismo, que nunca he sido capaz de llevar mis propias cuentas, contribuí a la redacción de un proyecto de presupuesto para la Guinea Ecuatorial. Nuestra idea, basada en la diferencia que establecía la Constitución guineana entre gastos ordinarios y gastos de ayuda y colaboración, consistía en que la aportación española se dedicase a los capítulos de educación, sanidad e infraestructuras, mientras los gastos "burocráticos" se afrontarían con los ingresos fiscales guineanos. Pero el déspota quería que pusiésemos los quinientos millones encima de su mesa para dedicarlos a los gastos improductivos que le viniesen en gana. Nuestra deseo de que el presupuesto beneficiase a los más necesitados y contribuyese al desarrollo del país lo consideraba rechazable intromisión neo-colonialista.

Buscó también Macías otras fuentes financieras. Pretendió, con amenazas, provocar la munificencia de los finqueros. Cayó después en una extraña combinación que encajaba en el mundo de la picaresca. Unos españoles, aspirantes a caballeros de industria, le hicieron creer qué podía constituirse un "Banco de Guinea" con respaldo privado internacional. Querían que los fondos españoles de ayuda garantizasen la claramente oscura operación. Ya he contado cómo Macías podía ser, junto a desconfiado, candorosamente crédulo. Hice lo posible por ponerlo en guardia y le dije que con la aventura bancaria que le proponían no se trataba únicamente de dañar a España, sino también de engañarlo a él. Le insistí en la buena voluntad del Gobierno español para ayudar al guineano a superar el bache económico. Pero los promotores del "Banco de Guinea" se encargaron, tarea no demasiado difícil, de alentar el recelo del autócrata hacia el embajador de España.(3)



No era éste, con ser gravísimo, el único problema con que tenía que enfrentarme. Enumeraré otros.



En julio de 1968 había quedado instalada en Santa Isabel una emisora de televisión que fue, llegada la independencia, causa de constantes complicaciones. Recibía yo muy frecuentes llamadas de ministros que se quejaban de que se les dedicase menos tiempo en los telediarios que a sus colegas. El ministro de Asuntos Exteriores protestó por un supuesto prejuicio a favor de los palestinos en los comentarios internacionales. (Supimos después que la delegación guineana ante las Naciones Unidas recibía fondos israelíes). Para acabar con estas reclamaciones propuse que el gobierno de Santa Isabel nombrase un director guineano responsable de los telediarios. Como era de temer no se pusieron de acuerdo entre ellos sobre la persona adecuada. Después de mi marcha hubo una ocasión en que el personal español de la televisión fue llevado ante un pelotón de ejecución que no llegó a cumplir su cometido: se trataba de una macabra advertencia. La obsesión por los contenidos políticos de la información televisada es universal pero en el caso guineano fue, ciertamente, extremada.



El aeropuerto de Santa Isabel nos trajo muy incómodas complicaciones. El ministro de Obras Públicas guineano, antiguo empleado del aeropuerto, había almacenado resentimientos de los que quería desquitarse. Hizo la vida imposible a los españoles encargados de la buena marcha técnica del campo. Estas constantes interferencias ponían en riesgo su funcionamiento. Los funcionarios españoles sólo querían garantizar la seguridad de los aterrizajes y despegues, lo que el ministro interpretaba como afán neo-colonialista.



Hubo gravísimas dificultades con la sanidad. Los médicos guineanos querían dirigirla desde Santa Isabel y Bata y dejar a los facultativos españoles, en el bosque. Tuvieron que actuar nuestros compatriotas en condiciones muy precarias y en un clima de coacción insostenible. Macías dijo más tarde, para justificar la expulsión de nuestros doctores, que los médicos eran innecesarios ya que cuando actuaban los hechiceros también se moría la gente. Afirmación, como tal, poco controvertible.



En muchos de estos problemas había, sin duda, cierto grado de responsabilidad española. Los funcionarios que habían vivido la etapa colonial debían haber sido cambiados. Mis esfuerzos por conseguirlo pincharon en hueso. En muchos departamentos el escribiente pasaba a ser ministro y ocupaba la casa y el coche del director español, que quedaba a sus órdenes. Pude lograr, para aminorar los daños, que fuesen enviados de Madrid, para asesorar al presidente Macías, dos personas de valía excepcional: el magistrado Rafael Mendizábal y el abogado del Estado Félix Benítez de Lugo. A pesar de su inteligencia, su competencia y su buena voluntad fueron totalmente marginados y su influencia sólo se reflejó en la excelente redacción de las disposiciones legislativas y administrativas. Cuando se hubieron ido, sus discípulos llegaron a absurdos tan divertidos como el decreto que, en muy correcta prosa administrativa, declaraba fuera de la ley el confusionismo en el territorio de la República de Guinea Ecuatorial.

Hubo una cicatería inicial por parte española que estimuló los enfermizos recelos de Macías. No hablo ahora del grave conflicto presupuestario sino de algunos gestos simbólicos que hubiesen indicado a Macías que no era malquisto por Madrid. Pensaba yo en Francia, que halagaba (en casos como el del Emperador Bokassa hasta el absurdo) a los gobernantes de sus antiguas colonias con atenciones y privilegios. El precio del automóvil que se proporcionó a Macías fue descontado de los fondos de ayuda. No se cedió a los guineanos una casa en Madrid para instalar su embajada lo que, aparte del resentimiento consiguiente, hizo gravitar excesivamente la carga de nuestras complejas y difíciles relaciones sobre la representación española en Santa Isabel, Y, por supuesto, no se produjo invita­ción alguna al Presidente para visitar en España a su "colega". Todo esto era difícil de obtener de un gobierno gravemente escindido en el que Castiella había perdido fuerza y sólo se mantenía por la resis­tencia del Jefe del Estado a los cambios ministeriales.

Las cosas no hubiesen tenido probablemente remedio, porque la personalidad de Macías se fue degradando con el poder. Sekú Turé, Mobutu, Idi Amin, Bokassa, una serie de personalidades frenéticas que en África se han impuesto por su mayor determinación, responden a una tipología especial. Vi años después una película documental sobre Idi Amin en la que el déspota ugandés ostenta un gesto benévolo detrás del cual empieza a crecer la furia: la sonrisa sigue en los labios cuando la ira ya está en los ojos. Me impresionó esta escena porque en Macías había observado reacciones idénticas. Estas consideraciones podrían parecer contagiadas de racismo si no tuviésemos presente que uno de los países más civilizados de Occidente se dejó también arrastrar por la furia criminal de un paranoico.

Los países que han sido colonizados nunca tienen una relación natural con la antigua metrópoli. Tienden a hacerla responsable de todo y si solicitan a veces su intervención protectora rechazan otras cualquier gesto de apoyo. En una ocasión acompañé a un grupo oficial guineano, a cuyo frente estaban el vicepresidente de la República y el ministró de Asuntos Exteriores, a visitar al general Alonso Vega, ministro de la Gobernación. Don Camilo, que ya estaba viejo, dijo, dirigiéndose a mí, lo siguiente: "Mire usted, embajador. De estos señores de Guinea habrá uno que toque el violón, otro el violín y otro el trombón. Pero alguien debe llevar la batuta y ése es usted". Preocupado por el efecto de estas palabras traté de explicárselas a la salida a mis amigos guineanos como muestra del gran interés del general por su país. Vi que mi aclaración era innecesaria: estaban encantados con la visita y con lo que habían oído. Semanas más tarde un gobernante guineano, que no había estado en la visita a don Camilo Alonso, me sorprendió al proponerme que reuniese a los ministros de cuando en cuando, en consejillos informales para darles orientaciones. Me imagino la reacción, en este caso justificada, de Macías si yo hubiese tenido la temeridad de invadir así sus competencias.

Una cuestión internacional con la que tuvo que enfrentarse la nueva república, fue la guerra de secesión de Biafra. en la que, no sin lógica, tomaron partido por Lagos. Esto les llevó a interrumpir los vuelos humanitarios a Biafra que, con anuencia española, llevaba a cabo la Cruz Roja desde Santa Isabel. Lo que no dejaba de tener un cierto carácter explosivo cuando la mayor parte de los braceros nigerianos en Fernando Póo eran de etnias vinculadas a la secesión biafreña. Estos braceros, además, encontraban dificultades para seguir transfiriendo sus ahorros a Nigeria. Había también en Santa Isabel un número pequeño, pero influyente, de comerciantes hausas identificados con la unidad de Nigeria.

En enero de 1969 me informó el ministro de Asuntos Exteriores, Atanasio Ndongo, de que pensaba asistir a la toma de posesión del Presidente Nixon en Washington. Comenté que me parecía de perlas pero que debía tener en cuenta que a esos actos no iban jamás delegaciones extranjeras por lo que podría encontrar dificultades o desaires. El protocolo norteamericano se las arregló para que no fuese así y Atanasio volvió encantado. Mis relaciones con Atanasio Ndongo pasaron por algún momento difícil. Aunque yo tratase de tenerlo siempre al corriente, le irritaba que negociase las dificultades, cada vez más frecuentes, directamente con Macías. Dado el poder personal que había asumido Macías y su hostilidad hacia Ndongo era la única manera de intentar conseguir algo. En una de mis visitas a Atanasio lo encontré extrañamente distante. Me dio la impresión de que conocía una comunicación mía a Madrid que hablaba de él. Supe después que un colaborador español de Ndongo había visitado a un funcionario menor de la dirección general de África en la Cárcel de Corte, quien se había ausentado unos minutos dejando sobre su mesa una carta mía con comentarios sobre la personalidad compleja del ministro guineano y su adicción a los estupefacientes.

Las perspectivas para los españoles en Guinea eran cada vez más inciertas. Es comprensible que arreciasen sus críticas contra el embajador como representante de un gobierno por el que se creían abandonados. Recibí cartas anónimas. En una de ellas un estimable compatriota me calificaba, entre otras lindezas, de "eunuco". No es imposible que fuese la misma persona que al estallar la crisis de febrero me acusó de haber puesto en peligro a los españoles "por defender un trapo".

Ya he contado cómo Macías empezó a expulsar españoles, al estilo colonial, sin motivo alguno. En algunos casos a los funcionarios que pensaba podían estorbar la tristemente pintoresca operación del "Banco de Guinea". Lo más grave fue la aplicación de una nueva figura: la expulsión con retención. Se impedía en efecto al funcionario expulso salir de Guinea sin un permiso especial, que se retrasaba indefinidamente. Con todos los españoles como rehenes potenciales estábamos al borde de la crisis, de la que paso a hablar con detalle.



Durante los cuatro primeros meses el Presidente Macías había regateado su presencia en el Continente, sintiéndose más seguro en Santa Isabel. Pero se fueron dando circunstancias que lo obligaron a modificar esta actitud.



En Fernando Póo le intimidaba el descontento de los braceros nigerianos, el sector más numeroso de la población. En Río Muni, según le habían dicho, su ausencia estimulaba una agitación que podía volverse contra él si no se ponía a su frente. La popularidad de Ondó, además, seguía siendo grande en sus antiguos feudos. Este problema, como tantos otros, acabaría resolviéndolo mediante el asesinato, tras la entrega de Ondó por el Camerún.

Los partidarios de Atanasio Ndongo se sentían perjudicados por el reparto de sinecuras en la coalición gubernamental y unos pocos oficiales guineanos de la Guardia Nacional esperaban el momento de alzarse. El partido llamado "Idea Popular de la Guinea Ecuatorial"
seguía fiel a Clemente Ateba y a sus viejos proyectos de federación con el Camerún. Este grupo, el más compacto y fanático, azuzaba a unas llamadas "Juventudes¡ Guineanas" constituidas por partidas de desempleados entregadas al pequeño bandolerismo y responsables de agresiones cada vez más frecuentes y graves contra súbditos españoles. Cuando planteé a Macías en Santa Isabel la necesidad de cortar estos desmanes, me contestó que carecía de control sobre Río Muni. .

El 13 de febrero de 1968 salió Macías de Santa Isabel para emprender su tercer viaje a Río Muni desde la Independencia. Apenas llegado a Bata pronunció un discurso, al liberar a unos presos, lleno de amenazas para todos los españoles y ofensivo para nuestros oficiales de la Guardia Nacional, a los que insultó ante los nativos. Había decidido, en efecto, encabezar la demagogia antiespañola. Emprendió una gira por el Continente en la que atacó especialmente a los españoles madereros, mostrándose a veces más moderado respecto los que llamaba "españoles de clase media". Lo acompañaban a todas partes, en camiones, miembros de las "Juventudes" que alentaban un clima de excitación nacionalista a costa de los residentes españoles.



El sábado 15 de febrero nos plantearon por primera vez la "multiplicidad" de banderas españolas. Desde el 12 de octubre sólo ondeaban en Bata tres, sin protesta alguna: en el acuartelamiento de la Guardia Civil, en la cancillería consular, y en la residencia del cónsul general. No había más banderas españolas en todo Río Muni.

Entre las casas que el Estado español había retenido en Guinea, según los acuerdos firmados el día de la Independencia, estaba la que había sido residencia del capitán de la Guardia Territorial, que pasaba a serlo del cónsul general. Era esta casa objeto de los celos y de las apetencias del comandante Tray.

Algo conviene decir de este personaje, que desempeñó en aquellos días un papel determinante al poner a Macías en el disparadero. Juan Tray, falangista voluntario en 1936, terminó la guerra como alférez provisional. Hechos los cursos de transformación era en 1968 comandante en el ejército español y el militar guineano de mayor graduación, ayudante de campo del Comisario General. Se caracterizaba por la unción con que abría a sus superiores, entre ellos a mí, las puertas del coche.



Macías, que no desconfiaba de él por considerarlo inofensivo, le ascendió a teniente coronel y le puso al frente de su Casa Militar. Su actividad principal era la de turiferario del Presidente. Hombre de pocas luces, fue. presa de una megalomanía creciente impulsada por el recuerdo de las vejaciones de las que creía haber sido objeto durante su inusitada carrera militar española.



Me había visitado en Santa Isabel para pedirme que gestionase su ascenso a coronel en el ejército español, que por cierto seguía pagando sus haberes. Me esforcé en escuchar con calma pretensión tan inaudita. Me figuro lo poco que hubiese durado Tray en el mundo de los vivos en la hipótesis, absurda, de haber logrado su aspiración: Macías hubiese visto en el coronel al hombre de Madrid llamado a derrocarlo.



Me inclino a pensar que fue Tray, para lograr un anhelo inmobiliario, quien espoleó a Macías haciéndole ver que era inadmisible que enfrente del antiguo Gobierno Civil, donde el presidente vivía cuando estaba en Bata, se alzase la residencia consular española, con su bandera y con los guardias civiles que la protegían. Alguien, al parecer, enseñó a Macías la información de un período de Brazzaville en la que se decía que Bata con tanta bandera bicolor (¡tres!) daba la sensación de estar ocupada por España. (Pude comprobar después que había muchas más banderas camerunesas y gabonesas que españolas en la capital de Río Muni).

El 15 de febrero el comandante Tray cruzó la calle para convocar al cónsul general de España por orden del Presidente. Como el cónsul general no estaba en la residencia sino en la oficina, ordenó Tray sin éxito al guardia civil de servicio que arriase una de las dos banderas consulares españolas. Macías se ausentó de Bata momentos después. El vicepresidente Bosío, por orden presidencial, convocó al cónsul general de España, Jaime Abrisqueta, para pedirle que retirase la bandera de su residencia. El cónsul general, hombre valeroso y leal, respondió que no podía tomar ninguna decisión sin instrucciones concretas del Gobierno a través del embajador.

Informado por él, pedí instrucciones a la Cárcel de Corte. Me contestaron de Madrid que aunque el mantenimiento de dos banderas consulares era perfectamente legal según los Convenios de Viena, la cuestión era negociable por la vía diplomática normal. Mientras se negociaba mantendríamos la práctica establecida.

El día l6 de febrero visité en Santa Isabel al ministro de Asuntos Exteriores, Atinaste» Ndongo. Le dije que el asunto de las banderas de Bata, como casi todos, era negociable y que podrían encontrarse fórmulas para que, dentro de la ley general de Guinea, no hubiese más que una bandera. El ministro, que aquel mismo día salió hacia Addis Abeba, se mostró de acuerdo con este criterio y con que no se arriase entretanto ninguna bandera. Idéntica gestión realicé con el vicepresidente Bosío, encargado en Santa Isabel del despacho de la presidencia de la República, y con el mismo resultado.



El domingo 23 regresó Macías del interior a Bata y se enfureció al comprobar que, de acuerdo con lo convenido en Santa Isabel con sus representantes, seguían ondeando las banderas españolas. Convocó al cónsul general Abrisqueta, al que en una violenta escena declaró persona no grata, y mandó al comandante Tray que enviase un piquete de la Guardia Nacional a la cancillería consular. Ocho soldados entraron en el jardín, treparon por la fachada y descolgaron la bandera que posteriormente sería entregada en la residencia del cónsul general.



El vicepresidente del Gobierno se. enteró inmediatamente de esta gravísima tropelía por un mensaje que le fue transmitido desde un barco mercante español fondeado en Bata. El almirante Carrero habló enseguida con Castiellla quien nada sabía aún, debido a las precarias y lentas posibilidades de comunicación de la embajada en Santa Isabel. De la conversación del vicepresidente con el ministro de Asuntos Exteriores salió un telegrama en que se me ordenaba actuar "de manera enérgica e inmediata".



En el acuartelamiento de la Guardia Civil se había tocado generala y las fuerzas esperaban instrucciones para intervenir. Una interpretación literal de las que yo tenía me hubiese permitido ordenar dicha intervención.

Veía sin embargo muy claro que una acción militar española en la Guinea recién independiente no era lo que quería el Gobierno español puesto que con ella nos hubiésemos encontrado con una crisis internacional y con la posibilidad de represalias sangrientas contra los españoles que vivían en las zonas no protegidas por nuestras fuerzas. Con toda la firmeza que fuese necesaria era preciso buscar una solución negociada para el problema de las banderas y para la expulsión del cónsul general, que habían creado enorme y justificadísima exasperación entre nuestros compatriotas. De acuerdo conmigo en todo momento, el coronel Alarcón ordenó a la Guardia Civil de Bata que no se moviese.



Como nada podía resolverse en Santa Isabel decidí, después de solicitar nuevas instrucciones al ministerio de Asuntos Exteriores, pedir audiencia al Presidente de la República para el martes 25 de febrero, día en que se le esperaba en Bata después de un recorrido por Río Muni. El 24 había pronunciado Macías el más incendiario, hasta entonces, de sus discursos incitando a la población de Río Benito, adicta a Atanasio, a atacar a los madereros españoles "criminales" en lugar de enfrentarse al Gobierno de Guinea. Añadió lo siguiente: "El blanco lo que tiene que hacer es someterse pues si nos mandaron durante dos siglos ahora el negro también tiene que mandar al blanco y el que no quiera que se le mande que se vaya a su país".



Con la aprobación del ministerio de Asuntos Exteriores, había decidido la adopción de una postura de firmeza respecto al honor de la bandera, pero sin cerrar en modo alguno al Presidente la posibilidad de una salida airosa. En cuanto llegué, en la mañana del 25, a la residencia consular quedó izada en ella la bandera española, pero hice llegar al mismo tiempo al Presidente, a través del secretario de embajada José Maeso una carta en la que se proponía una rápida solución negociada. La embajada de España estaba dispuesta a arriar una de las dos banderas si el Gobierno de Guinea dictaba una norma aplicable a todos los consulados. Otra fórmula alternativa sería que las banderas no ondeasen más que los días festivos. Rogaba por otra parte al Presidente que explicase al Gobierno español que -como suponía ser evidente- no había sido su intención ofender el honor de España, su ejército, o su gobierno. También pedía que se reconsiderase la declaración de persona no grata del cónsul general, por el carácter gravé y extraordinario de tal medida.

Me recibió el Presidente en presencia del obispo de Bata y del ministro de Educación José Nsué (4). Empezó diciéndome que consideraba inadmisible que en vez de traerle los quinientos millones de pesetas que necesitaba le plantease asuntos sin importancia como el de la bandera, tanto más cuando ésta no había sido quemada sino cuidadosamente doblada. No aceptaba protestas ni reclamaciones porque era a él a quien correspondía protestar por la multiplicidad de banderas. Siendo él quien mandaba en el país estaba en su derecho de quitar todas las banderas que le viniesen en gana y de echarnos de las casas que ocupábamos. La Guardia Civil debía abandonar el país por estar compuesta de asesinos. Todos los oficiales españoles de la Guardia Nacional, incluso su jefe, eran traidores a Guinea. La embajada de España tramaba una conspiración para derribarlo con la complicidad de los madereros, que habían puesto una bomba en Mongomo para intentar asesinarlo. Yo, aún siendo "buena persona", no representaba a España sino a esos empresarios forestales a los que había ayudado para tratar de hacer triunfar en las elecciones a Bonifacio Ondó, por lo que no podría seguir en la Guinea Ecuatorial. Todo esto lo dijo Macías en tono fríamente airado.

Le contesté que el honor de la bandera de España no era cuestión baladí y que el Presidente hubiese reaccionado de parecida manera si se hubiesen ofendido sus colores. Que mi intención había sido acordar una solución honorable. Que entre países soberanos los
asuntos se negocian y no se resuelven mediante decisiones unilaterales. El propio Jefe del Estado español no tenía la facultad de dar órdenes al encargado de negocios de Guinea en Madrid. Le recordé mis esfuerzos constantes para resolver los incidentes planteados de
manera amistosa y cómo en ocasiones había actuado, y eso lo sabían bien sus ministros, como abogado en Madrid de los intereses de Guinea.

Rechacé las acusaciones contra los militares españoles. Me esforcé en mantener la calma y en hablar en tono respetuoso. Le dije finalmente que el Gobierno español deseaba seguir ayudando al pueblo guineano en sus primeros pasos independientes, y que también lo deseaban los españoles residentes en Guinea. Pero que ello no sería posible a costa del honor de España y de la seguridad de sus súbditos.

La cuestión de la bandera, que había desencadenado la crisis, quedó superada puesto que el Presidente firmó una orden, cuya redacción había preparado yo, por la que de acuerdo con lo sugerido por nosotros se establecía que en todas las representaciones diplomáticas y consulares extranjeras no hubiese más que una bandera. En cuanto recibí este papel hice arriar la bandera de la residen­cia consular, que es la que había causado la irritación presidencial. Fui llamado por Macías una segunda vez en presencia, no ya del Obispo sino del ministro de Justicia Jesús Eworo (5), para hablarme de una supuesta huelga de maestros. (Lo que había sucedido en realidad era que los alumnos blancos, ante el clima de inquietud, no habían ido a las escuelas).



Una tercera vez me llamó el Presidente para comunicarme formalmente que era persona no grata y debía abandonar el país. Apenas había vuelto a la residencia consular, me visitaron el ministro de Justicia, y el comandante Tray para darme un escrito, sin duda preparado con anterioridad, ordenándome la evacuación inmediata de dicha casa, cuya ocupación era contraria "a la soberanía de Guinea". Consideré que este escrito, por su contenido y su tono inadmisible, impedía, al menos de momento, cualquier posibilidad de diálogo. Dije al ministro y al comandante que la cuestión de la casa tenía menor, importancia pero que intentar expulsarnos de ella era una gravísima ofensa al Estado español que yo representaba.

La crisis había estallado a pesar de haberse resuelto el problema de las banderas. Quiere esto decir que sus causas eran otras. En primer lugar el hueco presupuestario de los quinientos millones de pesetas. (Ya había dicho Macías, en diciembre, que si no las recibía echaría al embajador de España). Como hemos visto, esta cuestión también estaba resuelta por la actitud positiva del ministerio de Hacienda de España, aunque hubiese que trabajar las modalidades de la ayuda. Fueron los españoles inspiradores del "Banco de Guinea" quienes persuadieron a Macías eje que nunca recibiría ayuda económica de Madrid. En cuanto al detonante concreto de la crisis, lo sucedido en la mañana del 25 de febrero parece indicar que las apetencias del comandante Tray por la residencia del cónsul general jugaron un papel fundamental. Dado nuestro ánimo negociador también se hubiese podido encontrar una fórmula para trocar por otra la residencia consular.

Si Macías no esquivó este enfrentamiento, sino que lo agravó, fue por una serie de motivos racionales e irracionales. Hemos visto cómo optó por ponerse al frente de los agitadores de Río Muni, antiespañoles pero enemigos suyos también. Al chocar con España lanzaba Macías un ¡viva Cartagena! que distrajo hacia nosotros la agitación. Calculó, y acertó en ello, que las fuerzas españolas no se moverían. Pero se equivocó muy gravemente al creer a quienes le decían que Guinea tenía otras fuentes de recursos internacionales que podrían sustituir a la ayuda española.



A lo largo de estas últimas páginas he ido señalando algunas características de la personalidad de Francisco Macías. En su identificación con los gobernadores coloniales no podía aceptar protestas de nadie por muy fundadas que fuesen. Cuanta menos razón tenía, más vehemente era su reacción. No había nada ya que hacer con él.

Ante lo que se nos venía encima pensé que nuestro deber principal era evitar una matanza de españoles. Así se lo dije a los oficiales de la Guardia Civil y de la Nacional que vinieron a verme al consulado. Les pedí que explicasen la situación a los españoles que estaban en el bosque y que los protegiesen, escoltando a los que, por sentirse amenazados, marchasen hacia Bata. En ningún caso debían realizar acto de ocupación militar.

A los oficiales de la Guardia Nacional calificados de traidores por Macías, les dije que a partir de ese momento su única lealtad debía de ser hacia España. Gracias a la presencia de ánimo del capitán Navarro, que mandaba en Bata la primera Compañía Móvil de la Guardia Civil se pudieron librar muchos españoles de las iras de las "Juventudes".

En esta tarea de protección de nuestros ciudadanos fue decisiva también la presencia en aguas de Bata de la fragata "Descubierta", que vino inmediatamente desde Santa Isabel con el coronel Alarcón a bordo. Este ejercicio de "diplomacia de cañonero" nos permitió disuadir sin ocupar. El coronel Eduardo Alarcón, con tanta inteligencia como entereza, negoció con Macías la salida de los españoles, militares algunos, que estaban en situación más difícil.

A mi regreso a Santa Isabel, en la misma tarde del 25, se habían , tomado algunas medidas de precaución para asegurar la seguridad y , el tráfico del aeropuerto mediante la Guardia Civil. Mi preocupación, era evitar cualquier actuación de nuestros guardias que no fuese imprescindible para la seguridad de los españoles. Consulté con los mandos militares y su opinión, prácticamente unánime, coincidía con la mía: convenía mantener las fuerzas móviles en reserva en espera de instrucciones concretas de Madrid. Entre tanto la presencia de la Guardia Civil debía ser lo más discreta posible a fin de evitar inci­dentes e impedir que Macías alegase, como lo hizo mendazmente en mensaje a las Naciones Unidas, que España recolonizaba por la fuerza de sus armas la Guinea Ecuatorial.

Tuve inmediatamente conversaciones con los ministros que estaban en Santa Isabel. Solamente los que eran de etnia fang se mostraron reticentes mientras los demás estaban entre apesadumbrados y espantados por la actitud de Macías. Siempre con el propósito de seguir dejando abierta las vías para una cada vez más improbable solución negociada, aseguré a los ministros, como era cierto, que las medidas precautorias adoptadas no implicaban amenaza alguna contra el Gobierno de Guinea.



Se produjo un grave incidente al disparar unos tiros al aire los guardias civiles que se sentían acosados por la Guardia Nacional, que se dio a la fuga. En vista de ello el comandante de la Guardia Civil y yo negociamos un modus vivendi con los ministros guineanos por el que quedaban en el aeropuerto cuatro guardias civiles y cuatro nacionales mientras se establecía una patrulla mixta para mantener la seguridad en la ciudad de Santa Isabel.

La noche del miércoles 26 transcurrió tranquila en Santa Isabel. Los ministros me convocaron para anunciarme que el Presidente había hecho un llamamiento a la calma y a la paz y pedirme que para evitar incidentes hiciera otro tanto. Me ofrecieron la radio para que dijese a los españoles que no corrían peligro.

Les repuse que antes de tomar una decisión de tal importancia debía examinar la situación real. De regreso a la Embajada pude comprobar que el supuesto llamamiento de Matías, difundido por la radio de Bata, aunque empleaba de pasada las palabras "paz" y "tranquilidad" era absolutamente inflamatorio y acusaba a la Guardia Civil y al propio representante de España de haber lanzado una conspiración contra el pueblo de Guinea. Enseñé el texto a los ministros, que fingieron no conocerlo, y les rogué que tomasen medidas para que no fuese difundido por la Radio de Santa Isabel puesto que sin duda provocaría el pánico de los españoles de la isla, que todos queríamos evitar. Los ministros estaban dispuestos a ello, pero recibieron instrucciones directas de Macías para que la radio isabelina repitiese constantemente el peligrosísimo texto.



Los españoles de Río Muni, muy justificadamente alarmados, habían decidido iniciar su repliegue hacia Bata. Hubiese sido irresponsable por mi parte tranquilizarlos y aconsejarles seguir en sus lugares de trabajo cuando Macías seguía azuzando a las turbas contra ellos.

Siempre por orden del Presidente se tomaron el jueves en Santa Isabel una serie de medidas que agravaron la situación y atemorizaron a los españoles. La Guardia Nacional ocupó el aeropuerto, del que -para evitar choques fatales- se había decidido retirar a los guardias civiles. La Guardia Nacional guineana, empezó a ocupar la ciudad y fueron distribuidas armas a algunos particulares. Guardias "nacionales" rodearon la Embajada de España. Dije al ministro de Obras Públicas, encargado de la Defensa Nacional, que sobre el Gobierno de Guinea recaía íntegramente la responsabilidad del pánico provocado por sus medidas.

Se transmitió el 28 un discurso de Macías de desenfrenada demagogia. La Guardia Civil y el embajador de España se habían converti­do en sus cabezas de turco. Es evidente que Macías (que antes había contado con la Guardia Civil como freno a la Guardia Nacional) se había dado cuenta de que con el incidente dé las banderas se había ganado de manera definitiva la hostilidad de las Compañías Móviles de la Guardia Civil.

Los ministros residentes en Santa Isabel, que a pesar de todo habían seguido manteniendo conmigo un diálogo cordial, empezaron a evitar, por orden de Macías, verme por separado y en nuestros encuentros tenían que estar presentes, vigilándose, los cinco.

Convocaron una vez al mínimo cuerpo diplomático, del que yo era decano, como único embajador. El ministro de Sanidad leyó un memorial en que se daba la deformada visión oficial de los hechos. Como no había nadie capaz de traducirlo se produjo una situación extraña que decidí romper. Con la máxima frialdad asumí el papel de intérprete y traduje al francés y al inglés lo leído en castellano por el ministro Pedro Econg, sin suprimir por supuesto las referencias poco gratas a mi persona. A continuación rebatí el memorial en los tres idiomas.

Entretanto Macías volvía a recorrer Río Muni con discursos cada vez más violentos. Dijo por ejemplo, el día 28 en Bindung que "el embajador de España sería tumbado". En discursos anteriores me había acusado de retener la famosa casa consular, de ordenar actos provocativos, de haber trabajado para que se aprobase la Constitución guineana en el referéndum y de haber apoyado a Ondó. "Ya no le queremos, hermanos" dijo refiriéndose a mí. Al mismo tiempo pedía -lo hizo también en telegrama al Jefe del Estado español- la retirada de la Guardia Civil.

No sin astucia el Presidente Macías había centrado sus ataques en el embajador sin involucrar en ellos al Gobierno español. Así se lo conté por teléfono a Castiella, quien me dijo que no lo tomase personalmente pues "no ofende quien quiere sino quien puede". Le contesté que en modo alguno estaba herido mi amor propio. Aunque Macías nunca había puesto plazo a mi salida de Guinea después del telegrama declarándome persona no grata, mi regreso a Madrid podía, al darle satisfacción, aliviar la tensión. Estaba claro que yo había perdido toda validez como interlocutor de Macías y mi único papel útil era el de fusible.



Aceptado este criterio fui llamado a Madrid, según la fórmula establecida, en consulta. Decidida mi marcha para el día primero de marzo fui convocado por los ministros guineanos que querían despedirse de mí. Lo hicieron de manera emocionada y contrita. Yo también me emocioné al darles un último abrazo. Todos fueron perseguidos más tarde por Macías y los más murieron por orden suya.

En el aeropuerto me encontré con Atanasio Ndongo, quien llegaba de España en el avión que yo iba a tomar. Insistió en que yo iba a Madrid para informar y que volvería muy pronto. No fue así.

En Barajas me recibieron muchos compañeros de la Carrera Diplomática que quisieron expresarme su solidaridad. Fueron momentos de emoción grande y compleja.



El día 5 de marzo dio Atanasio Ndongo su golpe de Estado, trágicamente fallido. Macías se refirió siempre a este hecho, incluso en su proceso, como "el golpe del embajador Duran". Alguna vez he dicho que si hubiese sido mío no habría fracasado. No había en esta "boutade" la menor petulancia puesto que hubiesen seguido "mi" golpe dos compañías móviles de muy aguerridos guardias civiles.



Mi primera embajada había sido, evidentemente, un fracaso. Los meses que pasaron hasta que tuve un nuevo destino fueron muy amargos. Los acontecimientos de Guinea pasaban por mi cabeza como una película en la que buscaba, obsesivamente, lo que hubiese podido hacerse de otra manera para alterar el triste resultado final.



Mis jefes y amigos no me abandonaron. Don Fernando María Castiella tuvo el gesto de solicitar y obtener para mí una importante condecoración.

Mis amigos guineanos, y los que lo habían sido menos, fueron cayendo asesinados. Sentí el dolor de estas muertes violentas. Incluso la de Francisco Macías, víctima de su locura y de quienes lo auparon a pesar de ella".

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(*) El t


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