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Invitado_Pepin_* |
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Juan Palomo
ALMUDENA GRANDES EL PAÍS Última 25-01-2010 En los muelles de Puerto Príncipe, miles de desesperados abarrotan los ferrys con la esperanza de volver a sus regiones de origen. Pies de fotos y voces en off hablan del masivo movimiento migratorio que despobló las zonas agrícolas de Haití en dirección a la capital. No suelen contar que, en 1995, el FMI obligó a su Gobierno a bajar el arancel a las importaciones de arroz, del 35% hasta el 3%. Ni que las subvenciones del Gobierno norteamericano permiten que el arroz producido en Arkansas sea más barato en Haití que el cultivado en el propio país. Ni que, por tanto, tres cuartas partes del alimento básico en la dieta de los haitianos, es importado. Sería interesante saber cuántas toneladas de ayuda y equipos de emergencia ha enviado a Puerto Príncipe Riceland Foods, la cooperativa agrícola de Arkansas que se ha hecho de oro a costa de arruinar a los antes mínimamente prósperos agricultores locales, para obligarles a emigrar a la ciudad que acaba de caérseles encima. Es posible que sus beneficios le hayan permitido una inversión mayor que las de las ONG que denuncian sus prácticas en nombre del comercio justo. Así se cerraría un círculo vicioso que siembra día a día, grano a grano, en Haití y muchos otros países pobres, una destrucción de magnitudes comparables a las que produce un terremoto de grado 7. Ahora, mientras Estados Unidos se afana en dominar la carrera del prestigio humanitario, sería el momento de preguntarle a los líderes mundiales que posan con gesto desolado ante las cámaras, si cabría una ayuda mejor, más generosa y eficaz para Haití, que devolverle el derecho a proteger su agricultura, imponiendo un arancel elevado sobre las importaciones de arroz. Esa iniciativa, destinada al fracaso, aparejaría el éxito de enseñarnos la verdadera cara de la solidaridad internacional. Y me temo que sería espantosa. http://www.elpais.com/articulo/ultima/Juan...elpepiult_1/Tes |
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Invitado_Maripili_* |
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Golpe de Estado silencioso
JOAQUÍN ESTEFANÍA EL PAÍS Economía 25-01-2010 Simon Johnson es un prestigioso economista norteamericano que da clases en la escuela de negocios del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Nada izquierdista, fue economista jefe del Fondo Monetario Internacional y acaba de publicar un libro, aún no editado en España, titulado 13 banqueros que es una de las críticas más despiadadas a la banca de inversión desde el corazón del sistema, por su papel en la crisis financiera. Desde hace meses circula profusamente por la Red un artículo publicado por Simon en la Atlantic Monthly, titulado "El golpe de Estado silencioso", cuya tesis es que la industria financiera americana ha capturado a la Casa Blanca, lo que explica su poder y lo ocurrido desde el verano de 2007. La reacción de Obama, plantando cara en sus declaraciones a los grandes banqueros, no sólo se entiende por las dificultades de los demócratas tras perder el control del Senado, sino por la sensación generalizada acerca del poder sin límites de la banca y por el mal uso de ese poder, a pesar de haber sido multimillonariamente ayudada con dinero público, liquidez sin cuento, avales y compras de activos. La hartura ciudadana, en medio de una larguísima recesión que conlleva altas tasas de paro y un empobrecimiento de las clases medias, es cada vez más explícita. Si existe un ámbito en el que la protección al consumidor es necesaria es en el de los ahorros de los ciudadanos, en los recursos que disponen ante un futuro incierto. Muchos no han entendido que el Estado, habiendo entrado mayoritariamente en el capital de las entidades para salvarlas de la quiebra, no haya ejercido a continuación los derechos políticos de las acciones que había adquirido, para evitar los abusos salariales, el riesgo especulativo desmedido, la altanería y falta de autocrítica de sus presidentes en las comparecencias parlamentarias, y la falta de crédito. Aunque restan concreciones y un calendario explícito para las reformas del sistema financiero y de los mecanismos de regulación, Obama ha anunciado tres grandes ideas fuerza, más allá del fortalecimiento de la Reserva Federal como principal institución reguladora: primero, un impuesto sobre el pasivo, con el objeto de recuperar hasta el último céntimo del dinero público aportado a la banca para su supervivencia; segundo, la separación de las actividades comerciales y de inversión de la banca, recuperando la idea de la ley Glass-Steagall (aprobada en medio de la Gran Depresión), que fue abolida por la Administración Clinton, lo que demuestra que no sólo los republicanos activaron la desregulación financiera que llevó al desastre. Por último, el troceamiento de las entidades más grandes, aquellas a las que no se puede dejar quebrar so pena de riesgo sistémico; muchos economistas han abierto un debate muy interesante: por qué tienen que ser privadas aquellas instituciones que no pueden caer y han de ser apoyadas por las muletas públicas en caso de riesgo. La reacción política de Obama, que ha sido apoyada por los dirigentes europeos, sean éstos de extracción socialdemócrata o conservadora, y por la opinión pública mayoritaria, se sustenta en los últimos abusos de la industria financiera: en cuanto las entidades han vuelto a los beneficios supermillonarios han recuperado las prácticas del pasado basadas en una innovación financiera desaforada, con operaciones opacas y fuera del balance; los escandalosos bonus récord a sus ejecutivos, en un momento en que se exigen sacrificios salariales al resto de los ciudadanos; y, sobre todo, la ausencia de líneas de crédito suficientes para empresas y familias. A ello se le ha unido un elemento coyuntural, pero de claro valor pedagógico: el cobro de comisiones a las transferencias de solidaridad con los afectados del terremoto de Haití (que también se manifestó durante los primeros días en los bancos españoles). En el fondo de este debate subyace el viejo dilema ya planteado por Max Weber sobre quién manda en última instancia en el mundo de la economía: los representantes elegidos por los ciudadanos o el planeta de los negocios. La hegemonía de la política o de la economía. La gobernanza en tiempos de la globalización. http://www.elpais.com/articulo/economia/Go...elpepieco_5/Tes |
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Invitado_Julian Navascues_* |
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#2763
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CITA The Quiet Coup Simon Johnson, a professor at MIT’s Sloan School of Management, was the chief economist at the International Monetary Fund during 2007 and 2008. He blogs about the financial crisis at baselinescenario.com, along with James Kwak, who also contributed to this essay. ONE THING YOU learn rather quickly when working at the International Monetary Fund is that no one is ever very happy to see you. Typically, your “clients” come in only after private capital has abandoned them, after regional trading-bloc partners have been unable to throw a strong enough lifeline, after last-ditch attempts to borrow from powerful friends like China or the European Union have fallen through. You’re never at the top of anyone’s dance card. The reason, of course, is that the IMF specializes in telling its clients what they don’t want to hear. I should know; I pressed painful changes on many foreign officials during my time there as chief economist in 2007 and 2008. And I felt the effects of IMF pressure, at least indirectly, when I worked with governments in Eastern Europe as they struggled after 1989, and with the private sector in Asia and Latin America during the crises of the late 1990s and early 2000s. Over that time, from every vantage point, I saw firsthand the steady flow of officials—from Ukraine, Russia, Thailand, Indonesia, South Korea, and elsewhere—trudging to the fund when circumstances were dire and all else had failed. Every crisis is different, of course. Ukraine faced hyperinflation in 1994; Russia desperately needed help when its short-term-debt rollover scheme exploded in the summer of 1998; the Indonesian rupiah plunged in 1997, nearly leveling the corporate economy; that same year, South Korea’s 30-year economic miracle ground to a halt when foreign banks suddenly refused to extend new credit. But I must tell you, to IMF officials, all of these crises looked depressingly similar. Each country, of course, needed a loan, but more than that, each needed to make big changes so that the loan could really work. Almost always, countries in crisis need to learn to live within their means after a period of excess—exports must be increased, and imports cut—and the goal is to do this without the most horrible of recessions. Naturally, the fund’s economists spend time figuring out the policies—budget, money supply, and the like—that make sense in this context. Yet the economic solution is seldom very hard to work out. No, the real concern of the fund’s senior staff, and the biggest obstacle to recovery, is almost invariably the politics of countries in crisis. Typically, these countries are in a desperate economic situation for one simple reason—the powerful elites within them overreached in good times and took too many risks. Emerging-market governments and their private-sector allies commonly form a tight-knit—and, most of the time, genteel—oligarchy, running the country rather like a profit-seeking company in which they are the controlling shareholders. When a country like Indonesia or South Korea or Russia grows, so do the ambitions of its captains of industry. As masters of their mini-universe, these people make some investments that clearly benefit the broader economy, but they also start making bigger and riskier bets. They reckon—correctly, in most cases—that their political connections will allow them to push onto the government any substantial problems that arise. In Russia, for instance, the private sector is now in serious trouble because, over the past five years or so, it borrowed at least $490 billion from global banks and investors on the assumption that the country’s energy sector could support a permanent increase in consumption throughout the economy. As Russia’s oligarchs spent this capital, acquiring other companies and embarking on ambitious investment plans that generated jobs, their importance to the political elite increased. Spam political support meant better access to lucrative contracts, tax breaks, and subsidies. And foreign investors could not have been more pleased; all other things being equal, they prefer to lend money to people who have the implicit backing of their national governments, even if that backing gives off the faint whiff of corruption. But inevitably, emerging-market oligarchs get carried away; they waste money and build massive business empires on a mountain of debt. Local banks, sometimes pressured by the government, become too willing to extend credit to the elite and to those who depend on them. Overborrowing always ends badly, whether for an individual, a company, or a country. Sooner or later, credit conditions become tighter and no one will lend you money on anything close to affordable terms. The downward spiral that follows is remarkably steep. Enormous companies teeter on the brink of default, and the local banks that have lent to them collapse. Yesterday’s “public-private partnerships” are relabeled “crony capitalism.” With credit unavailable, economic paralysis ensues, and conditions just get worse and worse. The government is forced to draw down its foreign-currency reserves to pay for imports, service debt, and cover private losses. But these reserves will eventually run out. If the country cannot right itself before that happens, it will default on its sovereign debt and become an economic pariah. The government, in its race to stop the bleeding, will typically need to wipe out some of the national champions—now hemorrhaging cash—and usually restructure a banking system that’s gone badly out of balance. It will, in other words, need to squeeze at least some of its oligarchs. Squeezing the oligarchs, though, is seldom the strategy of choice among emerging-market governments. Quite the contrary: at the outset of the crisis, the oligarchs are usually among the first to get extra help from the government, such as preferential access to foreign currency, or maybe a nice tax break, or—here’s a classic Kremlin bailout technique—the assumption of private debt obligations by the government. Under duress, generosity toward old friends takes many innovative forms. Meanwhile, needing to squeeze someone, most emerging-market governments look first to ordinary working folk—at least until the riots grow too large. Eventually, as the oligarchs in Putin’s Russia now realize, some within the elite have to lose out before recovery can begin. It’s a game of musical chairs: there just aren’t enough currency reserves to take care of everyone, and the government cannot afford to take over private-sector debt completely. So the IMF staff looks into the eyes of the minister of finance and decides whether the government is serious yet. The fund will give even a country like Russia a loan eventually, but first it wants to make sure Prime Minister Putin is ready, willing, and able to be tough on some of his friends. If he is not ready to throw former pals to the wolves, the fund can wait. And when he is ready, the fund is happy to make helpful suggestions—particularly with regard to wresting control of the banking system from the hands of the most incompetent and avaricious “entrepreneurs.” Of course, Putin’s ex-friends will fight back. They’ll mobilize allies, work the system, and put pressure on other parts of the government to get additional subsidies. In extreme cases, they’ll even try subversion—including calling up their contacts in the American foreign-policy establishment, as the Ukrainians did with some success in the late 1990s. Many IMF programs “go off track” (a euphemism) precisely because the government can’t stay tough on erstwhile cronies, and the consequences are massive inflation or other disasters. A program “goes back on track” once the government prevails or powerful oligarchs sort out among themselves who will govern—and thus win or lose—under the IMF-supported plan. The real fight in Thailand and Indonesia in 1997 was about which powerful families would lose their banks. In Thailand, it was handled relatively smoothly. In Indonesia, it led to the fall of President Suharto and economic chaos. From long years of experience, the IMF staff knows its program will succeed—stabilizing the economy and enabling growth—only if at least some of the powerful oligarchs who did so much to create the underlying problems take a hit. This is the problem of all emerging markets. Becoming a Banana Republic In its depth and suddenness, the U.S. economic and financial crisis is shockingly reminiscent of moments we have recently seen in emerging markets (and only in emerging markets): South Korea (1997), Malaysia (1998), Russia and Argentina (time and again). In each of those cases, global investors, afraid that the country or its financial sector wouldn’t be able to pay off mountainous debt, suddenly stopped lending. And in each case, that fear became self-fulfilling, as banks that couldn’t roll over their debt did, in fact, become unable to pay. This is precisely what drove Lehman Brothers into bankruptcy on September 15, causing all sources of funding to the U.S. financial sector to dry up overnight. Just as in emerging-market crises, the weakness in the banking system has quickly rippled out into the rest of the economy, causing a severe economic contraction and hardship for millions of people. But there’s a deeper and more disturbing similarity: elite business interests—financiers, in the case of the U.S.—played a central role in creating the crisis, making ever-larger gambles, with the implicit backing of the government, until the inevitable collapse. More alarming, they are now using their influence to prevent precisely the sorts of reforms that are needed, and fast, to pull the economy out of its nosedive. The government seems helpless, or unwilling, to act against them. Top investment bankers and government officials like to lay the blame for the current crisis on the lowering of U.S. interest rates after the dotcom bust or, even better—in a “buck stops somewhere else” sort of way—on the flow of savings out of China. Some on the right like to complain about Fannie Mae or Freddie Mac, or even about longer-standing efforts to promote broader homeownership. And, of course, it is axiomatic to everyone that the regulators responsible for “safety and soundness” were fast asleep at the wheel. But these various policies—lightweight regulation, cheap money, the unwritten Chinese-American economic alliance, the promotion of homeownership—had something in common. Even though some are traditionally associated with Democrats and some with Republicans, they all benefited the financial sector. Policy changes that might have forestalled the crisis but would have limited the financial sector’s profits—such as Brooksley Born’s now-famous attempts to regulate credit-default swaps at the Commodity Futures Trading Commission, in 1998—were ignored or swept aside. The financial industry has not always enjoyed such favored treatment. But for the past 25 years or so, finance has boomed, becoming ever more powerful. The boom began with the Reagan years, and it only gained strength with the deregulatory policies of the Clinton and George W. Bush administrations. Several other factors helped fuel the financial industry’s ascent. Paul Volcker’s monetary policy in the 1980s, and the increased volatility in interest rates that accompanied it, made bond trading much more lucrative. The invention of securitization, interest-rate swaps, and credit-default swaps greatly increased the volume of transactions that bankers could make money on. And an aging and increasingly wealthy population invested more and more money in securities, helped by the invention of the IRA and the 401(k) plan. Together, these developments vastly increased the profit opportunities in financial services. Not surprisingly, Wall Street ran with these opportunities. From 1973 to 1985, the financial sector never earned more than 16 percent of domestic corporate profits. In 1986, that figure reached 19 percent. In the 1990s, it oscillated between 21 percent and 30 percent, higher than it had ever been in the postwar period. This decade, it reached 41 percent. Pay rose just as dramatically. From 1948 to 1982, average compensation in the financial sector ranged between 99 percent and 108 percent of the average for all domestic private industries. From 1983, it shot upward, reaching 181 percent in 2007. The great wealth that the financial sector created and concentrated gave bankers enormous political weight—a weight not seen in the U.S. since the era of J.P. Morgan (the man). In that period, the banking panic of 1907 could be stopped only by coordination among private-sector bankers: no government entity was able to offer an effective response. But that first age of banking oligarchs came to an end with the passage of significant banking regulation in response to the Great Depression; the reemergence of an American financial oligarchy is quite recent. Of course, the U.S. is unique. And just as we have the world’s most advanced economy, military, and technology, we also have its most advanced oligarchy. In a primitive political system, power is transmitted through violence, or the threat of violence: military coups, private militias, and so on. In a less primitive system more typical of emerging markets, power is transmitted via money: bribes, kickbacks, and offshore bank accounts. Although lobbying and campaign contributions certainly play major roles in the American political system, old-fashioned corruption—envelopes stuffed with $100 bills—is probably a sideshow today, Jack Abramoff notwithstanding. Instead, the American financial industry gained political power by amassing a kind of cultural capital—a belief system. Once, perhaps, what was good for General Motors was good for the country. Over the past decade, the attitude took hold that what was good for Wall Street was good for the country. The banking-and-securities industry has become one of the top contributors to political campaigns, but at the peak of its influence, it did not have to Spam favors the way, for example, the tobacco companies or military contractors might have to. Instead, it benefited from the fact that Washington insiders already believed that large financial institutions and free-flowing capital markets were crucial to America’s position in the world. One channel of influence was, of course, the flow of individuals between Wall Street and Washington. Robert Rubin, once the co-chairman of Goldman Sachs, served in Washington as Treasury secretary under Clinton, and later became chairman of Citigroup’s executive committee. Henry Paulson, CEO of Goldman Sachs during the long boom, became Treasury secretary under George W.Bush. John Snow, Paulson’s predecessor, left to become chairman of Cerberus Capital Management, a large private-equity firm that also counts Dan Quayle among its executives. Alan Greenspan, after leaving the Federal Reserve, became a consultant to Pimco, perhaps the biggest player in international bond markets. These personal connections were multiplied many times over at the lower levels of the past three presidential administrations, strengthening the ties between Washington and Wall Street. It has become something of a tradition for Goldman Sachs employees to go into public service after they leave the firm. The flow of Goldman alumni—including Jon Corzine, now the governor of New Jersey, along with Rubin and Paulson—not only placed people with Wall Street’s worldview in the halls of power; it also helped create an image of Goldman (inside the Beltway, at least) as an institution that was itself almost a form of public service. Wall Street is a very seductive place, imbued with an air of power. Its executives truly believe that they control the levers that make the world go round. A civil servant from Washington invited into their conference rooms, even if just for a meeting, could be forgiven for falling under their sway. Throughout my time at the IMF, I was struck by the easy access of leading financiers to the highest U.S. government officials, and the interweaving of the two career tracks. I vividly remember a meeting in early 2008—attended by top policy makers from a handful of rich countries—at which the chair casually proclaimed, to the room’s general approval, that the best preparation for becoming a central-bank governor was to work first as an investment banker. A whole generation of policy makers has been mesmerized by Wall Street, always and utterly convinced that whatever the banks said was true. Alan Greenspan’s pronouncements in favor of unregulated financial markets are well known. Yet Greenspan was hardly alone. This is what Ben Bernanke, the man who succeeded him, said in 2006: “The management of market risk and credit risk has become increasingly sophisticated. … Banking organizations of all sizes have made substantial strides over the past two decades in their ability to measure and manage risks.” Of course, this was mostly an illusion. Regulators, legislators, and academics almost all assumed that the managers of these banks knew what they were doing. In retrospect, they didn’t. AIG’s Financial Products division, for instance, made $2.5 billion in pretax profits in 2005, largely by selling underpriced insurance on complex, poorly understood securities. Often described as “picking up nickels in front of a steamroller,” this strategy is profitable in ordinary years, and catastrophic in bad ones. As of last fall, AIG had outstanding insurance on more than $400 billion in securities. To date, the U.S. government, in an effort to rescue the company, has committed about $180 billion in investments and loans to cover losses that AIG’s sophisticated risk modeling had said were virtually impossible. Wall Street’s seductive power extended even (or especially) to finance and economics professors, historically confined to the cramped offices of universities and the pursuit of Nobel Prizes. As mathematical finance became more and more essential to practical finance, professors increasingly took positions as consultants or partners at financial institutions. Myron Scholes and Robert Merton, Nobel laureates both, were perhaps the most famous; they took board seats at the hedge fund Long-Term Capital Management in 1994, before the fund famously flamed out at the end of the decade. But many others beat similar paths. This migration gave the stamp of academic legitimacy (and the intimidating aura of intellectual rigor) to the burgeoning world of high finance. As more and more of the rich made their money in finance, the cult of finance seeped into the culture at large. Works like Barbarians at the Gate, Wall Street, and Bonfire of the Vanities—all intended as cautionary tales—served only to increase Wall Street’s mystique. Michael Lewis noted in Portfolio last year that when he wrote Liar’s Poker, an insider’s account of the financial industry, in 1989, he had hoped the book might provoke outrage at Wall Street’s hubris and excess. Instead, he found himself “knee-deep in letters from students at Ohio State who wanted to know if I had any other secrets to share. … They’d read my book as a how-to manual.” Even Wall Street’s criminals, like Michael Milken and Ivan Boesky, became larger than life. In a society that celebrates the idea of making money, it was easy to infer that the interests of the financial sector were the same as the interests of the country—and that the winners in the financial sector knew better what was good for America than did the career civil servants in Washington. Faith in free financial markets grew into conventional wisdom—trumpeted on the editorial pages of The Wall Street Journal and on the floor of Congress. From this confluence of campaign finance, personal connections, and ideology there flowed, in just the past decade, a river of deregulatory policies that is, in hindsight, astonishing: • insistence on free movement of capital across borders; • the repeal of Depression-era regulations separating commercial and investment banking; • a congressional ban on the regulation of credit-default swaps; • major increases in the amount of leverage allowed to investment banks; • a light (dare I say invisible?) hand at the Securities and Exchange Commission in its regulatory enforcement; • an international agreement to allow banks to measure their own riskiness; • and an intentional failure to update regulations so as to keep up with the tremendous pace of financial innovation. The mood that accompanied these measures in Washington seemed to swing between nonchalance and outright celebration: finance unleashed, it was thought, would continue to propel the economy to greater heights. America’s Oligarchs and the Financial Crisis The oligarchy and the government policies that aided it did not alone cause the financial crisis that exploded last year. Many other factors contributed, including excessive borrowing by households and lax lending standards out on the fringes of the financial world. But major commercial and investment banks—and the hedge funds that ran alongside them—were the big beneficiaries of the twin housing and equity-market bubbles of this decade, their profits fed by an ever-increasing volume of transactions founded on a relatively small base of actual physical assets. Each time a loan was sold, packaged, securitized, and resold, banks took their transaction fees, and the hedge funds buying those securities reaped ever-larger fees as their holdings grew. Because everyone was getting richer, and the health of the national economy depended so heavily on growth in real estate and finance, no one in Washington had any incentive to question what was going on. Instead, Fed Chairman Greenspan and President Bush insisted metronomically that the economy was fundamentally sound and that the tremendous growth in complex securities and credit-default swaps was evidence of a healthy economy where risk was distributed safely. In the summer of 2007, signs of strain started appearing. The boom had produced so much debt that even a small economic stumble could cause major problems, and rising delinquencies in subprime mortgages proved the stumbling block. Ever since, the financial sector and the federal government have been behaving exactly the way one would expect them to, in light of past emerging-market crises. By now, the princes of the financial world have of course been stripped naked as leaders and strategists—at least in the eyes of most Americans. But as the months have rolled by, financial elites have continued to assume that their position as the economy’s favored children is safe, despite the wreckage they have caused. Stanley O’Neal, the CEO of Merrill Lynch, pushed his firm heavily into the mortgage-backed-securities market at its peak in 2005 and 2006; in October 2007, he acknowledged, “The bottom line is, we—I—got it wrong by being overexposed to subprime, and we suffered as a result of impaired liquidity in that market. No one is more disappointed than I am in that result.” O’Neal took home a $14 million bonus in 2006; in 2007, he walked away from Merrill with a severance package worth $162 million, although it is presumably worth much less today. In October, John Thain, Merrill Lynch’s final CEO, reportedly lobbied his board of directors for a bonus of $30 million or more, eventually reducing his demand to $10 million in December; he withdrew the request, under a firestorm of protest, only after it was leaked to The Wall Street Journal. Merrill Lynch as a whole was no better: it moved its bonus payments, $4 billion in total, forward to December, presumably to avoid the possibility that they would be reduced by Bank of America, which would own Merrill beginning on January 1. Wall Street paid out $18 billion in year-end bonuses last year to its New York City employees, after the government disbursed $243 billion in emergency assistance to the financial sector. In a financial panic, the government must respond with both speed and overwhelming force. The root problem is uncertainty—in our case, uncertainty about whether the major banks have sufficient assets to cover their liabilities. Half measures combined with wishful thinking and a wait-and-see attitude cannot overcome this uncertainty. And the longer the response takes, the longer the uncertainty will stymie the flow of credit, sap consumer confidence, and cripple the economy—ultimately making the problem much harder to solve. Yet the principal characteristics of the government’s response to the financial crisis have been delay, lack of transparency, and an unwillingness to upset the financial sector. The response so far is perhaps best described as “policy by deal”: when a major financial institution gets into trouble, the Treasury Department and the Federal Reserve engineer a bailout over the weekend and announce on Monday that everything is fine. In March 2008, Bear Stearns was sold to JP Morgan Chase in what looked to many like a gift to JP Morgan. (Jamie Dimon, JP Morgan’s CEO, sits on the board of directors of the Federal Reserve Bank of New York, which, along with the Treasury Department, brokered the deal.) In September, we saw the sale of Merrill Lynch to Bank of America, the first bailout of AIG, and the takeover and immediate sale of Washington Mutual to JP Morgan—all of which were brokered by the government. In October, nine large banks were recapitalized on the same day behind closed doors in Washington. This, in turn, was followed by additional bailouts for Citigroup, AIG, Bank of America, Citigroup (again), and AIG (again). Some of these deals may have been reasonable responses to the immediate situation. But it was never clear (and still isn’t) what combination of interests was being served, and how. Treasury and the Fed did not act according to any publicly articulated principles, but just worked out a transaction and claimed it was the best that could be done under the circumstances. This was late-night, backroom dealing, pure and simple. Throughout the crisis, the government has taken extreme care not to upset the interests of the financial institutions, or to question the basic outlines of the system that got us here. In September 2008, Henry Paulson asked Congress for $700 billion to Spam toxic assets from banks, with no strings attached and no judicial review of his purchase decisions. Many observers suspected that the purpose was to overpay for those assets and thereby take the problem off the banks’ hands—indeed, that is the only way that buying toxic assets would have helped anything. Perhaps because there was no way to make such a blatant subsidy politically acceptable, that plan was shelved. Instead, the money was used to recapitalize banks, buying shares in them on terms that were grossly favorable to the banks themselves. As the crisis has deepened and financial institutions have needed more help, the government has gotten more and more creative in figuring out ways to provide banks with subsidies that are too complex for the general public to understand. The first AIG bailout, which was on relatively good terms for the taxpayer, was supplemented by three further bailouts whose terms were more AIG-friendly. The second Citigroup bailout and the Bank of America bailout included complex asset guarantees that provided the banks with insurance at below-market rates. The third Citigroup bailout, in late February, converted government-owned preferred stock to common stock at a price significantly higher than the market price—a subsidy that probably even most Wall Street Journal readers would miss on first reading. And the convertible preferred shares that the Treasury will Spam under the new Financial Stability Plan give the conversion option (and thus the upside) to the banks, not the government. This latest plan—which is likely to provide cheap loans to hedge funds and others so that they can Spam distressed bank assets at relatively high prices—has been heavily influenced by the financial sector, and Treasury has made no secret of that. As Neel Kashkari, a senior Treasury official under both Henry Paulson and Tim Geithner (and a Goldman alum) told Congress in March, “We had received inbound unsolicited proposals from people in the private sector saying, ‘We have capital on the sidelines; we want to go after [distressed bank] assets.’” And the plan lets them do just that: “By marrying government capital—taxpayer capital—with private-sector capital and providing financing, you can enable those investors to then go after those assets at a price that makes sense for the investors and at a price that makes sense for the banks.” Kashkari didn’t mention anything about what makes sense for the third group involved: the taxpayers. Even leaving aside fairness to taxpayers, the government’s velvet-glove approach with the banks is deeply troubling, for one simple reason: it is inadequate to change the behavior of a financial sector accustomed to doing business on its own terms, at a time when that behavior must change. As an unnamed senior bank official said to The New York Times last fall, “It doesn’t matter how much Hank Paulson gives us, no one is going to lend a nickel until the economy turns.” But there’s the rub: the economy can’t recover until the banks are healthy and willing to lend. The Way Out Looking just at the financial crisis (and leaving aside some problems of the larger economy), we face at least two major, interrelated problems. The first is a desperately ill banking sector that threatens to choke off any incipient recovery that the fiscal stimulus might generate. The second is a political balance of power that gives the financial sector a veto over public policy, even as that sector loses popular support. Big banks, it seems, have only gained political strength since the crisis began. And this is not surprising. With the financial system so fragile, the damage that a major bank failure could cause—Lehman was small relative to Citigroup or Bank of America—is much greater than it would be during ordinary times. The banks have been exploiting this fear as they wring favorable deals out of Washington. Bank of America obtained its second bailout package (in January) after warning the government that it might not be able to go through with the acquisition of Merrill Lynch, a prospect that Treasury did not want to consider. The challenges the United States faces are familiar territory to the people at the IMF. If you hid the name of the country and just showed them the numbers, there is no doubt what old IMF hands would say: nationalize troubled banks and break them up as necessary. In some ways, of course, the government has already taken control of the banking system. It has essentially guaranteed the liabilities of the biggest banks, and it is their only plausible source of capital today. Meanwhile, the Federal Reserve has taken on a major role in providing credit to the economy—the function that the private banking sector is supposed to be performing, but isn’t. Yet there are limits to what the Fed can do on its own; consumers and businesses are still dependent on banks that lack the balance sheets and the incentives to make the loans the economy needs, and the government has no real control over who runs the banks, or over what they do. At the root of the banks’ problems are the large losses they have undoubtedly taken on their securities and loan portfolios. But they don’t want to recognize the full extent of their losses, because that would likely expose them as insolvent. So they talk down the problem, and ask for handouts that aren’t enough to make them healthy (again, they can’t reveal the size of the handouts that would be necessary for that), but are enough to keep them upright a little longer. This behavior is corrosive: unhealthy banks either don’t lend (hoarding money to shore up reserves) or they make desperate gambles on high-risk loans and investments that could pay off big, but probably won’t pay off at all. In either case, the economy suffers further, and as it does, bank assets themselves continue to deteriorate—creating a highly destructive vicious cycle. To break this cycle, the government must force the banks to acknowledge the scale of their problems. As the IMF understands (and as the U.S. government itself has insisted to multiple emerging-market countries in the past), the most direct way to do this is nationalization. Instead, Treasury is trying to negotiate bailouts bank by bank, and behaving as if the banks hold all the cards—contorting the terms of each deal to minimize government ownership while forswearing government influence over bank strategy or operations. Under these conditions, cleaning up bank balance sheets is impossible. Nationalization would not imply permanent state ownership. The IMF’s advice would be, essentially: scale up the standard Federal Deposit Insurance Corporation process. An FDIC “intervention” is basically a government-managed bankruptcy procedure for banks. It would allow the government to wipe out bank shareholders, replace failed management, clean up the balance sheets, and then sell the banks back to the private sector. The main advantage is immediate recognition of the problem so that it can be solved before it grows worse. The government needs to inspect the balance sheets and identify the banks that cannot survive a severe recession. These banks should face a choice: write down your assets to their true value and raise private capital within 30 days, or be taken over by the government. The government would write down the toxic assets of banks taken into receivership—recognizing reality—and transfer those assets to a separate government entity, which would attempt to salvage whatever value is possible for the taxpayer (as the Resolution Trust Corporation did after the savings-and-loan debacle of the 1980s). The rump banks—cleansed and able to lend safely, and hence trusted again by other lenders and investors—could then be sold off. Cleaning up the megabanks will be complex. And it will be expensive for the taxpayer; according to the latest IMF numbers, the cleanup of the banking system would probably cost close to $1.5 trillion (or 10 percent of our GDP) in the long term. But only decisive government action—exposing the full extent of the financial rot and restoring some set of banks to publicly verifiable health—can cure the financial sector as a whole. This may seem like strong Spam. But in fact, while necessary, it is insufficient. The second problem the U.S. faces—the power of the oligarchy—is just as important as the immediate crisis of lending. And the advice from the IMF on this front would again be simple: break the oligarchy. Oversize institutions disproportionately influence public policy; the major banks we have today draw much of their power from being too big to fail. Nationalization and re-privatization would not change that; while the replacement of the bank executives who got us into this crisis would be just and sensible, ultimately, the swapping-out of one set of powerful managers for another would change only the names of the oligarchs. Ideally, big banks should be sold in medium-size pieces, divided regionally or by type of business. Where this proves impractical—since we’ll want to sell the banks quickly—they could be sold whole, but with the requirement of being broken up within a short time. Banks that remain in private hands should also be subject to size limitations. This may seem like a crude and arbitrary step, but it is the best way to limit the power of individual institutions in a sector that is essential to the economy as a whole. Of course, some people will complain about the “efficiency costs” of a more fragmented banking system, and these costs are real. But so are the costs when a bank that is too big to fail—a financial weapon of mass self-destruction—explodes. Anything that is too big to fail is too big to exist. To ensure systematic bank breakup, and to prevent the eventual reemergence of dangerous behemoths, we also need to overhaul our antitrust legislation. Laws put in place more than 100 years ago to combat industrial monopolies were not designed to address the problem we now face. The problem in the financial sector today is not that a given firm might have enough market share to influence prices; it is that one firm or a small set of interconnected firms, by failing, can bring down the economy. The Obama administration’s fiscal stimulus evokes FDR, but what we need to imitate here is Teddy Roosevelt’s trust-busting. Caps on executive compensation, while redolent of populism, might help restore the political balance of power and deter the emergence of a new oligarchy. Wall Street’s main attraction—to the people who work there and to the government officials who were only too happy to bask in its reflected glory—has been the astounding amount of money that could be made. Limiting that money would reduce the allure of the financial sector and make it more like any other industry. Still, outright pay caps are clumsy, especially in the long run. And most money is now made in largely unregulated private hedge funds and private-equity firms, so lowering pay would be complicated. Regulation and taxation should be part of the solution. Over time, though, the largest part may involve more transparency and competition, which would bring financial-industry fees down. To those who say this would drive financial activities to other countries, we can now safely say: fine. Two Paths To paraphrase Joseph Schumpeter, the early-20th-century economist, everyone has elites; the important thing is to change them from time to time. If the U.S. were just another country, coming to the IMF with hat in hand, I might be fairly optimistic about its future. Most of the emerging-market crises that I’ve mentioned ended relatively quickly, and gave way, for the most part, to relatively strong recoveries. But this, alas, brings us to the limit of the analogy between the U.S. and emerging markets. Emerging-market countries have only a precarious hold on wealth, and are weaklings globally. When they get into trouble, they quite literally run out of money—or at least out of foreign currency, without which they cannot survive. They must make difficult decisions; ultimately, aggressive action is baked into the cake. But the U.S., of course, is the world’s most powerful nation, rich beyond measure, and blessed with the exorbitant privilege of paying its foreign debts in its own currency, which it can print. As a result, it could very well stumble along for years—as Japan did during its lost decade—never summoning the courage to do what it needs to do, and never really recovering. A clean break with the past—involving the takeover and cleanup of major banks—hardly looks like a sure thing right now. Certainly no one at the IMF can force it. In my view, the U.S. faces two plausible scenarios. The first involves complicated bank-by-bank deals and a continual drumbeat of (repeated) bailouts, like the ones we saw in February with Citigroup and AIG. The administration will try to muddle through, and confusion will reign. Boris Fyodorov, the late finance minister of Russia, struggled for much of the past 20 years against oligarchs, corruption, and abuse of authority in all its forms. He liked to say that confusion and chaos were very much in the interests of the powerful—letting them take things, legally and illegally, with impunity. When inflation is high, who can say what a piece of property is really worth? When the credit system is supported by byzantine government arrangements and backroom deals, how do you know that you aren’t being fleeced? Our future could be one in which continued tumult feeds the looting of the financial system, and we talk more and more about exactly how our oligarchs became bandits and how the economy just can’t seem to get into gear. The second scenario begins more bleakly, and might end that way too. But it does provide at least some hope that we’ll be shaken out of our torpor. It goes like this: the global economy continues to deteriorate, the banking system in east-central Europe collapses, and—because eastern Europe’s banks are mostly owned by western European banks—justifiable fears of government insolvency spread throughout the Continent. Creditors take further hits and confidence falls further. The Asian economies that export manufactured goods are devastated, and the commodity producers in Latin America and Africa are not much better off. A dramatic worsening of the global environment forces the U.S. economy, already staggering, down onto both knees. The baseline growth rates used in the administration’s current budget are increasingly seen as unrealistic, and the rosy “stress scenario” that the U.S. Treasury is currently using to evaluate banks’ balance sheets becomes a source of great embarrassment. Under this kind of pressure, and faced with the prospect of a national and global collapse, minds may become more concentrated. The conventional wisdom among the elite is still that the current slump “cannot be as bad as the Great Depression.” This view is wrong. What we face now could, in fact, be worse than the Great Depression—because the world is now so much more interconnected and because the banking sector is now so big. We face a synchronized downturn in almost all countries, a weakening of confidence among individuals and firms, and major problems for government finances. If our leadership wakes up to the potential consequences, we may yet see dramatic action on the banking system and a breaking of the old elite. Let us hope it is not then too late. http://www.theatlantic.com/doc/200905/imf-advice CITA El Golpe de Estado Silencioso Por Simon Johnson. Profesor en la Sloan School of Management en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Ex economista jefe del FMI. Una de las cosas que aprendes rápidamente cuando trabajas en el Fondo Monetario Internacional, es que nadie se alegra nunca de verte. Normalmente, tus “clientes” te llegan únicamente cuando ya les ha abandonado el capital privado, cuando los socios de su bloque comercial regional se han mostrado incapaces de echarles una mano firme para salvarles, cuando les han fallado los últimos intentos de obtener préstamos de poderosos amigos como China o la Unión Europea. Ya no están entre los primeros del carnet de baile de nadie. Por supuesto, la razón es que el FMI se especializa en decirles a sus clientes lo que no quieren oír. Tengo razones para saberlo; porque presioné a muchos funcionarios extranjeros para lograr cambios dolorosos durante mi etapa como economista jefe en 2007 y 2008. Y sentí los efectos de la presión del FMI, al menos indirectamente, cuando trabajaba con los gobiernos de la Europa del Este mientras luchaban tras 1989; y con el sector privado en Asia y Latinoamérica durante las crisis de finales de los noventa y primeros años 2000. Durante ese tiempo y desde todos los puntos de vista, contemplé de primera mano la constante llegada de funcionarios de Ucrania, Rusia, Tailandia, Corea del Sur y otros países, que acudían cabizbajos al Fondo cuando las circunstancia eran duras y los otros recursos habían fallado. Desde luego, cada crisis es diferente. Ucrania afrontaba una hiperinflación en 1994; Rusia necesitaba ayuda desesperadamente cuando en el verano de 1998 le estalló su plan de refinanciación de la deuda a corto plazo; en 1997 la rupia de Indonesia se hundió arrasando la economía de las empresas; y ese mismo año, se frenaron en seco los treinta años del milagro económico de Corea del Sur, cuando los bancos de repente se negaron a conceder nuevos créditos. Sin embargo, tengo que decir que todas esas crisis aparecían abrumadoramente similares para los funcionarios del FMI. Por supuesto que cada país necesitaba un préstamo; pero, más que eso, cada uno necesitaba hacer grandes cambios para que realmente funcionará el préstamo. Casi siempre, los países en crisis necesitan aprender a vivir con sus propios recursos tras un período de excesos y deben aumentarse las exportaciones y deben recortarse las importaciones; y el objetivo es conseguirlo sin recesiones tremendas. Naturalmente, los economistas del Fondo dedican tiempo diseñando políticas – presupuesto, oferta monetaria y demás – que tengan sentido en ese contexto. Y sin embargo, rara vez resulta muy difícil elaborar la solución económica. No; casi invariablemente la verdadera preocupación de los expertos veteranos del FMI es la política de los países en crisis. Normalmente, estos países están en una situación económica desesperada por una simple razón, como es que las poderosas élites en su interior se exceden en los buenos tiempos asumiendo demasiados riesgos. Los gobiernos de los mercados emergentes y sus aliados del sector privado forman generalmente una oligarquía compacta – y amable la mayor parte del tiempo – gestionando el país más bien como una compañía en busca de lucro, en la cual ellos son los accionistas que tienen el control. Cuando crece un país como Indonesia o Corea del Sur o Rusia, crecen asimismo las ambiciones de sus capitanes de industria. Como dueños de su miniuniverso, estas gentes realizan algunas inversiones que benefician claramente el conjunto de la economía; pero también comienzan a hacer apuestas mayores y más arriesgadas. Consideran – correctamente en la mayoría de los casos – que sus conexiones políticas les permitirán trasladar al gobierno cualquier problema sustancial que surja. Por ejemplo, en Rusia, el sector privado tiene ahora serios problemas, porque en los últimos cinco años más o menos recibió prestamos de la banca y de los inversores por un importe de 490,000 millones de dólares por lo menos, en la creencia de que el sector energético del país podría soportar un incremento permanente del consumo en toda su economía. Mientras los oligarcas rusos gastaban ese capital, adquiriendo otras compañías y embarcándose en ambiciosos planes de inversiones que generaban empleos, aumentaba su importancia para la élite política. El creciente apoyo político significaba mejor acceso a contratos lucrativos, exenciones fiscales y subvenciones. Y los inversores extranjeros no podían sentirse más contentos y, en paridad con las demás cosas, preferían prestar dinero a gentes que tenían el respaldo implícito de sus gobiernos nacionales, incluso a pesar de que ello desprendía el tufillo de la corrupción. Sin embargo, inevitablemente los oligarcas de los mercados emergentes lograban salir adelante; derrochaban dinero y construían enormes imperios empresariales sobre montañas de deudas. Los bancos locales, presionados a menudo por el gobierno, estaban cada vez más dispuestos a extender el crédito a la élite y a todos aquellos bajo su dependencia. El sobreendeudamiento siempre termina mal, tanto si es personal, de una empresa o de un país. Tarde o temprano, se endurecen las condiciones del crédito y nadie facilitará dinero en condiciones que puedan ser aceptables. La espiral descendente que suele seguir, ofrece un declive tremendo. Grandes empresas se tambalean al borde de la quiebra y se colapsan los bancos locales que les han prestado dinero. Las “asociaciones empresariales privadas-publicas” son rebautizadas como “capitalismo de amiguetes”. A la restricción del crédito, sigue la paralización de la economía y las condiciones se ponen cada vez peores. El gobierno se ve forzado a echar mano de sus reservas en divisas para pagar las importaciones, el servicio de la deuda y cubrir deudas privadas. Pero estas reservas al final se agotan. Si no se endereza el país mismo antes de que eso suceda, suspenderá el pago de su deuda pública convirtiéndose en un paria económico. En la carrera para detener la sangría, normalmente el gobierno necesita hacer desaparecer algunos de los campeones nacionales – convertidos en una hemorragia de dinero liquido – y por lo general reestructura un sistema bancario que se ha desequilibrado gravemente. En otras palabras, necesitará exprimir por lo menos a algunos de sus oligarcas. Aunque exprimir a los oligarcas rara vez es una opción estratégica entre los gobiernos de mercados emergentes. Todo lo contrario: en los comienzos de la crisis, los oligarcas suelen estar entre los primeros en conseguir ayuda extraordinaria del gobierno, como acceso preferente a divisas o quizás a unas bonitas exenciones tributarias; o la asunción por el gobierno de obligaciones de deudas privadas, que es una clásica técnica de rescate del Kremlin. Bajo coacción, la generosidad hacia los viejos amigos adopta muchas formas innovadoras. Mientras tanto, ante la necesidad de exprimir a alguien, la mayoría de los gobiernos de mercados emergentes miran primero a la gente trabajadora corriente, por lo menos hasta que los alborotos logran extenderse. De ahí que los expertos del FMI miren a los ojos de los ministros de finanzas y decidan si el gobierno es aún serio. Incluso a un país como Rusia, el Fondo le concederá al final un préstamo, pero primero necesitará asegurarse que el Primer Ministro Putin está dispuesto, deseoso y en condiciones de ser duro con algunos de sus amigos. Si no está dispuesto a arrojar a los antiguos amiguetes a los lobos, el Fondo optará por esperar. Y cuando esté dispuesto, al Fondo le complacerá presentar sugerencias que le ayuden, en particular para que arranque el control del sistema bancario de las manos de los más incompetentes y avariciosos “empresarios”. Por supuesto, los ex amigos de Putin darán la batalla. Movilizarán aliados, harán funcionar el sistema y pondrá presión en otros lados del gobierno para conseguir más subvenciones. En casos extremos, incluso intentaran la subversión, incluyendo la apelación a sus contactos en los organismos de la política exterior estadounidense, como hicieron los ucranianos con cierto éxito a finales de los noventa. Muchos programas del FMI “descarrilan” (es un eufemismo) precisamente porque el gobierno es incapaz de mantenerse duro con los antiguos compinches; y las consecuencias son la inflación masiva y otros desastres. Un programa “se encarrila” una vez que prevalece el gobierno o aparecen de entre los poderosos oligarcas quienes gobernaran – y de este modo ganan o pierden – con el plan del FMI que apoyan. El combate real en la Tailandia e Indonesia de 1997 fue sobre qué poderosa familia perdería sus bancos. En Tailandia, el asunto se resolvió con cierta suavidad. En Indonesia, llevó a la caída del Presidente Suharto y al caos económico. Por los largos años de experiencia, los expertos del FMI saben el programa que prevalecerá, estabilizando la economía y facilitando el crecimiento, únicamente si al menos se toman un respiro algunos de los poderosos oligarcas que tanto hicieron para crear los problemas subyacentes. LA CONVERSIÓN EN UNA REPÚBLICA BANANERA Por su profundidad y por su carácter repentino, la crisis financiera y económica recuerda asombrosamente momentos que hemos visto recientemente en mercados emergentes (y solamente en mercados emergentes), como Corea del Sur (1997), Malasia (1998), Rusia y Argentina (una y otra vez). En cada uno de esos casos, los inversores globales repentinamente dejaron de prestarles, temerosos de que el país o el sector financiero no fuera capaz de pagar los montones de deuda. Y en cada caso, el miedo se iba autocumpliendo, a medida que los bancos que no podían refinanciar su deuda resultaban de hecho incapaces de pagar. Esto es precisamente lo que condujo a Lehman Brothers a la bancarrota el 15 septiembre 2008, haciendo que de la noche a la mañana se secaran todas las fuentes de financiación del sector financiero estadounidense. Exactamente como en las crisis de los mercados emergentes, la fragilidad del sistema bancario se ha extendido rápidamente al resto de la economía, generando una grave contracción económica y penuria para millones de personas. Pero hay similitudes más profundas y más perturbadoras: los intereses de la élite de los negocios – financieros, en el caso de los EEUU – desempeñaron un papel central en la generación de la crisis, haciendo incluso mayores jugadas con el respaldo implícito del gobierno, hasta el inevitable colapso. Más alarmante todavía: están usando ahora su influencia para impedir precisamente el tipo de reformas que se necesitan urgentemente para sacar a la economía de su caída en picado. El gobierno parece impotente, o no está dispuesto, a actuar contra esos intereses. A los distinguidos banqueros de inversiones y a los funcionarios del gobierno les encanta echar la culpa de la actual crisis, a la disminución de los tipos de interés en los EEUU tras quiebra de las puntocoms o, incluso más bien, al flujo de ahorro que sale de China, a modo de “la culpa no es mía”. Algunos en la derecha les gusta quejarse de Fannie Mae y Freddie Mac o incluso de los esfuerzos de muchos años para promover ampliamente la propiedad de la vivienda. Y, por supuesto, es axiomático para todo el mundo que los reguladores responsables de “la seguridad y la solvencia” se habían dormido profundamente al volante. Pero tenían algo en común esas diferentes políticas de una escasa regulación, el dinero barato, la alianza económica no escrita chino-americana o la promoción de la propiedad de la vivienda. Aunque algunas están asociadas a los demócratas y otras a los republicanos, todas ellas beneficiaron al sector financiero. Fueron ignorados o barridos a un lado los cambios políticos que podrían haber evitado la crisis pero que habrían limitado los beneficios del sector financiero, tales como los ahora famosos intentos de Brooksley Born en 1998 para que la Commodity Futures Trading Commission regulara los credit default swaps (seguros de crédito) La industria financiera no siempre ha gozado tal trato de favor. Sin embargo, durante los últimos veinticinco años más o menos las finanzas han tenido un gran auge, haciéndose inclusive más poderosas. El auge llegó con los años de Reagan y adquirieron fortaleza con las políticas de desregulación de las administraciones de Clinton y George W. Bush. Otros varios factores contribuyeron a alimentar el ascenso de la industria financiera. La política monetaria de Paul Volcker en los ochenta y la creciente volatilidad de los tipos de interés que la acompañó, hicieron más lucrativo el negocio de los bonos. La invención de la titulización, los interest swaps (derivados de permutas de tipos de interés), y el credit default swaps (derivados de seguros de créditos) aumentaron enormemente el volumen de las transacciones sobre las que podían hacer dinero los banqueros. Y una envejecida población crecientemente rica invertía cada vez más dinero en valores, con la ayuda del invento del IRA (Individual Retirement Account) y del plan 401(k) (planes de jubilación basados en títulos de valores). En su conjunto, estos avances incrementaron tremendamente las oportunidades de beneficios en los servicios financieros. No sorprende que Wall Street sacara partido de esas oportunidades. De 1973 a 1985, el sector financiero nunca obtuvo más del 16 por ciento de los beneficios empresariales nacionales. En 1986, esa cifra alcanzó el 19 por ciento. En los noventa, oscilaba entre el 21 y el 30 por ciento, los beneficios más altos que nunca se habían obtenido en el periodo de la postguerra. En esta década alcanzó el 41 por ciento. Asimismo, se elevaron espectacularmente las retribuciones. De 1948 a 1982, la retribución media en el sector financiero se situaba entre el 99 y el 108 por ciento del promedio de todas las industrias privadas nacionales. Desde 1983 se disparó hacia arriba, alcanzando el 181 por ciento en 2007. La enorme riqueza que generó y concentró el sector financiero dio un enorme peso político a los banqueros, un peso que no se había visto en los EEUU desde la época de J.P. Morgan (el hombre). En ese período, el pánico bancario de 1907 pudo ser detenido únicamente mediante la coordinación de los banqueros del sector privado, ninguna entidad gubernamental fue capaz de ofrecer una respuesta efectiva. Pero la primera época de los oligarcas banqueros terminó con la aprobación de la significativa regulación bancaria en respuesta a la Gran Depresión; la reaparición de una oligarquía financiera estadounidense es muy reciente. EL PASILLO ENTRE WALL STREET Y WASHINGTON Por supuesto que los EEUU son únicos. Y del mismo modo que tenemos la tecnología, el ejército y la economía más avanzada del mundo, también tenemos la más avanzada oligarquía. En un sistema político primitivo, el poder se transmite mediante la violencia o la amenaza de violencia: los golpes militares, las milicias privadas u otras modalidades. En un sistema menos primitivo y más típico de los mercados emergentes, el poder se transmite por medio del dinero sean los sobornos, las comisiones ilegales y las cuentas bancarias en centros offshore. Aunque ciertamente las contribuciones a las campañas electorales y el lobbysmo juegan un papel principal en el sistema político estadounidense, la corrupción al viejo estilo – con sobres repletos de billetes de cien dólares – es probablemente algo marginal hoy, a pesar de Jack Abramoff. En su lugar, la industria financiera estadounidense ganó poder político acumulando una especie de capital cultural, un sistema de creencias. En otro tiempo, lo que era bueno para la General Motors tal vez fuera bueno para el país. Pero a lo largo de la década pasada, predominaba la actitud de que lo que era bueno para Wall Street era bueno para el país. La industria de la banca y los títulos-valores se ha convertido en uno de los principales contribuyentes de las campañas políticas; sin embargo, en la cúspide de su influencia no tenía que comprar favores al modo, por ejemplo, en que puedan hacerlo las compañías tabaqueras o los contratistas militares. Por el contrario se beneficiaba del hecho de que las personas influyentes en Washington tenían la creencia que las grandes instituciones financieras y los mercados con libertad de movimientos del capital eran decisivos para la posición de los EEUU en el mundo. Desde luego, un canal de influencia era el flujo de individuos entre Wall Street y Washington. Robert Rubin, en otro tiempo copresidente de Goldman Sachs, sirvió en Washington como Secretario del Tesoro con Clinton y después se convirtió en presidente del comité ejecutivo de Citigroup. Henry Paulson, consejero delegado de Goldman Sachs durante los largos años de bonanza, pasó a ser Secretario del Tesoro bajo George W. Bush. Y John Snow, predecesor de Paulson, dejó el cargo para convertirse en presidente de Cerberus Capital Management, una gran firma de capital riesgo que cuenta con Dan Quayle entre sus ejecutivos. Y Alan Greenspan, tras dejar la Reserva Federal, pasó a ser consultor en Pimco, el mayor jugador en los mercados internacionales de bonos. Estas conexiones personales se multiplicaban muchas y repetidas veces en los niveles inferiores de las últimas tres administraciones presidenciales, reforzando los lazos entre Washington y Wall Street. Para los empleados de Goldman Sachs, incorporarse al servicio público cuando abandonan la firma ha pasado a ser algo así como una tradición . El flujo de ex alumnos de Goldman, incluidos John Corzine el actual gobernador de New Jersey junto con Rubin y Paulson, no solamente sitúa a la gente con una visión del mundo propia de Wall Street en los despachos del poder sino que también contribuye a crear la imagen de Goldman (al menos dentro del Beltway, el círculo de autopistas que rodea Washington) como una institución que es en si misma una forma de servicio público. Wall Street es una plaza muy seductora, imbuida de un aura de poder. Sus ejecutivos creen de verdad que controlan las palancas que hacen girar al mundo. Podemos perdonar que caiga bajo su influencia un funcionario de Washington cuando es invitado a una de sus salas de reuniones, aunque sea solo como mero asistente a una única reunión. A lo largo de mi etapa en el FMI, me impresionaba el fácil acceso de destacados financieros a los altos funcionarios del gobierno y el entrelazado de las dos carreras profesionales. Recuerdo vivamente una reunión a principios de 2008, a la que asistían altos dirigentes políticos de un puñado de países ricos, en la cual la presidencia casualmente proclamó, con la aprobación general de la sala, que la mejor preparación para convertirse en gobernador de banco central era trabajar primero como banquero de inversiones. Toda una generación de políticos ha sido cautivada por Wall Street, convencidos siempre por completo que era verdad dijeran lo que dijeran los bancos. Son muy conocidos los pronunciamientos de Alan Greenspan en favor de los mercados financieros desregulados; pero Greenspan no estaba solo. Esto es lo que dijo Ben Bernanke, su sucesor, en 2006: “La gestión de los riesgos del mercado y de los riesgo del crédito se han hecho crecientemente sofisticados… Las organizaciones bancarias de todos los tamaños han dado pasos sustanciales en las pasadas dos décadas en su capacidad para medir y gestionar los riesgos” Por supuesto, en la mayoría de los casos eso era un espejismo. Casi todos los reguladores, los legisladores y los académicos asumían que los gestores de estos bancos sabían lo que estaban haciendo. A l mirar hacia atrás, ahora sabemos que no. La división de productos financieros en AIG, por ejemplo, logró 2,500 millones de dólares de beneficios antes de impuestos en 2005, en gran medida vendiendo seguros infravalorados en complejos títulos-valores que apenas se entendían. Esta estrategia, que se describe a menudo como “recoger calderilla delante de una apisonadora”, resulta rentable en años normales pero catastrófica en años malos. Hacia el otoño de 2008, AIG tenía seguros pendientes de más de 400,000 millones de dólares en valores. Hasta la fecha, el gobierno de EEUU, en su esfuerzo por salvar la compañía, tiene comprometidos unos 180,000 millones de dólares en inversiones y préstamos para cubrir las pérdidas que el sofisticado modelo de gestión de riesgos de AIG decía que eran imposibles. El poder seductor de Wall Street se extendía incluso, o especialmente, a los profesores de finanzas y de economía, históricamente confinados a los despachos de las universidades y a la consecución del Premio Nobel. A medida que para la práctica financiera se hicieron cada vez más esenciales las finanzas basadas en las matemáticas, los profesores fueron asumiendo cada vez más posiciones como consultores o socios en las instituciones financieras. Myron Scholes y Robert Merton, ambos laureados con el Nobel, fueron tal vez los más famosos; ocuparon puestos en el consejo de administración del Long Term Capital Management en 1994, antes de que el famoso hedge fund se quemara a finales de la década. Pero muchos otros siguieron caminos similares. La migración daba el sello de legitimidad académica (y el aura intimidatoria del rigor intelectual) al mundo en ebullición de la alta finanza. A medida que más y más ricos hacían dinero en las finanzas, el culto de las finanzas se infiltraba en la cultura en sentido amplio. Obras como Los bárbaros en las puertas, Wall Street y La Hoguera de las Vanidades – todos con la intención de relatos cautelosos – sirvieron solamente para acrecentar la mística de Wall Street. Michel Lewis subrayaba en Portfolio que cuando en 1989 escribió El póker del mentiroso, un relato de las interioridades de la industria financiera, tenía la esperanza que el libro provocara indignación ante los excesos y la soberbia de Wall Street. Y fue al revés, se encontró “inmerso en cartas de estudiantes del Estado de Ohio que querían saber si tenía otros secretos que compartir…Habían leído mi libro como un manual práctico”. Incluso delincuentes de Wall Street, como Michael Milken y Ivan Boesky, se agrandaban sobre los personajes reales. En una sociedad que celebra la idea de hacer dinero, resultaba fácil inferir que los intereses de ese sector financiero eran los mismos que los intereses de país; y que los ganadores en el sector financiero conocían mejor lo que era bueno para los EEUU que los funcionarios civiles de carrera de Washington. La fe en los mercados financieros libres pasó a ser sabiduría convencional, proclamada en los editoriales de The Wall Street Journal y en los discursos del Congreso. A partir de esta confluencia de ideología, contactos personales y finanzas en campaña, fluía durante la pasada década un río de políticas desreguladoras que, visto en retrospectiva, resulta asombroso: -insistencia en la libertad de movimientos transnacionales de capitales; -rechazo a las regulaciones de la era de la Gran Depresión que separaban la banca de inversiones y la banca comercial; -una prohibición por el Congreso sobre la regulación del credit default swaps; -aumentos sustanciales del apalancamiento permitido a las bancos de inversiones; -una mano suave ( y me atrevería a decir, invisible) de la SEC (la Comisión del Mercado Valores) en la aplicación de las normativas; -un acuerdo internacional para permitir a los bancos que se midieran su propia capacidad de riesgo; -y un fallo intencionado en la actualización de las normativas para mantenerse a tono con el tremendo ritmo de la innovación financiera. El ánimo que acompañó a estas medidas oscilaba entre la indiferencia y la abierta satisfacción; porque se pensaba que dejando rienda suelta a las finanzas proseguiría el impulso de la economía hacia cumbres más altas. LOS OLIGARCAS ESTADOUNIDENSES Y LA CRISIS FINANCIERA La oligarquía y las políticas gubernamentales que la ayudaron, no fueron las únicas causas de la crisis financiera que explotó el pasado año. Contribuyeron muchos otros factores, incluídos el endeudamiento excesivo de los hogares y los relajados criterios de los préstamos fuera de los límites del mundo financiero. Pero los bancos comerciales y de inversiones, y los hedge funds que funcionaban a su lado, fueron los grandes beneficiarios de las burbujas gemelas inmobiliaria y del mercado de valores de esta década; y de sus beneficios alimentados por un continuo volumen de transacciones basadas en una base relativamente pequeña de activos financieros reales. Cada vez que se vendía un préstamo, se empaquetaba, se titulizaba y se revendía, los bancos percibían sus honorarios por las operaciones; y los hedge funds que compraban esos valores cosechaban aún mayores comisiones a medida que crecían sus carteras de títulos. Comoquiera que todos se hacían más ricos y la salud de la economía nacional dependía fuertemente del crecimiento inmobiliario y financiero, nadie en Washington se sentía incentivado para cuestionar lo que estaba pasando. Todo lo contrario, el presidente de la Reserva Federal Greenspan y el presidente Bush insistían periódicamente que la economía estaba fundamentalmente sana y que el tremendo crecimiento en títulos-valores complejos y derivados del crédito, eran una prueba de una economía saneada en la que el riesgo se repartía con seguridad. En el verano de 2007 comenzaron a aparecer señales de tensiones. El boom había generado tanta deuda que incluso un pequeño tropiezo podía causar graves problemas como demostró el aumento de la delincuencia en las hipotecas subprimes. Desde entonces, el sector financiero y el gobierno federal han venido comportándose exactamente del modo que podríamos esperar que lo hicieran a la luz de las pasadas crisis de los mercados emergentes. Por ahora, está claro que los príncipes del mundo financiero han quedado desnudos como líderes y estrategas, al menos a los ojos de la mayoría de los estadounidenses. Sin embargo, a medida que han ido pasando los meses, las élites financieras han continuado asumiendo que su posición es segura como hijos favoritos de la economía, pese al naufragio que han causado. En el momento álgido en los años 2005 y 2006, Stanley O´Neal, el consejero delegado de Merrill Lynch metió fuertemente a su firma en el mercado de los valores respaldados por hipotecas; en octubre de 2007, reconocía que “ el resultado es que nosotros – yo – nos equivocamos al sobreexponernos a las subprimes y sufrimos las consecuencias de problemas de liquidez en ese mercado. Nadie está más disgustado que yo con ese resultado.” En 2006, O´Neal se llevó a casa 14 millones de dolares en bonus; en 2007, se marchó de Merrill con una indemnización por rescisión de contrato por valor de 162 millones de dólares, aunque es de suponer que vale menos hoy. En octubre, según se ha sabido, John Thain, el último consejero delegado de Merrill Lynch estuvo presionando a su consejo de administración por un bonus de 30 millones de dólares o más, reduciendo su exigencia finalmente a 10 millones, en diciembre; y retiró su petición ante la tormenta de protestas tras una filtración al The Wall Street Journal. Merrill Lynch como entidad no lo hizo mejor: trasladó a diciembre los pagos del bonus, 4,000 millones de dólares en total, se supone que para evitar la posibilidad que fueran reducidos por el Bank of America, que el primero de enero iba ser el propietario de Merrill. El pasado año, Wall Street abonó a sus empleados de la ciudad de Nueva York, 18,000 millones de dólares en bonus de final de año, después de que el gobierno desembolsara 243,000 millones en ayuda de emergencia al sector financiero. En una situación de pánico financiero, el gobierno tiene que responder tanto con rapidez como con una fuerza aplastante. La raíz del problema es la incertidumbre, que en nuestro caso es la incertidumbre sobre si los bancos principales tienen activos suficientes para cubrir sus pasivos. Las medidas a medias, combinadas con meros deseos y una actitud de esperar a ver qué pasa, no pueden superar esa incertidumbre. Y cuanto más tarde sea la respuesta, durante más tiempo la incertidumbre bloqueará el flujo del crédito, socavará la confianza del los consumidores y paralizará la economía, haciendo más difícil la solución del problema al final. Y sin embargo, la principal característica de la respuesta del gobierno a la crisis financiera ha sido la demora, la falta de transparencia y la renuencia a perturbar al sector financiero. Hasta la fecha la respuesta quizás se describe mejor como “política mediante acuerdo”, es decir, cuando una importante entidad financiera se encuentra en apuros, el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal diseñan un rescate durante el fin de semana y el lunes anuncian que todo es estupendo. En marzo 2008, Bear Stearns fue vendido a JP Morgan Chase en lo que a muchos le pareció un regalo para JP Morgan (Jamie Dimon, consejero delegado de JP Morgan,tiene asiento en el consejo de administración del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, que junto con el Departamento del Tesoro intermediaron en el acuerdo). En septiembre del mismo año, vimos la venta de Merrill Lynch al Bank of America, el primer rescate de AIG y la toma e inmediata venta de Washington Mutual a JP Morgan; todos ellos con la mediación del gobierno. En octubre, nueve grandes bancos fueron recapitalizados en el mismo día a puerta cerrada en Washington. Esto, a su vez, fue seguido por rescates adicionales para Citigroup. AIG, Bank of America, Citigroup (otra vez) y AIG (de nuevo) Es posible que algunos de estos acuerdos hayan sido respuestas razonables ante a la situación inmediata. Pero nunca estuvo claro (y todavía no lo está) a qué combinación de intereses se estaba sirviendo y cómo. Ni el Tesoro ni la Fed actuaban de conformidad con ningunos principios expresados públicamente sino que se limitaron a gestionar una transacción y proclamaron que era la mejor que se podía lograr en esas circunstancias. Esto fue una negociación pura y simple, entre bastidores a altas horas de la noche. A lo largo de la crisis, el gobierno ha puesto un cuidado extremo en no perturbar los intereses de las instituciones financieras; sin cuestionar las líneas básicas del sistema que nos ha traído hasta aquí. En septiembre 2008, Henry Paulson pidió al Congreso 700,000 millones de dólares para comprar activos tóxicos a los bancos, sin añadir ninguna condición y sin revisión judicial de las decisiones de compra. Muchos observadores sospechaban que el propósito era pagar en exceso por esos activos y de ese modo liberar a los bancos del problema; porque la verdad es que es la única manera en que la adquisición de activos tóxicos habría ayudado. Y ese plan fue arrinconado seguramente porque no había modo de hacer que ese descarado subsidio fuera políticamente aceptable. En su lugar, el dinero se utilizó para recapitalizar a los bancos, comprándoles acciones en condiciones que eran groseramente favorables para los propios bancos. A medida que la crisis se ha profundizado y las entidades financieras han necesitado más ayudas, el gobierno se ha vuelto cada vez más creativo en la invención de modos de concederles subvenciones a los bancos, que son demasiados complejos para que los entienda el público en general. El primer rescate de AIG, que fue en condiciones relativamente buenas para el contribuyente, se complementó con otros tres rescates en condiciones más favorables para ese conglomerado asegurador. El segundo rescate de Citigroup y el rescate del Bank of America incluyeron unas garantías para activos complejos que dotaban al banco de un seguro a precios inferiores al mercado. El tercer rescate del Citigroup, a finales de febrero, convertía las acciones preferentes del gobierno en acciones ordinarias a un precio significativamente superior al precio de mercado, un subsidio del cual no se percatarían incluso la mayoría de los lectores del Wall Street Journal en primera lectura. Y las acciones preferentes convertibles que el Tesoro adquirirá al amparo del nuevo Financial Stability Plan otorgan la opción de la conversión (y de lo contrario) a los bancos, no al gobierno. Este último plan ha estado fuertemente influenciado por el sector financiero y el Tesoro no lo ha ocultado. Y es probable que este plan proporcione préstamos baratos a los hedge funds y a otros fondos de inversiones para que puedan comprar activos de bancos en apuros a precios relativamente altos. En marzo 2009 contaba al Congreso Neel Kashkari, un alto funcionario del Tesoro con Henry Paulson y Tim Geitner (y ex discípulo de Goldman) que “habíamos recibido propuestas espontaneas de gente del sector privado diciendo **Tenemos capital apartado y queremos conseguir esos activos (del banco en apuros)** . Y el plan les deja hacer precisamente eso porque “con el matrimonio entre capital del gobierno – de los contribuyentes – y capital del sector privado y proporcionando financiación, se les permitirá luego a esos inversores conseguir aquellos activos a un precio que tiene sentido para los inversores y que tiene sentido para los bancos” Kashkari no mencionó nada sobre lo que tiene sentido para el tercer grupo, los contribuyentes. Aun dejando a un lado la equidad hacia los contribuyentes, resulta profundamente inquietante el planteamiento con guante de terciopelo del gobierno por una sencilla razón. Y es que resulta inadecuado cambiar la conducta de un sector financiero acostumbrado a hacer negocios con sus propias condiciones, en unos momentos en que ese comportamiento tiene que cambiar. Como en otoño pasado decía un anónimo empleado de banca al New York Times: “No importa cuánto nos dé Hank Paulson porque nadie va prestar un céntimo hasta que se mueva la economía”. Pero ahí está el problema: la economía no se recupera hasta que los bancos estén saneados y dispuestos a dar préstamos. LA SALIDA DE LA CRISIS Contemplando solo la crisis financiera y dejando a un lado los problemas de las grandes economías, nos enfrentamos al menos a dos principales problemas interrelacionados. El primero es un sector bancario desesperadamente enfermo que amenaza con ahogar cualquier recuperación incipiente que puedan generar los estímulos fiscales. El segundo es un equilibrio político de poderes que concede al sector financiero un poder de veto sobre la política pública, aun cuando ese sector pierde apoyo popular. Parece que desde que comenzó la crisis solamente los grandes bancos han ganado fortaleza política. Y esto no es sorprendente. Estando el sistema financiero tan frágil ,el daño que pudiera causar el fracaso de un banco importante (Lehman era pequeño en relación con Citigroup o Bank of America) es mucho mayor que hubiera sido en épocas normales. La banca ha venido explotando este temor mientras arrancaba acuerdos favorables a Washington. En enero, Bank of America obtuvo su segundo paquete de rescate después de advertir al gobierno que podría ser incapaz de culminar la adquisición de Merrill Lynch, una posibilidad que no quería considerar el Tesoro. Los retos con que se enfrentan los EEUU son un territorio familiar para la gente del FMI. Si usted oculta el nombre del país y solamente les muestra los números, no cabe duda que los veteranos del Fondo le dirían que se nacionalicen los bancos en apuros y que se fragmentaran del modo que fuera necesario. Por supuesto, de alguna manera el gobierno ya ha tomado el control del sistema bancario. Esencialmente ha garantizado los pasivos de los mayores bancos y es la única fuente efectiva de capital hoy. Mientras tanto, la Reserva Federal ha asumido un papel principal en la provisión de crédito a la economía, una función que se supone debería realizar el sector bancario pero que no realiza. Y sin embargo, hay límites para lo que puede hacer la Fed por si misma; los consumidores y las empresas son aun dependientes de bancos que carecen de balances y de incentivos para hacer los préstamos que la economía necesita; y el gobierno no tiene un control real sobre quienes gestionan los bancos o sobre lo que hacen. En la raíz de los problemas de la banca están las grandes pérdidas que indudablemente les han ocasionado sus carteras de préstamos y valores. Pero no quieren reconocer la total amplitud de sus pérdidas, porque probablemente les expondrían como insolventes. De modo que minoran los problemas y demandan cuantías que son insuficientes para sanearlos (de nuevo no quieren revelar las cuantías reales que serian necesarias para ello) pero que bastan para mantenerlos de pie un poco tiempo más. Esta conducta es corrosiva porque los bancos insolventes o no prestan (atesorando dinero para sostener sus reservas) o hacen jugadas desesperadas con préstamos de alto riesgo e inversiones que podrían darles altos rendimientos pero que probablemente no les den ninguno. En ambos casos, la economía sigue sufriendo y , como está sucediendo, los propios activos continúan deteriorándose, creando un circulo vicioso altamente destructivo. Para romper ese círculo, el gobierno debe forzar a los bancos para que reconozcan el alcance de sus problemas. Tal y como entiende el FMI y el propio gobierno de los EEUU ha insistido en el pasado ante múltiples países con economías emergentes, el modo más directo de hacerlo es la nacionalización. En vez de eso, el Tesoro intenta negociar los rescates banco por banco y actúa como si los bancos tuvieran todas las cartas, retorciendo los términos de cada acuerdo para minimizar la propiedad gubernamental; mientras está renunciando a la influencia gubernamental sobre la estrategia o las operaciones del banco. En estas circunstancias resulta imposible limpiar los balances bancarios. La nacionalización no implicaría la propiedad permanente del Estado. El consejo del FMI sería esencialmente que se elevara el nivel de los procedimientos de la Federal Deposit Insurance Corporation. Una “intervención” de la FDIC es básicamente una bancarrota para bancos gestionada por el gobierno. Permitiría al gobierno barrer a los accionistas, limpiar el balance y luego vender los bancos de nuevo al sector privado. La principal ventaja es el reconocimiento inmediato del problema para que pueda resolverse antes de que empeore. El gobierno necesita revisar los balances e identificar aquellos bancos que no podrán sobrevivir a una severa recesión. Estos bancos tendrían que afrontar una elección: o contabilizan sus activos por el verdadero valor y elevan sus capital privado en treinta días o pasan a poder del gobierno. El gobierno amortizaría los activos tóxicos de los bancos en suspensión de pagos (reconociendo así la realidad) con transferencia de esos activos a una entidad separada del gobierno que intentaría salvar todo lo que posiblemente tuviera valor para el contribuyente, como hizo la Resolution Trust Corporation tras la debacle de las cajas de ahorro en los ochenta. Y podrían ser vendidos luego los bancos depurados y limpios, capaces de prestar con seguridad porque habrían recuperado la confianza de nuevo de otros prestamistas e inversores. La limpieza de los megabancos será compleja. Y será cara para el contribuyente; conforme a las últimas cifras del FMI, a largo plazo la limpieza del sistema bancario costaría probablemente 1,5 billones de dólares (o el 10 por ciento del PIB). Pero solo la acción decisiva del gobierno saneará al sector financiero en su conjunto, exponiendo la total amplitud de la podredumbre financiera y restaurando a un cierto número de bancos con una solvencia verificable públicamente. Es posible que esto parezca una fuerte medicina. Sin embargo, la realidad es que es insuficiente aunque sea necesaria. El segundo problema al que se enfrentan los EEUU, el poder de la oligarquía, es justo tan importante como la inmediata crisis de los préstamos. Y en este frente, desde el FMI el consejo nuevamente sería simple: romper la oligarquía. El desproporcionado sobredimensionamiento de las entidades tiene influencia sobre la política pública; los principales bancos que tenemos hoy obtienen gran parte de su poder por ser demasiado grandes para fallar. Y eso no lo modificaría la nacionalización y la reprivatización; y aunque sería justa y sensata la sustitución de los ejecutivos que nos llevaron a esta crisis, en última instancia el reemplazo de un conjunto de poderosos gestores por otro solamente cambiaría el nombre de los oligarcas. Lo ideal sería vender los grandes bancos en trozos de tamaño mediano, divididos por regiones o por tipos de negocios. Donde esto resultara impracticable porque su venta tendría que ser rápida, podrían venderse íntegros pero con la condición de que fueran fragmentados dentro de un plazo corto. Los bancos que permanecieran en manos privadas estarían también sujetos a limitaciones de tamaño. Esto puede parecer un paso burdo y arbitrario, pero es la mejor manera de limitar el poder de las entidades individuales en un sector que es esencial para el conjunto de la economía. Por supuesto que alguna gente alegará los “costes de eficiencia” de un sistema bancario más fragmentado; y esos costes son reales. Pero también son reales los costes cuando explota un banco demasiado grande para fallar, un arma financiera de destrucción masiva. Algo que es demasiado grande para fallar es demasiado grande para existir. Asimismo es necesario revisar la legislación anti-trust para garantizar la fragmentación sistemática de la banca evitando que la futura reaparición de los peligrosos colosos. Una legislación que se puso en marcha hace más de cien años para combatir los monopolios industriales, no estaba prevista para abordar el problema que afrontamos ahora. Actualmente el problema en el sector financiero no es que una determinada firma tenga una cuota de mercado suficiente para influir en los precios; sino que una firma o un pequeño conjunto de firmas interconectadas, al quebrar puedan derribar la economía. Los estímulos fiscales de la Administración Obama evocan a Franklin D. Roosevelt (el presidente que superó la Gran Depresión) pero lo que necesitamos imitar es la legislación sobre bancarrota de los trusts de Teddy Roosevelt. Aunque rezume populismo, los topes en la retribución de los ejecutivos pueden contribuir a restaurar el equilibrio político de poder e impedir la emergencia de una nueva oligarquía. Para la gente que trabaja en Wall Street y para los funcionarios gubernamentales que se sienten felices de disfrutar de la gloria que proyecta, la principal atracción de Wall Street ha sido la asombrosa cantidad de dinero que permitía lograr. La limitación de ese dinero reduciría el encanto del sector financiero y lo asemejaría más a cualquier otra industria. Sin embargo, los topes rotundos en las remuneraciones son burdos, especialmente a largo plazo. Y actualmente la mayor parte del dinero se hace en las grandes firmas de capital riesgo y en los hedge funds; por lo que sería complicado la reducción de las retribuciones. La fiscalidad y la regulación tienen que ser parte de la solución. Aunque con el tiempo es posible que los cambios que supongan más transparencia y competencia, harían disminuir las comisiones de la industria financiera. Para quienes dicen que esto desplazaría las actividades financieras a otros países, podríamos replicarles ahora, pues qué bien. DOS CAMINOS Parafraseando a Joseph Schumpeter, el economista de principios del siglo XX, todo país tiene una élite; lo importante es cambiarla de vez en cuando. Si los EEUU fueran solo cualquier otro país que llega al FMI con el sombrero en las manos, yo podría ser bastante optimista respecto a su futuro. La mayoría de las crisis de los mercados emergentes que he mencionado terminaron relativamente pronto, y en su mayor parte, dejaron paso a recuperaciones relativamente fuertes. Pero esto desgraciadamente nos ofrece los límites de la analogía entre los EEUU y los mercados emergentes. Los países con mercados emergentes tienen solamente un dominio precario de la riqueza y son frágiles en el plano global. Cuando se encuentran en apuros, se quedan literalmente sin dinero o al menos sin divisas, sin las cuales no pueden sobrevivir. Tienen que tomar decisiones difíciles; y a la larga se introducen medidas drásticas. Desde luego, los EEUU son la nación más poderosa del mundo, ricos sea cual sea medida de referencia y han sido bendecidos con el privilegio exorbitante de pagar sus deudas extranjeras en su propia moneda que ellos mismo imprimen. Como resultado, podrían muy bien ir dando tumbos durante años como ocurrió con Japón durante su década perdida, sin disposición de ánimo para hacer lo que necesitan hacer y sin recuperarse nunca. En estos momentos, no parece cosa segura que se produzca una ruptura tajante con el pasado que suponga la toma y limpieza de los principales bancos. Desde luego nadie en el FMI les forzará a ello. En mi opinión, los EEUU se enfrenta a dos escenarios posibles. El primero implica acuerdos banco por banco y la continuada repetición de ruidosos rescates, como los que vimos en febrero con Citigroup y AIG. La Administración intentará salir adelante y reinará la confusión. Boris Fyodorov, el desaparecido ministro de finanzas de Rusia, combatió durante gran parte de los últimos veinte años a los oligarcas, a la corrupción y a los abusos de autoridad en todas sus manifestaciones. Gustaba decir que la confusión y el caos servían a los intereses de los poderosos, permitiéndoles que se apoderaran de cosas, legal e ilegalmente, con impunidad. Con una inflación alta ¿quién puede decir lo que vale realmente una determinada propiedad? Cuando el sistema de crédito se apoya en disposiciones gubernamentales bizantinas y en acuerdos en la trastienda, ¿cómo se puede saber de cuanto nos han desplumado? Nuestro futuro podría basarse en el continuo tumulto que alimenta el saqueo del sistema financiero; mientras hablamos cada vez más sobre cómo nuestros oligarcas se convierten en bandidos y cómo la economía no acaba de arrancar. El segundo escenario comienza de modo más sombrío y podría terminar también de esa manera. Pero al menos proporciona alguna esperanza que sacudiría nuestro letargo. Consiste en esto: la economía global sigue deteriorándose, se colapsa el sistema bancario del centro y este de Europa y se extiende por el continente el temor justificado a la insolvencia gubernamental; porque los bancos de Europa del Este son en su mayoría propiedad de los bancos occidentales. Los acreedores sufren más golpes y la confianza se deteriora aún más. Resultan devastadas las economías asiáticas que exportan bienes manufacturados y también los productores de materias primas de Latinoamérica y África se encuentran por el estilo. Un empeoramiento tremendo del entorno global pondría de rodillas a la ya vacilante economía estadounidense. Los índices de crecimiento utilizados como base del presupuesto actual de la Administración estadounidense son considerados cada vez menos realistas y “el escenario color rosa” que el Tesoro de los EEUU está usando actualmente para evaluar los balances de los bancos, se convierte en fuente de un gran bochorno. Bajo este tipo de presiones y enfrentados a la perspectiva de un colapso nacional y global, es posible que la mentes se concentren más. Todavía la sabiduría convencional entre la élite sostiene que la actual depresión “no será tan mala como la Gran Depresión”. Y esa visión es errónea. La realidad es que lo que nos enfrentamos podría ser peor que la Gran Depresión, porque el mundo está ahora mucho más interconectado y el sector bancario es mucho más grande actualmente. Nos enfrentamos a una disminución sincronizada de la actividad económica en casi todos los países, a la debilitación de la confianza de personas y países y a problemas importantes en las finanzas de los gobiernos. Si nuestro liderazgo hace frente a las consecuencias potenciales, es posible que todavía veamos la adopción de acciones espectaculares en el sistema bancario y la ruptura de la vieja élite. Esperemos que no sea demasiado tarde.- |
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La juez deniega a Guinea personarse en el caso sobre las cuentas de Obiang
El tribunal investiga sobre inmuebles y cuentas millonarias en España que podrían pertenecer al dirigente africano JOSÉ MARÍA IRUJO ELPAIS.com España 26-01-2010 El Gobierno de Teodoro Obiang, presidente de Guinea, no podrá personarse en la investigación judicial que se sigue en España sobre presuntas cuentas de su mandatario y de sus ministros, según señalan fuentes judiciales. La juez Ana Isabel de Vega Serrano, titular del juzgado número 5 de Las Palmas, ha resuelto no admitir la personación del Estado de Guinea Ecuatorial en la investigación que sigue su juzgado sobre inmuebles y cuentas millonarias en España, supuestamente propiedad de Teodoro Obiang, y de varios de sus ministros y ex ministros. Una resolución de la magistrada argumenta que, de momento, el Estado guineano no está perjudicado ni imputado en esta causa, por lo que rechaza la petición de los abogados que representan a este país para personarse como acusación particular, una solicitud que ha causado sorpresa porque la investigación se centra precisamente en el presidente Obiang, sus familiares y ministros por unas prácticas que un informe del Servicio de Prevención de Blanqueo de Capitales del Banco de España (SEBPLAC) califica de sospechosas. Fuentes judiciales señalan que el intento de personación tenía previsiblemente por objeto conocer la información y los informes policiales que investiga el juzgado de las Palmas. La juez de Vega ha rechazado con los mismos argumentos la petición de personación en la causa de los ciudadanos rusos Vladimir Kokorev y su esposa Julia Khoreva, investigados como titulares de una cuenta en el Banco de Santander que movió 17, 6 millones de euros desde la que se transfirió dinero a familiares de Obiang. El fiscal Luis del Río Montes de Oca se había opuesto a la personación con los mismos argumentos de la juez. El juzgado ha pedido al Grupo de delincuencia Económica y Fiscal de la policía que estudie y analice los movimientos y operaciones de la sociedad Kalunga Company SA, supuesta tapadera del dirigente africano que movió en el Banco de Santander más de 26,5 millones de dólares. Las personas autorizadas para mover el dinero de esta sociedad eran el matrimonio Kokorev, él licenciado en Filología y doctor en Historia, y ella periodista e intérprete, ambos residentes en Las Palmas. Una pesquisa del Subcomité de Investigaciones del Senado de EE UU descubrió que Obiang era el dueño de la llamada Cuenta del Petróleo de Guinea Ecuatorial en el banco norteamericano Riggs, desde la que se enviaron a Kalunga Company SA 16 transferencias entre el 7 de junio de 2000 y el 11 de diciembre de 2003 por 26 millones de dólares. Desde esas cuentas recibieron dinero Melchor Osono Edjo, sobrino de Obiang, y Faustino Abeso Fuma, yerno del dictador guineano. El juzgado intenta determinar si hubo blanqueo de capitales. Obiang y varios de sus ministros son propietarios en España de pisos y plazas de garaje que la Asociación Pro Derechos Humanos de España vinculó en una denuncia con las cuentas abiertas por la sociedad Kalunga Company SA. http://www.elpais.com/articulo/espana/juez...lpepunac_17/Tes |
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El dilema de Bernanke
PAUL KRUGMAN EL PAÍS Economía 26-01-2010 Un republicano ha ganado en Massachusetts y, de repente, no está claro si el Senado confirmará a Ben Bernanke como presidente de la Reserva Federal para un segundo mandato. Eso no es tan extraño como parece: Washington se ha dado cuenta de pronto de la indignación de los ciudadanos ante las políticas que han rescatado a los grandes bancos, pero no han conseguido crear empleo. Y Bernanke se ha convertido en símbolo de esas políticas. ¿Cuál es mi postura? Admiro profundamente a Bernanke, como economista y por su respuesta a la crisis financiera. (Para conocimiento general: antes de irse a la Reserva, dirigía el Departamento de Economía de Princeton y me contrató para el puesto que actualmente tengo allí). Pero sus detractores tienen buenos argumentos. Como conclusión, estoy a favor de su renovación en el cargo, pero sólo porque destituirle podría empeorar las políticas de la Reserva, no mejorarlas. ¿Cómo hemos llegado a una situación en la que eso es lo mejor que puedo decir? Bernanke es un excelente investigador en economía. Y desde la primavera de 2008 hasta la de 2009, su experiencia académica y su función política encajaron a la perfección, ya que empleaba tácticas agresivas y poco ortodoxas para esquivar una segunda Gran Depresión. Desgraciadamente, ésa no es toda la historia. Antes de que estallara la crisis, Bernanke era en gran medida un funcionario de la Reserva convencional y típico, que compartía plenamente la complacencia de la institución. Y lo que es peor, después de que terminase la fase aguda de la crisis, volvió a sumergirse en esa corriente dominante. Una vez más, la Reserva siente una complacencia peligrosa y, una vez más, Bernanke parece compartirla. Fíjense en estos dos problemas: la reforma financiera y el paro. Allá por el mes de julio, Bernanke habló en contra de una propuesta de reforma clave: la creación de un nuevo organismo de protección financiera de los consumidores. Instó al Congreso a mantener la situación actual, en la que la protección de los consumidores ante las prácticas financieras injustas es responsabilidad de la Reserva Federal. Pero el problema es éste: durante la época que precedió a la crisis, mientras proliferaban los abusos financieros, la Reserva no hizo nada. En concreto, ignoró las advertencias relacionadas con los préstamos subprime. Por eso llamaba la atención que en su declaración Bernanke no reconociese ese fracaso, no explicase lo que había pasado y no ofreciese razones para creer que la Reserva se comportaría de forma diferente en el futuro. Su mensaje se reducía a: "Sabemos lo que estamos haciendo; confíen en nosotros". Como he dicho, la Reserva ha retornado a una complacencia peligrosa. Y luego está el paro. Puede que la economía no se haya hundido, pero está en una situación terrible, en la que el número de personas que buscan trabajo es seis veces superior al de puestos vacantes. Y Bernanke tampoco espera ninguna mejora rápida: el mes pasado, cuando predijo que el paro iba a bajar, admitió que el ritmo de bajada sería "más lento de lo que nos gustaría". De modo que, ¿qué propone que se haga para crear empleo? Nada. Bernanke no ha dado ninguna muestra de que sienta la necesidad de adoptar políticas que puedan reducir el paro más deprisa. En lugar de eso, ha respondido a las insinuaciones de que la Reserva tome más medidas con frases huecas sobre "el anclaje de las expectativas en cuanto a la inflación". Es duro, pero cierto, afirmar que se comporta como si la misión ya estuviese cumplida ahora que se ha rescatado a los grandes bancos. ¿Qué ha pasado aquí? Yo tengo la sensación de que Bernanke, como muchas personas que trabajan codo con codo con el sector financiero, ha terminado viendo el mundo a través de los ojos de los banqueros. Lo mismo podría decirse de Timothy Geithner, el secretario del Tesoro, y de Larry Summers, el principal economista de la Administración de Obama. Pero ellos no están a merced del Senado, mientras que Bernanke sí lo está. Teniendo esto en cuenta, ¿por qué no rechazar a Bernanke? Hay otras personas con el peso intelectual y la sabiduría política necesarios para asumir el puesto: entre los posibles candidatos estarían mi compañero de Princeton Alan Blinder, ex vicepresidente de la Reserva, y Janet Yellen, la presidenta de la Reserva de San Francisco. Pero -y aquí llega mi defensa de la renovación de Bernanke- cualquier buena alternativa para el puesto supondría una lucha encarnizada en el Senado. Y optar por una mala alternativa tendría consecuencias verdaderamente nefastas para la economía. Además, las decisiones políticas en la Reserva se toman mediante la votación del comité. Y aunque Bernanke parece estar demasiado poco preocupado por el paro y excesivamente preocupado por la inflación, muchos de sus compañeros son peores. Sustituirle por alguien menos respetado, con menos capacidad para influir en la discusión interna, podría terminar fortaleciendo las garras de los halcones de la inflación y haciendo aún más daño a la creación de empleo. Eso no es un respaldo incondicional, pero es lo mejor que puedo ofrecer. Si Bernanke es reelegido, él y sus compañeros tienen que darse cuenta de que lo que ellos consideran un éxito de la política es en realidad un fracaso. Hemos evitado una segunda Gran Depresión, pero nos enfrentamos a un paro masivo -un paro que arruinará las vidas de millones de estadounidenses- durante los años venideros. Y la Reserva tiene la responsabilidad de hacer todo lo que pueda para acabar con esa plaga. Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y Premio Nobel de Economía 2008. © 2009 New York Times News Service. Traducción de News Clips. http://www.elpais.com/articulo/economia/di...elpepieco_9/Tes |
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Invitado_Maripili_* |
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Davos arranca en clave de 're'
El Blog de Lluís Bassets 27 enero, 2010 Repensar, rediseñar, reconstruir. Este ésta es la letanía de Davos este año. La economía, por supuesto. Pero no sólo: las distintas políticas, las instituciones, los sistemas y el mundo. Re es el prefijo de 'reseting', reiniciar, la palabra clave para las nuevas relaciones entre Estados Unidos y Rusia. Pero se puede aplicar a prácticamente todos los campos porque, entre otras cosas, simboliza muy bien dos cosas: la reformulación de la política internacional de Obama durante su primer año presidencial, y el nuevo reparto de las cartas en el juego del poder. El paradigma ‘re’ parte de la previa avería de un sistema que hay reparar. Pero tropieza con la dificultad de su aplicación durante el último año como mínimo. En el Davos de 2009 era el entero capitalismo el que entraba en el sanatorio, otra metáfora de la reparación. Pero por lo que se ha visto un año después apenas se ha conseguido frenar la recesión, mediante montañas de dinero público tan altas como los Alpes suizos, sin que se haya alcanzado todavía la fase siguiente de la recuperación. Sobre todo en lo que afecta a los puestos de trabajo, que se pierden a chorro en estos momentos en buena parte de los países desarrollados. La urgencia de la aplicación del paradigma ‘re’ es mucho mayor a la vista de las recientes dificultades de Obama, que confirman errores de cálculo tanto sobre los obstáculos a superar como sobre las propias fuerzas. Este Davos que hoy empieza será un balcón privilegiado para observar cómo se las compone la Casa Blanca después de la derrota electoral de Massachusetts y del enfrentamiento con Wall Street: su Estado de la Nación la próxima madrugada se verá desde aquí con gran interés y será objeto al día siguiente de abudantes debates. Mucho se hablará sobre la frontera entre banca financiera y banca comercial y los límites al tamaño de las entidades, para evitar que el ‘demasiado grande para que se caiga’ (to big to fail) funcione como un seguro fraudulento para prácticas indeseables. En cuanto al nuevo reparto de poder en el mundo es fácil aventurar las dos líneas que Davos desarrollará, que se pueden sintetizar en la debilidad de los europeos y la emergencia de las nuevas potencias del futuro, los BRIC (Brasil, Rusia, India, China) que algunos consideran BIC (sin Rusia) o BICS (con Sudáfrica). El discurso de apertura, a cargo de un Nicolas Sarkozy en horas bajas y con ansias por recuperar popularidad entre los electores franceses, dará alguna medida de la presencia de la UE en la escena internacional: cabe sospechar que muy escasa; pero ya se verá. El presidente francés seguro que no querrá pasar desapercibido. La presencia de Lula da Silva expresa muy bien el peso creciente de Brasil y de los otros brics en la feria del poder mundial que es Davos: los sudafricanos, con la promoción de la copa del mundo de fútbol, serán una de las estrellas del encuentro. También estará Zapatero, en dos mesas redondas pero sin que tenga una sesión especial para él sólo, con presentación de Klaus Schwab, el presidente del Foro, como suele ser de rigor con los líderes de moda. Desconozco por qué: si es La Moncloa que busca el perfil bajo o el Foro que no le ha querido dar tanta preeminencia. Al empezar la crisis, Sarkozy quería refundar el capitalismo, otra jugada 're'. Veremos que nos dice hoy y si le basta con recuperar algo de su credibilidad. Lo que es seguro es que Lula y los otros emergentes actuarán con el aplomo de las nuevas y buenas bazas que les ha dado el nuevo reparto de poder en el mundo. De Washington a Davos, estos serán unos días pródigos en debates y discursos solemnes sobre como recomponer este mundo nuestro tan averiado y una exhibición del nuevo reparto de cartas, entre los países desarrollados y los emergentes, oriente y occidente, o incluso público y privado http://blogs.elpais.com/lluis_bassets/2010...ma-re.html#more |
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Invitado_Bruce Beelher_* |
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El espectáculo de la tragedia haitiana
El Mundo Rui Ferreira (Enviado especial) | Haití Actualizado martes 26/01/2010 19:50 horas Para las cadenas de televisión de Estados Unidos, la tragedia de Haití se ha transformado en un espectáculo. El terremoto ha dejado de ser el foco de la atención y los periodistas se han transformado en el centro de la noticia, no las victimas del seísmo. En los últimos días, los más conocidos rostros de la CNN han presentado las noticias involucrándose ellos mismo en el desarrollo de ellas, participando en ellas y además comentando lo que han hecho. El caso más emblemático es el de Anderson Cooper, el joven canoso presentador estrella de la cadena de noticias, que una tarde salió a la calle con dos cámaras. Una que llevaba en la mano – que nunca usó– y otra que lo seguía a él. Al doblar una esquina de Puerto Príncipe y, aparentemente, toparse con una pelea entre saqueadores, Cooper no filmó el acontecimiento sino que trató, cámara en mano –mientras la otra lo seguía– mediar en la discusión. Cualquier televidente lucido se dio cuenta de que estaba buscando que le dieran un golpe. Todo reportero serio hoy día en la capital haitiana, sabe que no se debe involucrar en algo así. Menos Cooper El presentador no se llevó el golpe, sino que le tocó a un joven que estaba cerca y comenzó a sangrar de la cabeza y el rostro se volvió rojo. Todos los golpes en la cabeza sangran mucho y en televisión a colores mucho más. ¿Qué hizo Cooper? Pues dejó caer al piso su cámara portátil de 4.000 dólares, como si CNN tuviera dinero para soltar, y se abalanzó al joven diciendo: "No te preocupes que te ayudo. Te ayudo". Y al mismo tiempo que le decía a la cámara que lo filmaba: "Tengo que ayudarlo, voy ayudar a este joven". Pero el joven no quería ser ayudado sino escapar del infierno que vivía. Eso a Cooper no le importó porque no estaba dispuesto a perder la presa televisiva y, sin pensarlo dos veces, cargó el joven en la espalda, obteniendo el doble efecto televisivo. Su camiseta se mancho de sangre y 'salvó' a un herido. No fue lejos, caminó dos o tres pasos, lo sentó en el piso de una esquina y dijo hacia la cámara: "Hemos salvado al joven, es nuestra obligación". Otro caso de la CNN, es el doctor Sangay Gupta, el especialista de asuntos médicos de la cadena, que vino a Haití a comentar sobre el estado de salud mental de las victimas, las posibilidades de epidemias, como evacuar a los heridos o organizar un sistema de salud nacional. Pero Gupta, médico neurológico de la Universidad de California, se llevó la corona en lo que a espectáculo televisivo se refiere. Es que, el hombre que estuvo a punto de ser nombrado el 'cirujano general de Estados Unidos', en uno de sus recorridos por la ciudad, encontró un niño que tenia incrustado en la cabeza un pedazo de cemento. Lo recogió y lo llevó hacia un hospital militar. Allí decidieron trasladarlo hacia la enfermería del portaviones Carl Vinson para operarlo porque las salas de los demás hospitales estaban ocupadas. ¿Qué hizo Gupta, en nombre del espectáculo? Se vistió la bata verde, colocó una cámara de CNN en la sala de operaciones y llevó a cabo el procedimiento, narrándolo en vivo y en directo para los espectadores de la cadena. Eso fue por la tarde. Durante toda la madrugada, CNN repitió las imágenes de la operación continuamente, como el gran hecho de uno de los suyos, a favor de la infancia haitiana. Y también la Fox Pero no es sólo CNN. La cadena Fox también está en la misma línea. Desde el primer día trajo al puertorriqueño Geraldo Rivera, el hombre para quien la noticia no tiene interés si él no está por el medio y que, en los tiempos de guerra, va al frente de batalla y le pregunta los soldados: "¿Si yo me viera en la misma situación que tú, que es lo que yo tendría que hacer para ser igual que tú?". Geraldo, como lo conocen millones de personas, llegó a Haití 'in style': avión ejecutivo y con las puertas abiertas a toda la nomenclatura naval. Minutos después de desembarcar en el Carl Vinson, estaba delante de un bebé que nació a bordo de un helicóptero de la Guardia Costera, y volvió a sus viejos hábitos. Le preguntó al médico: "Si yo tuviera que asistir a una madre pariendo dentro de un helicóptero, ¿que es lo que yo tendría que hacer?". Y después se vira para la cámara y remata: "Chicos, no intenten esto en casa". La tarde en que Geraldo fue al portaviones, cuando uno de sus helicópteros regresaba a casa tras un día entero evacuando heridos y muertos, un piloto le preguntó al otro: “¿Es cierto que Geraldo estuvo hoy en el barco?”. Y el otro le contestó: “Así es, pero el payaso sólo se quedó una hora”. http://www.elmundo.es/america/2010/01/27/n...1264549070.html |
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Invitado_Andy Maykuth_* |
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#2768
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Una caridad para Haití
M. Á. BASTENIER EL PAÍS Internacional 27-01-2010 La consigna se llama "reconstruir Haití". ¡Ah!, pero ¿es que estaba construido? La sabiduría popular es inapelable: siempre tiene que haber pobres; es ley de vida. El problema es que sean siempre los mismos. ¿Por qué la medio isla antillana, poblada de descendientes de esclavos negros, figura casi al final de la relación de la ONU de 192 países en renta per cápita y desarrollo humano? En el siglo XVIII Saint Domingue era gracias a la explotación del azúcar la colonia más rica de Francia; rica para los plantadores franceses, que nunca la desarrollaron como colonia de poblamiento, como sí hizo España en lo que hoy es América Latina. Por eso, Haití está habitado únicamente por negros -96%- y algunos mulatos. La primera República Francesa decretó efímeramente el fin de la esclavitud en 1794, tras una revuelta de Espartacos de ébano, que habían arrasado la tenue superestructura de propietarios blancos y con Toussaint Louverture proclamaron la primera república de América del Sur. A comienzos del siglo XIX Henri Christophe se coronaba emperador, edificaba un Estado militarista y jacobino de palacios del barroco vienés -Sans Souci- que como el de Prusia parecía un ejército que tuviera un país, y sus sucesores ocupaban durante un tiempo la parte hispanófona de la isla, o República Dominicana. El siglo XIX latinoamericano fue malo, y si a eso vamos, el de España tampoco fue una gloria. Pero el criollo, descendiente de españoles, se había formado, al menos en casos preclaros, con la Ilustración; y aunque eso no hizo que tratara mejor a los pueblos originarios o sobrevenidos por la esclavitud, sí le permitió constituir, en cambio, una cierta masa crítica, que si tampoco se lució construyendo países, sí tenía suficiente conocimiento de los modelos de referencia. Nada parecido ocurrió en Haití. Los ricos enciclopedistas fueron pasados por las armas o se fueron a almorzar al café Procope de París, y la masa de esclavos sin instrucción, cualquiera que sea su color, sólo podía generar atraso. La pobreza sin aportaciones externas, sólo engendra más pobreza. En el sofoco que ha provocado la mostración universal de un país devastado por el terremoto, ha habido un recluta excepcionalmente voluntarioso: el presidente Barack Obama. Tanto que cabría pensar que después de toda la decepción en su primer año de mandato, quería una revancha; que a las declaraciones sublimes sucedieran no sólo hechos mediocres, como en Irak, Afganistán, Palestina o la capa de ozono, sino clamorosos, y, en un terreno más práctico, atajar la formación de una ola de refugiados que inundasen las costas norteamericanas; para ello desplegaba, bien que a petición del Gobierno de René Préval, una fuerza de 12.000 soldados, surtida de un avituallamiento aerotransportado con el que comerían los 10 millones de haitianos casi el resto del siglo. ¿Hacía falta tanta tropa para distribuir la ayuda y mantener el orden, cuando ya hay 11.000 enviados de la ONU, y de ellos 9.000 soldados y policías? Francia y Brasil fruncen comprensiblemente el ceño. Aunque Washington no sueñe, contrariamente a lo que apostrofa el presidente venezolano Hugo Chávez, con provocar seísmos para reocupar la isla -que sometió a protectorado de 1915 a 1934- pese a todo ese despliegue ahora que hay en el país mayor reserva de alimentos que nunca anteriormente, es cuando se está pasando más hambre que antes del seísmo. El mundo ha preferido ignorar el escándalo haitiano -900 euros per cápita, contra más de 10.000 en Chile- y muy señaladamente, deben asumir responsabilidades Francia, la antigua metrópoli, que estranguló a Haití con el pago de una indemnización punitiva a cambio de reconocer su independencia; y EE UU, que no ha cesado de apoyar regímenes salvajemente dictatoriales como el de François Duvalier (1957-71), Papá Doc, y su hijo, lógicamente Baby Doc, hasta su exilio en 1986, o arruinar las cosechas haitianas con sus subsidios a la agricultura nacional. Pero que nadie alegue la virginal inocencia de una clase dirigente que es miserable y unos Gobiernos corruptos, entre los que el término oligarquía no dejaría en ridículo al propio Marx. Ni el capitalismo es el único culpable, ni la desconexión -si alguien sabe qué es eso- de Samir Amin, la solución. Reconstruir Haití, dice el presidente dominicano, Leonel Fernández, en cuyo territorio vecino se ha refugiado esa oligarquía, costaría 10.000 millones de dólares. Si el bochorno mundial no se disipa, como en tantos otros casos, que se utilicen para construir de una vez Haití; bajo control internacional. http://www.elpais.com/articulo/internacion...lpepiint_10/Tes |
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Invitado_Pepin_* |
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#2769
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Invitado ![]() |
No aprenderá Obiang con lo de Haití. Ese país esta arruinado con los sucesivos gobiernos dictatoriales. Guinea se merece otro nivel. Hace falta ser ceporro.. ..Con las rentas del petróleo puede modernizar el país. Pero no lo ve. El tío no lo ve.
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Invitado_Katharina Von Strauger_* |
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Publicado:
#2770
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CITA Remarks by the President in State of the Union Address 9:11 P.M. EST THE PRESIDENT: Madam Speaker, Vice President Biden, members of Congress, distinguished guests, and fellow Americans: Our Constitution declares that from time to time, the President shall give to Congress information about the state of our union. For 220 years, our leaders have fulfilled this duty. They've done so during periods of prosperity and tranquility. And they've done so in the midst of war and depression; at moments of great strife and great struggle. It's tempting to look back on these moments and assume that our progress was inevitable -– that America was always destined to succeed. But when the Union was turned back at Bull Run, and the Allies first landed at Omaha Beach, victory was very much in doubt. When the market crashed on Black Tuesday, and civil rights marchers were beaten on Bloody Sunday, the future was anything but certain. These were the times that tested the courage of our convictions, and the strength of our union. And despite all our divisions and disagreements, our hesitations and our fears, America prevailed because we chose to move forward as one nation, as one people. Again, we are tested. And again, we must answer history's call. One year ago, I took office amid two wars, an economy rocked by a severe recession, a financial system on the verge of collapse, and a government deeply in debt. Experts from across the political spectrum warned that if we did not act, we might face a second depression. So we acted -– immediately and aggressively. And one year later, the worst of the storm has passed. But the devastation remains. One in 10 Americans still cannot find work. Many businesses have shuttered. Home values have declined. Small towns and rural communities have been hit especially hard. And for those who'd already known poverty, life has become that much harder. This recession has also compounded the burdens that America's families have been dealing with for decades –- the burden of working harder and longer for less; of being unable to save enough to retire or help kids with college. So I know the anxieties that are out there right now. They're not new. These struggles are the reason I ran for President. These struggles are what I've witnessed for years in places like Elkhart, Indiana; Galesburg, Illinois. I hear about them in the letters that I read each night. The toughest to read are those written by children -– asking why they have to move from their home, asking when their mom or dad will be able to go back to work. For these Americans and so many others, change has not come fast enough. Some are frustrated; some are angry. They don't understand why it seems like bad behavior on Wall Street is rewarded, but hard work on Main Street isn't; or why Washington has been unable or unwilling to solve any of our problems. They're tired of the partisanship and the shouting and the pettiness. They know we can't afford it. Not now. So we face big and difficult challenges. And what the American people hope -– what they deserve -– is for all of us, Democrats and Republicans, to work through our differences; to overcome the numbing weight of our politics. For while the people who sent us here have different backgrounds, different stories, different beliefs, the anxieties they face are the same. The aspirations they hold are shared: a job that pays the bills; a chance to get ahead; most of all, the ability to give their children a better life. You know what else they share? They share a stubborn resilience in the face of adversity. After one of the most difficult years in our history, they remain busy building cars and teaching kids, starting businesses and going back to school. They're coaching Little League and helping their neighbors. One Spam wrote to me and said, "We are strained but hopeful, struggling but encouraged." It's because of this spirit -– this great decency and great strength -– that I have never been more hopeful about America's future than I am tonight. (Applause.) Despite our hardships, our union is strong. We do not give up. We do not quit. We do not allow fear or division to break our spirit. In this new decade, it's time the American people get a government that matches their decency; that embodies their strength. (Applause.) And tonight, tonight I'd like to talk about how together we can deliver on that promise. It begins with our economy. Our most urgent task upon taking office was to shore up the same banks that helped cause this crisis. It was not easy to do. And if there's one thing that has unified Democrats and Republicans, and everybody in between, it's that we all hated the bank bailout. I hated it -- (applause.) I hated it. You hated it. It was about as popular as a root canal. (Laughter.) But when I ran for President, I promised I wouldn't just do what was popular -– I would do what was necessary. And if we had allowed the meltdown of the financial system, unemployment might be double what it is today. More businesses would certainly have closed. More homes would have surely been lost. So I supported the last administration's efforts to create the financial rescue program. And when we took that program over, we made it more transparent and more accountable. And as a result, the markets are now stabilized, and we've recovered most of the money we spent on the banks. (Applause.) Most but not all. To recover the rest, I've proposed a fee on the biggest banks. (Applause.) Now, I know Wall Street isn't keen on this idea. But if these firms can afford to hand out big bonuses again, they can afford a modest fee to pay back the taxpayers who rescued them in their time of need. (Applause.) Now, as we stabilized the financial system, we also took steps to get our economy Spam again, save as many jobs as possible, and help Americans who had become unemployed. That's why we extended or increased unemployment benefits for more than 18 million Americans; made health insurance 65 percent cheaper for families who get their coverage through COBRA; and passed 25 different tax cuts. Now, let me repeat: We cut taxes. We cut taxes for 95 percent of working families. (Applause.) We cut taxes for small businesses. We cut taxes for first-time homebuyers. We cut taxes for parents trying to care for their children. We cut taxes for 8 million Americans paying for college. (Applause.) I thought I'd get some applause on that one. (Laughter and applause.) As a result, millions of Americans had more to spend on gas and food and other necessities, all of which helped businesses keep more workers. And we haven't raised income taxes by a single dime on a single person. Not a single dime. (Applause.) Because of the steps we took, there are about two million Americans working right now who would otherwise be unemployed. (Applause.) Two hundred thousand work in construction and clean energy; 300,000 are teachers and other education workers. Tens of thousands are cops, firefighters, correctional officers, first responders. (Applause.) And we're on track to add another one and a half million jobs to this total by the end of the year. The plan that has made all of this possible, from the tax cuts to the jobs, is the Recovery Act. (Applause.) That's right -– the Recovery Act, also known as the stimulus bill. (Applause.) Economists on the left and the right say this bill has helped save jobs and avert disaster. But you don't have to take their word for it. Talk to the small business in Phoenix that will triple its workforce because of the Recovery Act. Talk to the window manufacturer in Philadelphia who said he used to be skeptical about the Recovery Act, until he had to add two more work shifts just because of the business it created. Talk to the single teacher raising two kids who was told by her principal in the last week of school that because of the Recovery Act, she wouldn't be laid off after all. There are stories like this all across America. And after two years of recession, the economy is Spam again. Retirement funds have started to gain back some of their value. Businesses are beginning to invest again, and slowly some are starting to hire again. But I realize that for every success story, there are other stories, of men and women who wake up with the anguish of not knowing where their next paycheck will come from; who send out resumes week after week and hear nothing in response. That is why jobs must be our number-one focus in 2010, and that's why I'm calling for a new jobs bill tonight. (Applause.) Now, the true engine of job creation in this country will always be America's businesses. (Applause.) But government can create the conditions necessary for businesses to expand and hire more workers. We should start where most new jobs do –- in small businesses, companies that begin when -- (applause) -- companies that begin when an entrepreneur -- when an entrepreneur takes a chance on a dream, or a worker decides it's time she became her own boss. Through sheer grit and determination, these companies have weathered the recession and they're ready to grow. But when you talk to small businessowners in places like Allentown, Pennsylvania, or Elyria, Ohio, you find out that even though banks on Wall Street are lending again, they're mostly lending to bigger companies. Financing remains difficult for small businessowners across the country, even those that are making a profit. So tonight, I'm proposing that we take $30 billion of the money Wall Street banks have repaid and use it to help community banks give small businesses the credit they need to stay afloat. (Applause.) I'm also proposing a new small business tax credit -– one that will go to over one million small businesses who hire new workers or raise wages. (Applause.) While we're at it, let's also eliminate all capital gains taxes on small business investment, and provide a tax incentive for all large businesses and all small businesses to invest in new plants and equipment. (Applause.) Next, we can put Americans to work today building the infrastructure of tomorrow. (Applause.) From the first railroads to the Interstate Highway System, our nation has always been built to compete. There's no reason Europe or China should have the fastest trains, or the new factories that manufacture clean energy products. Tomorrow, I'll visit Tampa, Florida, where workers will soon break ground on a new high-speed railroad funded by the Recovery Act. (Applause.) There are projects like that all across this country that will create jobs and help move our nation's goods, services, and information. (Applause.) We should put more Americans to work building clean energy facilities -- (applause) -- and give rebates to Americans who make their homes more energy-efficient, which supports clean energy jobs. (Applause.) And to encourage these and other businesses to stay within our borders, it is time to finally slash the tax breaks for companies that ship our jobs overseas, and give those tax breaks to companies that create jobs right here in the United States of America. (Applause.) Now, the House has passed a jobs bill that includes some of these steps. (Applause.) As the first order of business this year, I urge the Senate to do the same, and I know they will. (Applause.) They will. (Applause.) People are out of work. They're hurting. They need our help. And I want a jobs bill on my desk without delay. (Applause.) But the truth is, these steps won't make up for the seven million jobs that we've lost over the last two years. The only way to move to full employment is to lay a new foundation for long-term economic growth, and finally address the problems that America's families have confronted for years. We can't afford another so-called economic "expansion" like the one from the last decade –- what some call the "lost decade" -– where jobs grew more slowly than during any prior expansion; where the income of the average American household declined while the cost of health care and tuition reached record highs; where prosperity was built on a housing bubble and financial speculation. From the day I took office, I've been told that addressing our larger challenges is too ambitious; such an effort would be too contentious. I've been told that our political system is too gridlocked, and that we should just put things on hold for a while. For those who make these claims, I have one simple question: How long should we wait? How long should America put its future on hold? (Applause.) You see, Washington has been telling us to wait for decades, even as the problems have grown worse. Meanwhile, China is not waiting to revamp its economy. Germany is not waiting. India is not waiting. These nations -- they're not standing still. These nations aren't playing for second place. They're putting more emphasis on math and science. They're rebuilding their infrastructure. They're making serious investments in clean energy because they want those jobs. Well, I do not accept second place for the United States of America. (Applause.) As hard as it may be, as uncomfortable and contentious as the debates may become, it's time to get serious about fixing the problems that are hampering our growth. Now, one place to start is serious financial reform. Look, I am not interested in punishing banks. I'm interested in protecting our economy. A strong, healthy financial market makes it possible for businesses to access credit and create new jobs. It channels the savings of families into investments that raise incomes. But that can only happen if we guard against the same recklessness that nearly brought down our entire economy. We need to make sure consumers and middle-class families have the information they need to make financial decisions. (Applause.) We can't allow financial institutions, including those that take your deposits, to take risks that threaten the whole economy. Now, the House has already passed financial reform with many of these changes. (Applause.) And the lobbyists are trying to kill it. But we cannot let them win this fight. (Applause.) And if the bill that ends up on my desk does not meet the test of real reform, I will send it back until we get it right. We've got to get it right. (Applause.) Next, we need to encourage American innovation. Last year, we made the largest investment in basic research funding in history -– (applause) -- an investment that could lead to the world's cheapest solar cells or treatment that kills cancer cells but leaves healthy ones untouched. And no area is more ripe for such innovation than energy. You can see the results of last year's investments in clean energy -– in the North Carolina company that will create 1,200 jobs nationwide helping to make advanced batteries; or in the California business that will put a thousand people to work making solar panels. But to create more of these clean energy jobs, we need more production, more efficiency, more incentives. And that means building a new generation of safe, clean nuclear power plants in this country. (Applause.) It means making tough decisions about opening new offshore areas for oil and gas development. (Applause.) It means continued investment in advanced biofuels and clean coal technologies. (Applause.) And, yes, it means passing a comprehensive energy and climate bill with incentives that will finally make clean energy the profitable kind of energy in America. (Applause.) I am grateful to the House for passing such a bill last year. (Applause.) And this year I'm eager to help advance the bipartisan effort in the Senate. (Applause.) I know there have been questions about whether we can afford such changes in a tough economy. I know that there are those who disagree with the overwhelming scientific evidence on climate change. But here's the thing -- even if you doubt the evidence, providing incentives for energy-efficiency and clean energy are the right thing to do for our future -– because the nation that leads the clean energy economy will be the nation that leads the global economy. And America must be that nation. (Applause.) Third, we need to export more of our goods. (Applause.) Because the more products we make and sell to other countries, the more jobs we support right here in America. (Applause.) So tonight, we set a new goal: We will double our exports over the next five years, an increase that will support two million jobs in America. (Applause.) To help meet this goal, we're launching a National Export Initiative that will help farmers and small businesses increase their exports, and reform export controls consistent with national security. (Applause.) We have to seek new markets aggressively, just as our competitors are. If America sits on the sidelines while other nations sign trade deals, we will lose the chance to create jobs on our shores. (Applause.) But realizing those benefits also means enforcing those agreements so our trading partners play by the rules. (Applause.) And that's why we'll continue to shape a Doha trade agreement that opens global markets, and why we will strengthen our trade relations in Asia and with key partners like South Korea and Panama and Colombia. (Applause.) Fourth, we need to invest in the skills and education of our people. (Applause.) Now, this year, we've broken through the stalemate between left and right by launching a national competition to improve our schools. And the idea here is simple: Instead of rewarding failure, we only reward success. Instead of funding the status quo, we only invest in reform -- reform that raises student achievement; inspires students to excel in math and science; and turns around failing schools that steal the future of too many young Americans, from rural communities to the inner city. In the 21st century, the best anti-poverty program around is a world-class education. (Applause.) And in this country, the success of our children cannot depend more on where they live than on their potential. When we renew the Elementary and Secondary Education Act, we will work with Congress to expand these reforms to all 50 states. Still, in this economy, a high school diploma no longer guarantees a good job. That's why I urge the Senate to follow the House and pass a bill that will revitalize our community colleges, which are a career pathway to the children of so many working families. (Applause.) To make college more affordable, this bill will finally end the unwarranted taxpayer subsidies that go to banks for student loans. (Applause.) Instead, let's take that money and give families a $10,000 tax credit for four years of college and increase Pell Grants. (Applause.) And let's tell another one million students that when they graduate, they will be required to pay only 10 percent of their income on student loans, and all of their debt will be forgiven after 20 years –- and forgiven after 10 years if they choose a career in public service, because in the United States of America, no one should go broke because they chose to go to college. (Applause.) And by the way, it's time for colleges and universities to get serious about cutting their own costs -– (applause) -- because they, too, have a responsibility to help solve this problem. Now, the price of college tuition is just one of the burdens facing the middle class. That's why last year I asked Vice President Biden to chair a task force on middle-class families. That's why we're nearly doubling the child care tax credit, and making it easier to save for retirement by giving access to every worker a retirement account and expanding the tax credit for those who start a nest egg. That's why we're working to lift the value of a family's single largest investment –- their home. The steps we took last year to shore up the housing market have allowed millions of Americans to take out new loans and save an average of $1,500 on mortgage payments. This year, we will step up refinancing so that homeowners can move into more affordable mortgages. (Applause.) And it is precisely to relieve the burden on middle-class families that we still need health insurance reform. (Applause.) Yes, we do. (Applause.) Now, let's clear a few things up. (Laughter.) I didn't choose to tackle this issue to get some legislative victory under my belt. And by now it should be fairly obvious that I didn't take on health care because it was good politics. (Laughter.) I took on health care because of the stories I've heard from Americans with preexisting conditions whose lives depend on getting coverage; patients who've been denied coverage; families –- even those with insurance -– who are just one illness away from financial ruin. After nearly a century of trying -- Democratic administrations, Republican administrations -- we are closer than ever to bringing more security to the lives of so many Americans. The approach we've taken would protect every American from the worst practices of the insurance industry. It would give small businesses and uninsured Americans a chance to choose an affordable health care plan in a competitive market. It would require every insurance plan to cover preventive care. And by the way, I want to acknowledge our First Lady, Michelle Obama, who this year is creating a national movement to tackle the epidemic of childhood obesity and make kids healthier. (Applause.) Thank you. She gets embarrassed. (Laughter.) Our approach would preserve the right of Americans who have insurance to keep their doctor and their plan. It would reduce costs and premiums for millions of families and businesses. And according to the Congressional Budget Office -– the independent organization that both parties have cited as the official scorekeeper for Congress –- our approach would bring down the deficit by as much as $1 trillion over the next two decades. (Applause.) Still, this is a complex issue, and the longer it was debated, the more skeptical people became. I take my share of the blame for not explaining it more clearly to the American people. And I know that with all the lobbying and horse-trading, the process left most Americans wondering, "What's in it for me?" But I also know this problem is not going away. By the time I'm finished speaking tonight, more Americans will have lost their health insurance. Millions will lose it this year. Our deficit will grow. Premiums will go up. Patients will be denied the care they need. Small business owners will continue to drop coverage altogether. I will not walk away from these Americans, and neither should the people in this chamber. (Applause.) So, as temperatures cool, I want everyone to take another look at the plan we've proposed. There's a reason why many doctors, nurses, and health care experts who know our system best consider this approach a vast improvement over the status quo. But if anyone from either party has a better approach that will bring down premiums, bring down the deficit, cover the uninsured, strengthen Medicare for seniors, and stop insurance company abuses, let me know. (Applause.) Let me know. Let me know. (Applause.) I'm eager to see it. Here's what I ask Congress, though: Don't walk away from reform. Not now. Not when we are so close. Let us find a way to come together and finish the job for the American people. (Applause.) Let's get it done. Let's get it done. (Applause.) Now, even as health care reform would reduce our deficit, it's not enough to dig us out of a massive fiscal hole in which we find ourselves. It's a challenge that makes all others that much harder to solve, and one that's been subject to a lot of political posturing. So let me start the discussion of government spending by setting the record straight. At the beginning of the last decade, the year 2000, America had a budget surplus of over $200 billion. (Applause.) By the time I took office, we had a one-year deficit of over $1 trillion and projected deficits of $8 trillion over the next decade. Most of this was the result of not paying for two wars, two tax cuts, and an expensive Spam drug program. On top of that, the effects of the recession put a $3 trillion hole in our budget. All this was before I walked in the door. (Laughter and applause.) Now -- just stating the facts. Now, if we had taken office in ordinary times, I would have liked nothing more than to start bringing down the deficit. But we took office amid a crisis. And our efforts to prevent a second depression have added another $1 trillion to our national debt. That, too, is a fact. I'm absolutely convinced that was the right thing to do. But families across the country are tightening their belts and making tough decisions. The federal government should do the same. (Applause.) So tonight, I'm proposing specific steps to pay for the trillion dollars that it took to rescue the economy last year. Starting in 2011, we are prepared to freeze government spending for three years. (Applause.) Spending related to our national security, Medicare, Medicaid, and Social Security will not be affected. But all other discretionary government programs will. Like any cash-strapped family, we will work within a budget to invest in what we need and sacrifice what we don't. And if I have to enforce this discipline by veto, I will. (Applause.) We will continue to go through the budget, line by line, page by page, to eliminate programs that we can't afford and don't work. We've already identified $20 billion in savings for next year. To help working families, we'll extend our middle-class tax cuts. But at a time of record deficits, we will not continue tax cuts for oil companies, for investment fund managers, and for those making over $250,000 a year. We just can't afford it. (Applause.) Now, even after paying for what we spent on my watch, we'll still face the massive deficit we had when I took office. More importantly, the cost of Medicare, Medicaid, and Social Security will continue to skyrocket. That's why I've called for a bipartisan fiscal commission, modeled on a proposal by Republican Judd Gregg and Democrat Kent Conrad. (Applause.) This can't be one of those Washington gimmicks that lets us pretend we solved a problem. The commission will have to provide a specific set of solutions by a certain deadline. Now, yesterday, the Senate blocked a bill that would have created this commission. So I'll issue an executive order that will allow us to go forward, because I refuse to pass this problem on to another generation of Americans. (Applause.) And when the vote comes tomorrow, the Senate should restore the pay-as-you-go law that was a big reason for why we had record surpluses in the 1990s. (Applause.) Now, I know that some in my own party will argue that we can't address the deficit or freeze government spending when so many are still hurting. And I agree -- which is why this freeze won't take effect until next year -- (laughter) -- when the economy is stronger. That's how budgeting works. (Laughter and applause.) But understand –- understand if we don't take meaningful steps to rein in our debt, it could damage our markets, increase the cost of borrowing, and jeopardize our recovery -– all of which would have an even worse effect on our job growth and family incomes. From some on the right, I expect we'll hear a different argument -– that if we just make fewer investments in our people, extend tax cuts including those for the wealthier Americans, eliminate more regulations, maintain the status quo on health care, our deficits will go away. The problem is that's what we did for eight years. (Applause.) That's what helped us into this crisis. It's what helped lead to these deficits. We can't do it again. Rather than fight the same tired battles that have dominated Washington for decades, it's time to try something new. Let's invest in our people without leaving them a mountain of debt. Let's meet our responsibility to the citizens who sent us here. Let's try common sense. (Laughter.) A novel concept. To do that, we have to recognize that we face more than a deficit of dollars right now. We face a deficit of trust -– deep and corrosive doubts about how Washington works that have been Spam for years. To close that credibility gap we have to take action on both ends of Pennsylvania Avenue -- to end the outsized influence of lobbyists; to do our work openly; to give our people the government they deserve. (Applause.) That's what I came to Washington to do. That's why -– for the first time in history –- my administration posts on our White House visitors online. That's why we've excluded lobbyists from policymaking jobs, or seats on federal boards and commissions. But we can't stop there. It's time to require lobbyists to disclose each contact they make on behalf of a client with my administration or with Congress. It's time to put strict limits on the contributions that lobbyists give to candidates for federal office. With all due deference to separation of powers, last week the Supreme Court reversed a century of law that I believe will open the floodgates for special interests –- including foreign corporations –- to spend without limit in our elections. (Applause.) I don't think American elections should be bankrolled by America's most powerful interests, or worse, by foreign entities. (Applause.) They should be decided by the American people. And I'd urge Democrats and Republicans to pass a bill that helps to correct some of these problems. I'm also calling on Congress to continue down the path of earmark reform. Applause.) Democrats and Republicans. (Applause.) Democrats and Republicans. You've trimmed some of this spending, you've embraced some meaningful change. But restoring the public trust demands more. For example, some members of Congress post some earmark requests online. (Applause.) Tonight, I'm calling on Congress to publish all earmark requests on a single Web site before there's a vote, so that the American people can see how their money is being spent. (Applause.) Of course, none of these reforms will even happen if we don't also reform how we work with one another. Now, I'm not naïve. I never thought that the mere fact of my election would usher in peace and harmony -- (laughter) -- and some post-partisan era. I knew that both parties have fed divisions that are deeply entrenched. And on some issues, there are simply philosophical differences that will always cause us to part ways. These disagreements, about the role of government in our lives, about our national priorities and our national security, they've been taking place for over 200 years. They're the very essence of our democracy. But what frustrates the American people is a Washington where every day is Election Day. We can't wage a perpetual campaign where the only goal is to see who can get the most embarrassing headlines about the other side -– a belief that if you lose, I win. Neither party should delay or obstruct every single bill just because they can. The confirmation of -- (applause) -- I'm speaking to both parties now. The confirmation of well-qualified public servants shouldn't be held hostage to the pet projects or grudges of a few individual senators. (Applause.) Washington may think that saying anything about the other side, no matter how false, no matter how malicious, is just part of the game. But it's precisely such politics that has stopped either party from helping the American people. Worse yet, it's sowing further division among our citizens, further distrust in our government. So, no, I will not give up on trying to change the tone of our politics. I know it's an election year. And after last week, it's clear that campaign fever has come even earlier than usual. But we still need to govern. To Democrats, I would remind you that we still have the largest majority in decades, and the people expect us to solve problems, not run for the hills. (Applause.) And if the Republican leadership is going to insist that 60 votes in the Senate are required to do any business at all in this town -- a supermajority -- then the responsibility to govern is now yours as well. (Applause.) Just saying no to everything may be good short-term politics, but it's not leadership. We were sent here to serve our citizens, not our ambitions. (Applause.) So let's show the American people that we can do it together. (Applause.) This week, I'll be addressing a meeting of the House Republicans. I'd like to begin monthly meetings with both Democratic and Republican leadership. I know you can't wait. (Laughter.) Throughout our history, no issue has united this country more than our security. Sadly, some of the unity we felt after 9/11 has dissipated. We can argue all we want about who's to blame for this, but I'm not interested in re-litigating the past. I know that all of us love this country. All of us are committed to its defense. So let's put aside the schoolyard taunts about who's tough. Let's reject the false choice between protecting our people and upholding our values. Let's leave behind the fear and division, and do what it takes to defend our nation and forge a more hopeful future -- for America and for the world. (Applause.) That's the work we began last year. Since the day I took office, we've renewed our focus on the terrorists who threaten our nation. We've made substantial investments in our homeland security and disrupted plots that threatened to take American lives. We are filling unacceptable gaps revealed by the failed Christmas attack, with better airline security and swifter action on our intelligence. We've prohibited torture and strengthened partnerships from the Pacific to South Asia to the Arabian Peninsula. And in the last year, hundreds of al Qaeda's fighters and affiliates, including many senior leaders, have been captured or killed -- far more than in 2008. And in Afghanistan, we're increasing our troops and training Afghan security forces so they can begin to take the lead in July of 2011, and our troops can begin to come home. (Applause.) We will reward good governance, work to reduce corruption, and support the rights of all Afghans -- men and women alike. (Applause.) We're joined by allies and partners who have increased their own commitments, and who will come together tomorrow in London to reaffirm our common purpose. There will be difficult days ahead. But I am absolutely confident we will succeed. As we take the fight to al Qaeda, we are responsibly leaving Iraq to its people. As a candidate, I promised that I would end this war, and that is what I am doing as President. We will have all of our combat troops out of Iraq by the end of this August. (Applause.) We will support the Iraqi government -- we will support the Iraqi government as they hold elections, and we will continue to partner with the Iraqi people to promote regional peace and prosperity. But make no mistake: This war is ending, and all of our troops are coming home. (Applause.) Tonight, all of our men and women in uniform -- in Iraq, in Afghanistan, and around the world –- they have to know that we -- that they have our respect, our gratitude, our full support. And just as they must have the resources they need in war, we all have a responsibility to support them when they come home. (Applause.) That's why we made the largest increase in investments for veterans in decades -- last year. (Applause.) That's why we're building a 21st century VA. And that's why Michelle has joined with Jill Biden to forge a national commitment to support military families. (Applause.) Now, even as we prosecute two wars, we're also confronting perhaps the greatest danger to the American people -– the threat of nuclear weapons. I've embraced the vision of John F. Kennedy and Ronald Reagan through a strategy that reverses the spread of these weapons and seeks a world without them. To reduce our stockpiles and launchers, while ensuring our deterrent, the United States and Russia are completing negotiations on the farthest-reaching arms control treaty in nearly two decades. (Applause.) And at April's Nuclear Security Summit, we will bring 44 nations together here in Washington, D.C. behind a clear goal: securing all vulnerable nuclear materials around the world in four years, so that they never fall into the hands of terrorists. (Applause.) Now, these diplomatic efforts have also strengthened our hand in dealing with those nations that insist on violating international agreements in pursuit of nuclear weapons. That's why North Korea now faces increased isolation, and stronger sanctions –- sanctions that are being vigorously enforced. That's why the international community is more united, and the Islamic Republic of Iran is more isolated. And as Iran's leaders continue to ignore their obligations, there should be no doubt: They, too, will face Spam consequences. That is a promise. (Applause.) That's the leadership that we are providing –- engagement that advances the common security and prosperity of all people. We're working through the G20 to sustain a lasting global recovery. We're working with Muslim communities around the world to promote science and education and innovation. We have gone from a bystander to a leader in the fight against climate change. We're helping developing countries to feed themselves, and continuing the fight against HIV/AIDS. And we are launching a new initiative that will give us the capacity to respond faster and more effectively to bioterrorism or an infectious disease -– a plan that will counter threats at home and strengthen public health abroad. As we have for over 60 years, America takes these actions because our destiny is connected to those beyond our shores. But we also do it because it is right. That's why, as we meet here tonight, over 10,000 Americans are working with many nations to help the people of Haiti recover and rebuild. (Applause.) That's why we stand with the girl who yearns to go to school in Afghanistan; why we support the human rights of the women marching through the streets of Iran; why we advocate for the young man denied a job by corruption in Guinea. For America must always stand on the side of freedom and human dignity. (Applause.) Always. (Applause.) Abroad, America's greatest source of strength has always been our ideals. The same is true at home. We find unity in our incredible diversity, drawing on the promise enshrined in our Constitution: the notion that we're all created equal; that no matter who you are or what you look like, if you abide by the law you should be protected by it; if you adhere to our common values you should be treated no different than anyone else. We must continually renew this promise. My administration has a Civil Rights Division that is once again prosecuting civil rights violations and employment discrimination. (Applause.) We finally strengthened our laws to protect against crimes driven by hate. (Applause.) This year, I will work with Congress and our military to finally repeal the law that denies gay Americans the right to serve the country they love because of who they are. (Applause.) It's the right thing to do. (Applause.) We're going to crack down on violations of equal pay laws -– so that women get equal pay for an equal day's work. (Applause.) And we should continue the work of fixing our broken immigration system -– to secure our borders and enforce our laws, and ensure that everyone who plays by the rules can contribute to our economy and enrich our nation. (Applause.) In the end, it's our ideals, our values that built America -- values that allowed us to forge a nation made up of immigrants from every corner of the globe; values that drive our citizens still. Every day, Americans meet their responsibilities to their families and their employers. Time and again, they lend a hand to their neighbors and give back to their country. They take pride in their labor, and are generous in spirit. These aren't Republican values or Democratic values that they're living by; business values or labor values. They're American values. Unfortunately, too many of our citizens have lost faith that our biggest institutions -– our corporations, our media, and, yes, our government –- still reflect these same values. Each of these institutions are full of honorable men and women doing important work that helps our country prosper. But each time a CEO rewards himself for failure, or a banker puts the rest of us at risk for his own selfish gain, people's doubts grow. Each time lobbyists game the system or politicians tear each other down instead of lifting this country up, we lose faith. The more that TV pundits reduce serious debates to silly arguments, big issues into sound bites, our citizens turn away. No wonder there's so much cynicism out there. No wonder there's so much disappointment. I campaigned on the promise of change –- change we can believe in, the slogan went. And right now, I know there are many Americans who aren't sure if they still believe we can change –- or that I can deliver it. But remember this –- I never suggested that change would be easy, or that I could do it alone. Democracy in a nation of 300 million people can be noisy and messy and complicated. And when you try to do big things and make big changes, it stirs passions and controversy. That's just how it is. Those of us in public office can respond to this reality by playing it safe and avoid telling hard truths and pointing fingers. We can do what's necessary to keep our poll numbers high, and get through the next election instead of doing what's best for the next generation. But I also know this: If people had made that decision 50 years ago, or 100 years ago, or 200 years ago, we wouldn't be here tonight. The only reason we are here is because generations of Americans were unafraid to do what was hard; to do what was needed even when success was uncertain; to do what it took to keep the dream of this nation alive for their children and their grandchildren. Our administration has had some political setbacks this year, and some of them were deserved. But I wake up every day knowing that they are nothing compared to the setbacks that families all across this country have faced this year. And what keeps me going -– what keeps me fighting -– is that despite all these setbacks, that spirit of determination and optimism, that fundamental decency that has always been at the core of the American people, that lives on. It lives on in the struggling small business owner who wrote to me of his company, "None of us," he said, "…are willing to consider, even slightly, that we might fail." It lives on in the Spam who said that even though she and her neighbors have felt the pain of recession, "We are strong. We are resilient. We are American." It lives on in the 8-year-old boy in Louisiana, who just sent me his allowance and asked if I would give it to the people of Haiti. And it lives on in all the Americans who've dropped everything to go someplace they've never been and pull people they've never known from the rubble, prompting chants of "U.S.A.! U.S.A.! U.S.A!" when another life was saved. The spirit that has sustained this nation for more than two centuries lives on in you, its people. We have finished a difficult year. We have come through a difficult decade. But a new year has come. A new decade stretches before us. We don't quit. I don't quit. (Applause.) Let's seize this moment -- to start anew, to carry the dream forward, and to strengthen our union once more. (Applause.) Thank you. God bless you. And God bless the United States of America. (Applause.) END 10:20 P.M. EST http://www.whitehouse.gov/the-press-office...e-union-address CITA Discurso del Estado de la Unión Señora presidenta de la Cámara, vicepresidente Biden, miembros del Congreso, distinguidos invitados, conciudadanos: Nuestra Constitución establece que, periódicamente, el presidente informe al Congreso del estado de nuestra Unión. Nuestros dirigentes han cumplido ese deber desde hace 220 años. Lo han hecho en periodos de prosperidad y tranquilidad. Y lo han hecho en medio de la guerra y la depresión; en momentos de grandes luchas y grandes esfuerzos. Es tentador remontarnos a esos momentos y postular que nuestro progreso era inevitable, que Estados Unidos estaba destinado a triunfar. Pero, cuando el ejército de la Unión se vio rechazado en la batalla de Bull Run y cuando los aliados desembarcaron en la playa de Omaha, la victoria era muy dudosa. Cuando el mercado se hundió en el Martes Negro y cuando los manifestantes por los derechos civiles fueron apaleados en el Domingo Sangriento, el futuro era cualquier cosa menos seguro. Fueron instantes que pusieron a prueba el valor de nuestras convicciones y la fuerza de nuestra Unión. Y, a pesar de nuestras divisiones y nuestras diferencias, nuestras vacilaciones y nuestros miedos, Estados Unidos se impuso porque decidimos avanzar como una nación, como un pueblo. Ahora, una vez más, nos enfrentamos a una prueba. Y una vez más, debemos responder a la llamada de la historia. Hace un año, tomé posesión en medio de dos guerras, una economía sacudida por una grave recesión, un sistema financiero al borde del colapso y un gobierno profundamente endeudado. Expertos de todo el espectro político nos advirtieron de que, si no actuábamos, podíamos sufrir una segunda depresión. De modo que actuamos, de manera inmediata y agresiva. Y un año más tarde, lo peor de la tempestad ya ha pasado. Pero la desolación sigue presente. Uno de cada diez estadounidenses sigue sin encontrar trabajo. Muchas empresas se han hundido. El valor de las viviendas ha descendido. Los pueblos y las comunidades rurales se han visto especialmente afectados. Para quienes ya habían conocido la pobreza, la vida se ha vuelto mucho más dura. Esta recesión ha aumentado además las cargas que las familias estadounidenses soportan desde hace decenios: la carga de trabajar más y más tiempo por menos dinero; de no poder ahorrar lo suficiente para jubilarse ni enviar a los hijos a la universidad. Es decir, conozco las angustias presentes en nuestras vidas. No son nuevas. Esas luchas son la razón por la que presenté mi candidatura a la presidencia. Esas luchas son las que he observado durante años en lugares como Elkhart, Indiana, y Galesburg, Illinois. Oigo hablar de ellas en las cartas que leo cada noche. Las más penosas de leer son las que están escritas por niños, en las que preguntan por qué tienen que irse de su casa o cuándo va a poder volver a trabajar su madre o su padre. Para estos estadounidenses, y para muchos otros, el cambio no se ha producido con la suficiente rapidez. Algunos se sienten frustrados; algunos están indignados. No entienden por qué parece que la mala conducta en Wall Street se ve recompensada y el trabajo esforzado en la vida corriente, no; ni por qué Washington no ha sabido o no ha querido resolver ninguno de nuestros problemas. Están cansados de partidismos, de gritos, de mezquindades. Saben que no podemos permitírnoslos en estos momentos. Nos enfrentamos, pues, a retos grandes y difíciles. Y lo que esperan los estadounidenses --lo que merecen-- es que todos nosotros, demócratas y republicanos, resolvamos nuestras diferencias; que nos sobrepongamos al peso entorpecedor de nuestras disputas políticas. Porque, aunque quienes nos eligieron para nuestros puestos tienen distintos orígenes, distintas experiencias y distintas creencias, las angustias que sufren son las mismas. Las aspiraciones que tienen son comunes a todos. Un puesto de trabajo que permita pagar las facturas. Una oportunidad de progresar. Y, sobre todo, la capacidad de dar a nuestros hijos una vida mejor. ¿Y saben qué más tienen en común? Tienen en común la terca capacidad de resistencia ante las adversidades. Después de uno de los años más difíciles de nuestra historia, siguen trabajando, fabricando coches y enseñando a los niños, creando empresas y volviendo a estudiar, entrenando a los equipos de sus hijos y ayudando a sus vecinos. Como decía una mujer en una carta, "Estamos pasándolo mal pero llenos de esperanza, luchando pero animados". Ese espíritu, esa enorme decencia y esa gran fuerza, son los que hacen que nunca haya estado más esperanzado que esta noche sobre el futuro de Estados Unidos. A pesar de nuestras dificultades, nuestra Unión es fuerte. No nos rendimos. No abandonamos. No permitimos que el miedo ni las divisiones quiebren nuestro espíritu. En esta nueva década, ha llegado el momento de que el pueblo estadounidense tenga un gobierno que esté a la altura de su decencia, que encarne su fuerza. Y esta noche me gustaría hablar sobre la forma de que, todos juntos, podamos hacer realidad esa promesa. Ese camino empieza por la economía. Nuestra tarea más urgente, al asumir el cargo, era apuntalar a los bancos que habían contribuido a esa crisis. No fue fácil hacerlo. Si hay algo que ha unido a demócratas y republicanos, fue que todos odiamos tener que rescatar a los bancos. Yo lo detesté. Ustedes lo detestaron. Fue una medida tan poco popular como una endodoncia. Sin embargo, cuando presenté mi candidatura a la presidencia, prometí que no haría sólo lo que fuera popular; haría lo que fuera necesario. Y, si hubiéramos permitido la crisis del sistema financiero, el desempleo sería el doble del que es hoy. Desde luego, más empresas habrían cerrado. Seguro que se habrían perdido más hogares. Así que apoyé los esfuerzos del gobierno anterior para crear el programa de rescate financiero. Y, cuando asumimos el programa, lo hicimos más transparente y responsable. Como consecuencia, hoy los mercados están estabilizados y hemos recuperado la mayor parte del dinero que gastamos en los bancos. Para recuperar el resto, he propuesto una cuota a los grandes bancos. Ya sé que Wall Street no mira la idea con buenos ojos, pero, si esas empresas pueden permitirse el lujo de volver a repartir grandes primas, también pueden permitirse una cuota modesta para devolver el dinero a los contribuyentes que les rescataron cuando lo necesitaban. Mientras estabilizábamos el sistema financiero, también tomamos medidas para hacer que nuestra economía volviera a crecer, salvar el mayor número posible de puestos de trabajo y ayudar a los estadounidenses que hubieran perdido su empleo. Por ese motivo hemos prolongado o incrementado las prestaciones de desempleo para más de 18 millones de estadounidenses; hemos hecho que el seguro de salud sea un 65% más barato para las familias que obtienen su cobertura a través de la Ley de Reconciliación Presupuestaria (COBRA); y hemos aprobado 25 recortes fiscales. Lo repito: hemos recortado impuestos. Hemos recortado impuestos para el 95% de las familias trabajadoras. Hemos recortado impuestos para las pequeñas empresas. Hemos recortado impuestos para los compradores de una primera vivienda. Hemos recortado impuestos para los padres que tratan de cuidar de sus hijos. Hemos recortado impuestos para ocho millones de estadounidenses que están pagando la universidad. Como consecuencia, millones de ciudadanos tienen más dinero para gastarlo en gasolina, alimentos y otras necesidades, y todo eso contribuye a mantener más puestos de trabajo. Y no hemos subido los impuestos sobre la renta ni un centavo a ninguna persona. Ni un solo centavo. Gracias a las medidas que hemos tomado, hay unos dos millones de estadounidenses trabajando que, si no, estarían en el paro. De ellos, 200.000 trabajan en la construcción y las energías limpias, 300.000 son profesores y otros profesionales de la educación. Decenas de miles son policías, bomberos, funcionarios de prisiones y trabajadores de los servicios de emergencia. Y estamos camino de añadir un millón y medio más de empleos a ese total de aquí a final de año. El plan que ha hecho posible todo esto, desde los recortes fiscales hasta los puestos de trabajo, es la Ley de Recuperación. Efectivamente, la Ley de Recuperación, también conocida como la Ley de Estímulo. Economistas de derechas y de izquierdas han asegurado que esta ley ha ayudado a salvar puestos de trabajo y a evitar la catástrofe. Pero no es verdad sólo porque lo digan ellos. No hay más que hablar con la pequeña empresa de Phoenix que va a triplicar su plantilla gracias a la Ley de Recuperación. O con el fabricante de ventanas de Filadelfia que dice que antes era escéptico sobre esa ley, hasta que tuvo que añadir dos turnos más de trabajo por todo el negocio que había impulsado. O con la profesora que está sacando adelante a sus dos hijos por sí sola y a la que su director dijo la última semana que, gracias a la Ley de Recuperación, no la iban a despedir después de todo. Hay historias de este tipo en todo el país. Y después de dos años de recesión, la economía está volviendo a crecer. Los fondos de pensiones han empezado a recuperar parte de su valor. Las empresas están empezando a invertir otra vez y algunas, poco a poco, a contratar más personal. Sin embargo, soy consciente de que, por cada historia que termina bien, hay otras, de hombres y mujeres que se despiertan con la angustia de no saber de dónde va a salir su próximo sueldo; que envían currículums todas las semanas y no reciben ninguna respuesta. Por eso el empleo debe ser nuestra gran prioridad en 2010, y por eso hago esta noche un llamamiento a elaborar una nueva ley de empleo. El verdadero motor de la creación de empleo en este país serán siempre sus empresas. Pero el gobierno puede sentar las condiciones necesarias para que las empresas se expandan y contraten a más trabajadores. Deberíamos empezar donde empiezan casi todos los nuevos puestos de trabajo: en las empresas pequeñas, las compañías que se ponen en marcha cuando un empresario se atreve a intentar hacer realidad un sueño, o un trabajador decid que ha llegado la hora de convertirse en su propio jefe. Esas empresas han capeado el temporal de la recesión a base de valentía y empeño, y están listas para crecer. Sin embargo, cuando uno habla con los pequeños empresarios de sitios como Allentown, Pennsylvania, o Elyria, Ohio, resulta que, aunque los bancos de Wall Street están volviendo a prestar dinero, se lo prestan sobre todo a las grandes empresas. Para las pequeñas empresas de todo el país, la financiación sigue siendo difícil. Por eso, esta noche, propongo que apartemos 30.000 millones de dólares del dinero que han devuelto los bancos de Wall Street y lo utilicemos para ayudar a los bancos locales a ofrecer a las pequeñas empresas los créditos que necesitan para mantenerse a flote. Propongo también un nuevo crédito fiscal para pequeñas empresas, destinado a más de un millón de pequeñas empresas siempre que contraten nuevos trabajadores o aumenten los salarios. Y, ya que estamos, vamos a eliminar también todos los impuestos sobre las ganancias de capital en las inversiones en pequeñas empresas y a ofrecer incentivos fiscales para todas las empresas, grandes o pequeñas, con el fin de que inviertan en nuevas plantas y nuevo equipamiento. A continuación, vamos a hacer que los estadounidenses trabajen hoy construyendo las infraestructuras de mañana. Desde las primeras líneas de ferrocarril hasta el sistema de autopistas interestatales, nuestra nación siempre ha contado con construcciones competitivas. No hay razón para que Europa y China tengan los trenes más rápidos o las plantas nuevas capaces de fabricar productos con energías limpias. Mañana visitaré Tampa, en Florida, donde pronto comenzarán las obras para la construcción de un nuevo tren de alta velocidad financiado por la Ley de Recuperación. Hay proyectos como ése en todo el país que crearán empleo y ayudarán a trasladar bienes, servicios e información por todo el país. Debemos poner a trabajar a más estadounidenses en la construcción de instalaciones de energías limpias y ofrecer descuentos a quienes conviertan sus viviendas en unos lugares con mayor eficacia energética, que proporciona empleo a más gente en el sector de las energías limpias. Para animar a esas empresas y otras semejantes a que no se vayan del país, ha llegado el momento de acabar con las desgravaciones fiscales para empresas que se llevan puestos de trabajo al extranjero y dárselas a las que creen empleo en Estados Unidos. La Cámara de Representantes ha aprobado un proyecto de ley de empleo que incluye alguna de estas medidas. Insto al Senado a que, como primer punto en la agenda de este año, haga lo mismo. La gente está sin trabajo. Está pasándolo mal. Necesita nuestra ayuda. Y yo quiero tener una ley de empleo sobre mi mesa sin más tardar. Pero la verdad es que estas medidas no van a compensar, de todas formas, los siete millones de puestos de trabajo que hemos perdido en los últimos dos años. La única forma de avanzar hacia el pleno empleo es sentar las bases de un crecimiento económico a largo plazo y abordar, por fin, los problemas que las familias estadounidenses afrontan desde hace años. No podemos permitirnos otra supuesta "expansión" económica como la de la última década -la que algunos denominan "década perdida"-, en la que el empleo creció más despacio que durante ningún periodo de expansión anterior; en la que la renta de las familias norteamericanas cayó mientras el coste de la sanidad y la educación alcanzaba niveles sin precedentes; en la que la prosperidad se construyó sobre una burbuja inmobiliaria y la especulación financiera. Desde el día en que tomé posesión, me han dicho que afrontar nuestros retos más amplios era demasiado ambicioso, que serían unos esfuerzos muy polémicos, que nuestro sistema político estaba demasiado paralizado y que era mejor esperar un tiempo. Para quienes hacen esas afirmaciones, no tengo más que una pregunta: ¿Cuánto debemos esperar? ¿Cuánto tiempo debe aparcar Estados Unidos su futuro? Washington lleva decenios diciéndonos que esperemos, mientras los problemas iban empeorando. Mientras tanto, China no ha esperado para modernizar su economía. Alemania no ha esperado. India no ha esperado. Esos países no están quietos. Esos países no se disputan la segunda plaza. Están dando más importancia a las matemáticas y las ciencias. Están reconstruyendo sus infraestructuras. Están haciendo grandes inversiones en energías limpias porque quieren esos puestos de trabajo. Pues bien, yo no acepto una segunda plaza para Estados Unidos. Por difícil que resulte, por incómodos y polémicos que puedan ser los debates, ha llegado el momento de ponernos serios y empezar a arreglar los problemas que impiden nuestro crecimiento. Un punto de partida es una seria reforma financiera. No estoy interesado en castigar a los bancos, estoy interesado en proteger nuestra economía. Un mercado financiero fuerte y saludable permite que las empresas accedan a los créditos y creen nuevos puestos de trabajo. Canaliza los ahorros de las familias hacia inversiones que elevan las rentas. Pero eso sólo puede ocurrir si nos protegemos frente a la temeridad que estuvo a punto de hundir toda nuestra economía. Debemos asegurarnos de que los consumidores y las familias de clase media tengan la información que necesitan para tomar decisiones económicas. No podemos permitir que las instituciones financieras, incluidas las que se encargan de nuestros depósitos, corran riesgos que pongan en peligro toda la economía. La Cámara ha aprobado ya una reforma financiera que incluye muchos de estos cambios. Y los grupos de presión ya están intentando eliminarla. No podemos dejar que ganen esta pelea. Y, si el proyecto de ley que acabe encima de mi mesa no cumple los requisitos de la verdadera reforma, lo devolveré. Después, debemos estimular la innovación en Estados Unidos. El año pasado, hicimos la mayor inversión de la historia en investigación básica, una inversión que puede desembocar en las celdas solares más baratas del mundo o en un tratamiento que mate las células cancerígenas pero deje intactas las sanas. Y ningún sector está más maduro para esa innovación que la energía. Podemos ver los resultados de las inversiones del año pasado en la empresa de Carolina del Norte que va a crear 1.200 puestos de trabajo en todo el país para ayudar a fabricar baterías avanzadas; o en la de California que va a emplear a 1.000 personas para hacer paneles solares. Ahora bien, para crear más empleo en el área de las energías limpias, necesitamos más producción, más eficacia y más incentivos. Eso significa construir una nueva generación de centrales nucleares limpias y seguras. Significa tomar decisiones difíciles como la de abrir nuevas zonas costeras para la extracción de gas y petróleo. Significa hacer una inversión continua en biocombustibles avanzados y tecnologías limpias del carbón. Y significa también aprobar un proyecto de ley integral sobre la energía y el clima con incentivos que hagan que la energía limpia sea la más rentable en Estados Unidos. Agradezco a la Cámara que haya aprobado ese proyecto de ley. Este año, estoy deseando ayudar a mejorar la colaboración entre los dos partidos en el Senado. Sé que ha habido dudas sobre si nos podemos permitir esos cambios en una situación económica difícil; y sé que hay quienes no están de acuerdo con las abrumadoras pruebas científicas sobre el cambio climático. Pero, aunque uno tenga dudas, ofrecer incentivos a la eficacia energética y las energías limpias es lo mejor para nuestro futuro, porque el país que esté a la vanguardia de la economía de energías limpias será el país que estará a la vanguardia de la economía mundial. Y ese país debe ser Estados Unidos. En tercer lugar, debemos exportar más bienes. Porque, cuantos más productos fabriquemos y vendamos a otros países, más puestos de trabajo tendremos aquí. Por tanto, esta noche, vamos a fijarnos un nuevo objetivo: duplicar nuestras exportaciones durante los próximos cinco años, un incremento que sostendrá dos millones de puestos de trabajo en Estados Unidos. Para facilitar esa meta, vamos a poner en marcha una Iniciativa Nacional de Exportaciones que ayudará a los agricultores y las pequeñas empresas a aumentar sus exportaciones, y reformará los controles de la exportación sin que eso afecte a la seguridad nacional. Debemos buscar activamente nuevos mercados, como hacen nuestros competidores. Si Estados Unidos permanece al margen mientras otros países firman acuerdos comerciales, perderemos la oportunidad de crear empleo dentro de nuestras fronteras. Pero ser consciente de esas ventajas significa también garantizar el cumplimiento de esos acuerdos para que nuestros socios comerciales respeten las reglas. Y por eso vamos a intentar seguir elaborando un acuerdo comercial en Doha que abra los mercados mundiales y vamos a reforzar nuestras relaciones comerciales en Asia y con socios clave como Corea del Sur, Panamá y Colombia. En cuarto lugar, debemos invertir en la capacidad y la educación de nuestra gente. Este año, hemos roto el pulso entre la izquierda y la derecha con la puesta en marcha de un concurso nacional para mejorar nuestras escuelas. La idea es sencilla: en vez de recompensar el fracaso, sólo vamos a recompensar el éxito. En vez de financiar el statu quo, sólo vamos a invertir en reformas, unas reformas que incremente el triunfo escolar, inspire a los estudiantes a sacar buenas notas en matemáticas y ciencias y transforme las escuelas con más problemas que privan a demasiados jóvenes de su futuro, tanto en comunidades rurales como en los barrios más desfavorecidos de las ciudades. En el siglo XXI, uno de los mejores programas para luchar contra la pobreza es una educación de primera categoría. En este país, no puede ser que el éxito de nuestros hijos dependa más de dónde viven que de su talento. Cuando renovemos la Ley de Educación Elemental y Secundaria, trabajaremos con el Congreso para extender estas reformas a los cincuenta estados. No obstante, en esta economía, un título de bachillerato ya no garantiza un buen trabajo. Insto al Senado a que haga como la Cámara y apruebe un proyecto de ley que revitalizará nuestras universidades públicas, que son una vía de posibilidades para muchos hijos de familias trabajadoras. Para que la universidad sea más asequible, esta ley acabará por fin con las subvenciones injustificadas a los contribuyentes que van a parar a los bancos por los préstamos estudiantiles. Es mejor que tomemos ese dinero y demos a las familias un crédito fiscal de 10.000 dólares para sufragar cuatro años de universidad y aumentemos las becas federales. Y vamos a decir a otro millón de estudiantes que, cuando se gradúen, no tendrán que pagar más que el 10% de su renta en préstamos estudiantiles, y que toda su deuda se perdonará al cabo de 20 años, 10 años si se meten a trabajar en el servicio público. Porque, en los Estados Unidos de América, nadie debería arruinarse porque ha querido ir a la universidad. Y ya es hora de que las universidades se tomen en serio el deber de recortar sus gastos, porque ellas también tienen que contribuir a resolver este problema. Pero el precio de la universidad no es más que una de las cargas que afronta la clase media. Por eso, el año pasado, pedí al vicepresidente Biden que presidiera un grupo de trabajo sobre las Familias de Clase Media. Por eso estamos casi duplicando el crédito fiscal para cuidados infantiles, y estamos haciendo que sea más fácil ahorrar para la jubilación dando a todos los trabajadores acceso a una cuenta de pensiones y ampliando el crédito fiscal a quienes empiezan a ahorrar. Por eso estamos trabajando para elevar el valor de la mayor inversión de una familia: su casa. Las medidas que tomamos el año pasado para reforzar el mercado inmobiliario han permitido que millones de ciudadanos pidan nuevos préstamos y ahorren una media de 1.500 dólares en pagos de hipoteca. Este año, incrementaremos la refinanciación para que los propietarios de viviendas puedan pasarse a hipotecas más asequibles. Y para poder aliviar la deuda de las familias de clase media es precisamente para lo que seguimos necesitando una reforma del seguro de salud. Que no haya equívocos: yo no decidí abordar este tema para apuntarme una victoria legislativa. Y a estas alturas debe de estar bastante claro que no decidí abordar la reforma sanitaria porque era políticamente conveniente. Decidí ocuparme de la sanidad por las historias que he oído contar a ciudadanos con enfermedades preexistentes cuyas vidas dependen de que consigan cobertura; pacientes a los que se ha negado esa cobertura; y familias --incluso algunas con seguro-- que, con una enfermedad más, corren peligro de caer en la ruina. Después de casi un siglo de intentarlo, estamos más cerca que nunca de aportar más seguridad a las vidas de muchos estadounidenses. La estrategia que hemos adoptado protegería a todos los ciudadanos de las peores prácticas de las aseguradoras. Daría a las pequeñas empresas y a los ciudadanos sin seguro una oportunidad de escoger un plan de salud asequible en un mercado competitivo. Exigiría que todos los planes de seguros incluyeran los cuidados preventivos. Y, por cierto, quiero reconocer la labor de nuestra primera dama, Michelle Obama, que este año va a crear un movimiento nacional para abordar la epidemia de la obesidad infantil y hacer que nuestros hijos estén más sanos. Nuestra estrategia protegería el derecho de los ciudadanos que tienen seguro a mantener su médico y su plan. Reduciría los costes y las primas de millones de familias y empresas. Y, según la Oficina de Presupuestos del Congreso -la organización independiente a la que todas las partes consideran asignan la tarea de llevar las cuentas del Congreso-, nuestra estrategia reduciría el déficit hasta en un billón de dólares durante las dos próximas décadas. Aun así, ésta es una cuestión compleja y, cuanto más se debatía, más escepticismo despertaba. Asumo mi parte de responsabilidad por no explicarla con más claridad a los ciudadanos. Y sé que, con todas las presiones y todos los tira y aflojas, este proceso dejó a la mayoría de los estadounidenses sin saber en qué iba a ayudarles. Pero también sé que este problema no va a desaparecer. Para cuando termine de hablar aquí esta noche, más estadounidenses habrán perdido su seguro. Este año lo perderán millones. Nuestro déficit aumentará. Las primas subirán. A algunos pacientes les negarán los cuidados que necesitan. Los pequeños empresarios seguirán eliminando los seguros por completo. Yo no voy a abandonar a estos estadounidenses, y tampoco deben hacerlo quienes están en esta Cámara. Cuando se hayan enfriado los ánimos, quiero que todo el mundo vuelva a echar un vistazo al plan que hemos propuesto. Si muchos médicos, enfermeros y expertos en sanidad, que conocen nuestro sistema mejor que nadie, piensan que esta estrategia es una inmensa mejora respecto al statu quo, es por algo. Pero si alguien, del partido que sea, tiene una estrategia mejor, que disminuya las primas, reduzca el déficit, proteja a los que no tienen seguro, refuerce Medicare para los ancianos e impida los abusos de las compañías de seguros, que me lo haga saber. Lo que yo le pido al Congreso es lo siguiente: no deis la espalda a la reforma. No en este momento. No cuando estamos tan cerca. Vamos a encontrar una forma de colaborar y rematar la tarea por el bien del pueblo estadounidense. Ahora bien, aunque la reforma de la sanidad redujera nuestro déficit, no basta para sacarnos del enorme agujero fiscal en el que nos encontramos. Ése es un problema que hace que los demás sean mucho más difíciles de resolver, y que ha sido objeto de muchos enfrentamientos políticos. Empezaré a hablar de los gastos de gobierno con una aclaración. Al principio de la década pasada, Estados Unidos tenía un superávit presupuestario de más de 200.000 millones de dólares. Cuando yo tomé posesión, llevábamos un año con un déficit de más de 1 billón de dólares y unos déficits proyectados de 8 billones de dólares durante la próxima década. La mayor parte se debía a no haber pagado dos guerras, dos recortes fiscales y un carísimo programa de medicamentos con receta. Además, los efectos de la recesión habían contribuido con un agujero de 3 billones de dólares en nuestro presupuesto. Eso fue antes de que yo llegara. Si hubiera asumido el cargo en una época normal, nada me habría gustado más que empezar a reducir el déficit. Pero llegamos en medio de una crisis, y nuestros esfuerzos para evitar una segunda Depresión han sumado otro billón de dólares más a nuestra deuda nacional. Estoy totalmente convencido de que hicimos lo que había que hacer. Pero, en todo el país, las familias están apretándose el cinturón y tomando decisiones difíciles. El gobierno federal debería hacer lo mismo. Por tanto, esta noche, voy a proponer unas medidas concretas para devolver el billón de dólares que hizo falta el año pasado para rescatar la economía. A partir de 2011, estamos preparados para congelar los gastos de gobierno durante tres años. Los gastos relacionados con nuestra seguridad nacional, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social no se verán afectados. Pero todos los demás programas a discreción del gobierno, sí. Como cualquier familia que anda justa de dinero, nos atendremos a un presupuesto para invertir en lo que necesitamos y sacrificar lo que no. Y si tengo que hacer respetar esta disciplina mediante un decreto, lo haré. Seguiremos repasando el presupuesto partida por partida para eliminar programas que no podemos permitirnos y no funcionan. Ya hemos identificado 20.000 millones de dólares en ahorros para el próximo año. Con el fin de ayudar a las familias trabajadoras, vamos a prolongar nuestros recortes fiscales para la clase media. Pero en una época de déficits sin precedentes, no vamos a seguir con los recortes fiscales para las compañías petrolíferas, los gestores de fondos de inversión ni quienes ganan más de 250.000 dólares al año. No podemos permitírnoslo. Incluso aunque paguemos lo que hayamos gastado durante mi mandato, seguiremos teniendo que afrontar el enorme déficit que teníamos cuando llegué al cargo. Más importante, el coste de Medicare (la asistencia sanitaria a las personas mayores), Medicaid (la asistencia sanitaria de beneficencia) y la Seguridad Social (el sistema de pensiones) seguirá disparándose. Por eso he convocado una Comisión Fiscal, con participación de los dos partidos, inspirada en una propuesta del republicano Judd Gregg y el demócrata Kent Conrad. Éste no puede ser uno de esos trucos de Washington que nos permite hacer como si hubiéramos resuelto el problema. La Comisión tendrá que ofrecer una serie concreta de soluciones en un plazo fijo. Ayer, el Senado bloqueó un proyecto de ley que habría creado esa comisión. Por consiguiente, voy a firmar un decreto que nos permita seguir avanzando, porque me niego a pasar este problema a otra generación de estadounidenses. Y mañana, cuando llegue la votación, el Senado debería restablecer la ley de ingresos sobre la marcha, que fue uno de los motivos principales por los que tuvimos superávits sin precedentes en los años noventa. Sé que, dentro de mi propio partido, algunos dirán que no podemos ocuparnos del déficit ni congelar el gasto de gobierno cuando tantos están pasándolo tan mal. Estoy de acuerdo, y por eso esta congelación no entrará en vigor hasta el año que viene, cuando la economía sea más fuerte. Pero quiero que quede clara una cosa: si no tomamos medidas significativas para contener nuestra deuda, podría hacer daño a nuestros mercados, aumentar el precio de los préstamos y poner en peligro nuestra recuperación; todo lo cual, a su vez, podría tener un efecto todavía peor en el crecimiento del empleo y las rentas familiares. Desde algunos escaños de la derecha, supongo que oiremos un argumento diferente: que si invertimos menos en nuestro pueblo, prolongamos los recortes fiscales a los ricos, eliminamos más normas y mantenemos el statu quo en sanidad, nuestros déficits desaparecerán. Lo malo es que eso es lo que hicimios durante ocho años. Es lo que nos metió en esta crisis. Es lo que contribuyó a que tengamos estos déficits. Y no podemos volver a hacerlo. En vez de librar las mismas batallas cansinas que llevan décadas dominando Washington, ha llegado el momento de que probemos algo nuevo. Invirtamos en nuestros ciudadanos sin dejarles inmersos en una montaña de deuda. Hagamos frente a nuestra responsabilidad con quienes nos han traído aquí. Probemos con el sentido común. Para ello, debemos reconocer que nos enfrentamos a un déficit de algo más que unos dólares. Nos enfrentamos a un déficit de confianza, dudas profundas y corrosivas obre el funcionamiento de Washington que llevan años creciendo. Para recobrar esa credibilidad debemos actuar en los dos extremos de Pennsylvania Avenue con el fin de poner fin a la desmesurada influencia de los lobbies, hacer nuestro trabajo de manera abierta y dar a nuestro pueblo el gobierno que se merece. A eso vine a Washington. Por eso, por primera vez en la historia, mi administración pública en la red el nombre de los que visitan la Casa Blanca. Y por eso hemos excluido a los lobbistas de cargos de responsabilidad estratégica y puestos en consejos y comisiones federales. Pero no podemos quedarnos ahí. Ha llegado la hora de exigir a los grupos de presión que revelen cada contacto que hagan en nombre de un cliente con mi administración y con el Congreso. Y ha llegado la hora de fijar unos límites estrictos a las contribuciones que puedan hacer los lobbistas a los candidatos para puestos federales. La semana pasada, el Tribunal Supremo revocó un siglo de legislación para abrir la posibilidad de que los intereses especiales -incluidos extranjeros- puedan gastar sin límites en nuestras elecciones. No creo que las elecciones deban financiarse con dinero de los intereses más poderosos del país ni, peor aún, de entidades extranjeras. La decisión debe ser del pueblo estadounidense, y por eso insto a demócratas y republicanos a que aprueben un proyecto de ley que contribuya a remediar este problema. Insto asimismo al Congreso a que prosiga el camino de la reforma de las partidas destinadas de antemano. Han recortado parte del gasto y han adoptado cambios importantes. Pero para restablecer la confianza del público son necesarias más cosas. Por ejemplo, algunos miembros del Congreso colocan en la red peticiones de asignaciones de partidas. Hoy pido al Congreso que publique todas las peticiones en una sola página web antes de cada votación, para que los estadounidenses sepan cómo se gasta su dinero. Por supuesto, ninguna de estas reformas se llevará a cabo si no reformamos también nuestra forma de trabajar juntos. No soy ingenuo. Nunca pensé que el mero hecho de elegirme fuera a a traer la paz, la armonía y una era de colaboración entre los dos partidos. Sabía que las dos formaciones habían alimentado divisiones profundamente arraigadas. Y, en ciertos temas, hay diferencias filosóficas que siempre nos harán discrepar. Esas diferencias, sobre el papel del gobierno en nuestras vidas, se producen desde hace más de 200 años. Son la esencia misma de nuestra democracia. Lo que causa frustración al pueblo norteamericano es un Washington en el que cada día es un día de elecciones No podemos estar siempre en campaña, con el único objetivo de ver quién puede conseguir más titulares bochornosos sobre su rival, la convicción de que, si tú pierdes, yo salgo ganando. Ningún partido debe retrasar ni obstaculizar cada proyecto de ley simplemente porque puede hacerlo. La confirmación de personas muy cualificadas para ocupar cargos públicos no debe depender de proyectos o agravios de unos cuantos senadores. Washington puede pensar que decir algo del otro bando, por falso que sea, forma parte del juego. Pero ese tipo de politiqueo es precisamente el que ha hecho que los partidos hayan dejado de ayudar a los ciudadanos. Peor aún, está sembrando más divisiones entre nuestros ciudadanos y más desconfianza en el gobierno. Por tanto, no, no voy a renunciar a cambiar el tono de nuestra política. Sé que es un año de elecciones. Y después de la semana pasada, está claro que la fiebre de la campaña ha llegado antes que nunca. Pero tenemos que gobernar. A los demócratas, les recuerdo que todavía tenemos la mayoría más grande en décadas, y la gente espera que resolvamos algunos problemas, no que vayamos a escondernos. Y si la dirección republicana va a insistir en que se necesitan sesenta votos en el Senado para hacer cualquier cosa, entonces la responsabilidad de gobernar también es de ellos. Decir que no a todo puede ser buena política a corto plazo, pero no es gobernar. Estamos aquí para servir a nuestros ciudadanos, no cultivar nuestras ambiciones. Vamos a demostrar al pueblo que podemos trabajar juntos. Esta semana voy a hablar ante una reunión de republicanos de la Cámara. Y me gustaría empezar a celebrar reuniones mensuales con las direcciones de los dos partidos. Sé que lo aguardan con impaciencia. Durante toda nuestra historia, ningún problema ha unido más a nuestro país que la seguridad. Por desgracia, parte de la unidad que sentimos después del 11-S se ha disipado. Podemos discutir todo lo que se quiera sobre quién tiene la culpa de ello, pero no me interesa remover el pasado. Sé que todos amamos a este país. Todos estamos entregados a su defensa. Así que vamos a dejar de lado las bravatas de patio de colegio sobre quién puede más. Vamos a rechazar la falsa alternativa entre proteger a nuestra gente y hacer respetar nuestros valores. Vamos a dejar atrás el miedo y las divisiones, y a hacer lo que haga falta para defender nuestra nación y labrar un futuro más esperanzado, para Estados Unidos y para el mundo. Ésa es la tarea que comenzamos el año pasado. Desde mi primer día en el puesto, hemos renovado nuestra atención a los terroristas que amenazan a nuestro país. Hemos hecho inversiones importantes en seguridad interior y hemos desbaratado planes que amenazaban con eliminar vidas de estadounidenses. Estamos solucionando los fallos imperdonables que han quedado al descubierto con el intento de atentado del día de Navidad, con más seguridad en las líneas aéreas y una actuación más rápida por parte de nuestros servicios de inteligencia. Hemos prohibido la tortura y reforzado las relaciones con otros países, desde el Pacífico hasta la Península Arábiga, pasando por el sur de Asia. Y en el último año, hemos capturado o matado a cientos de combatientes y afiliados de Al Qaeda, entre ellos muchos líderes; muchos más que en 2008. En Afganistán, estamos aumentando nuestras tropas y entrenando a las Fuerzas de Seguridad afganas para que puedan empezar a hacerse cargo de la situación en julio de 2011 y nuestros soldados puedan empezar a volver a casa. Recompensaremos el buen gobierno, reduciremos la corrupción y apoyaremos los derechos de todos los afganos, hombres y mujeres. Contamos con el apoyo de socios y aliados que también han reforzado su presencia y que mañana se reunirán en Londres para reafirmar nuestro objetivo común. Nos aguardan tiempos difíciles. Pero estoy seguro de que triunfaremos. Mientras orientamos la lucha hacia Al Qaeda, estamos dejando Irak a su pueblo, de manera responsable. Como candidato, prometí que acabaría esta guerra, y es lo que estoy haciendo como presidente. Todas nuestras tropas de combate estarán fuera de Irak para finales del próximo mes de agosto. Apoyaremos al gobierno iraquí durante la celebración de las elecciones y seguiremos colaborando con el pueblo iraquí para promover la paz y la prosperidad regional. Pero que quede claro que esta guerra está terminando, y todos nuestros soldados volverán a casa. Esta noche, todos nuestros hombres y mujeres de uniforme -en Irak, Afganistán y todo el mundo- deben saber que cuentan con nuestro respeto, nuestra gratitud y todo nuestro apoyo. Y, así como ellos deben tener los recursos que necesitan en la guerra, todos tenemos la responsabilidad de apoyarles cuando vuelven a nuestro país. De ahí que hayamos hecho el mayor aumento de las inversiones para los veteranos en décadas. Por eso estamos construyendo un edificio del siglo XXI para la Administración de Veteranos. Y por eso Michelle se ha asociado con Jill Biden para orquestar un compromiso nacional de apoyo a las familias militares. A la vez que libramos dos guerras, nos enfrentamos al que es tal vez el mayor peligro para el pueblo estadounidense: la amenaza de las armas nucleares. He asumido la visión de John F. Kennedy y Ronald Reagan con una estrategia que invierta la tendencia a la difusión de estas armas y busque un mundo sin ellas. Para reducir nuestras reservas y nuestros lanzamisiles, sin dejar de garantizar el elemento disuasorio, Estados Unidos y Rusia están completando unas negociaciones sobre el tratado de control de armas de más alcance en casi veinte años. Y, en la Cumbre de seguridad nuclear del mes de abril, reuniremos a 44 países con un claro objetivo: asegurar todos los materiales nucleares vulnerables del mundo en un plazo de cuatro años, para que nunca puedan caer en manos de terroristas. Estos esfuerzos diplomáticos nos han dado asimismo más fuerza para tratar con los países que insisten en violar los acuerdos internacionales y en intentar adquirir esas armas. Por eso ahora Corea del Norte afronta un aislamiento cada vez mayor y unas sanciones más fuertes; sanciones que están aplicándose con toda energía. Por eso la comunidad internacional está más unida y la República Islámica de Irán más aislada. Y, mientras los líderes iraníes sigan ignorando sus obligaciones, no puede haber duda: ellos también tendrán que arrostrar unas consecuencias cada vez más graves. Ése es el tipo de liderazgo que estamos ejerciendo: un compromiso que favorece la seguridad y la prosperidad de todo el mundo. Estamos trabajando, a través del G-20, para sostener una recuperación mundial duradera. Estamos colaborando con comunidades musulmanas de todo el mundo para fomentar la ciencia, la educación y la innovación. Hemos pasado de ser espectadores a estar en primera línea de la lucha contra el cambio climático. Ayudamos a países en vías de desarrollo a alimentarse por sí mismos y continuamos la lucha contra el sida. Y estamos poniendo en marcha una nueva iniciativa que nos dará la capacidad de reaccionar con más rapidez y más eficacia al bioterrorismo y las enfermedades infecciosas, un plan que luchará contra las amenazas en nuestro país y reforzará la salud pública en el extranjero. Estados Unidos lleva a cabo estas acciones, como ocurre desde hace sesenta años, porque nuestro destino está unido al de otros. Pero también lo hacemos porque es lo debido. Por eso, esta noche, mientras estamos aquí reunidos, más de 10.000 estadounidenses trabajan con muchos países para ayudar al pueblo de Haití a recuperarse y reconstruir. Por eso estamos con la niña que sueña con ir a la escuela en Afganistán; apoyamos los derechos humanos de las mujeres que se manifiestan por las calles de Irán; y defendemos al joven al que se le ha negado un trabajo por culpa de la corrupción en Guinea. Porque Estados Unidos siempre debe estar al lado de la libertad y la dignidad humana. En el extranjero, nuestra mayor fuerza la han constituido siempre nuestros ideales. Lo mismo ocurre dentro de nuestras fronteras. Vemos unidad en nuestra increíble diversidad, aprovechamos la promesa consagrada en nuestra Constitución: la idea de que todos somos iguales, que no importa quién sea o qué aspecto tenga una persona, si respeta la ley debe estar protegida por ella; que, si se adhiere a nuestros valores comunes, debe recibir el mismo trato que cualquier otra. Debemos renovar continuamente esta promesa. Mi gobierno cuenta con una División de Derechos Civiles que está volviendo a perseguir las violaciones de los derechos civiles y la discriminación laboral. Hemos reforzado, por fin, nuestras leyes para prevenir los crímenes impulsados por el odio. Este año, trabajaré con el Congreso y con el ejército para revocar la ley que niega a los ciudadanos homosexuales el derecho a servir al país que aman por ser quienes son. Vamos a atacar drásticamente las infracciones de la ley sobre igualdad de salario, de forma que las mujeres obtengan la misma remuneración por una jornada igual de trabajo. Y debemos continuar la tarea de arreglar nuestro defectuoso sistema de inmigración, asegurar nuestras fronteras, aplicar nuestras leyes y garantizar que cualquiera que se atenga a las reglas pueda contribuir a nuestra economía y enriquecer nuestra nación. Al final, son nuestros ideales y nuestros valores los que construyeron Estados Unidos. Unos valores que nos permitieron crear una nación compuesta por inmigrantes de todos los rincones del planeta; unos valores que todavía impulsan a nuestros ciudadanos. Cada día, los estadounidenses cumplen sus responsabilidades con respecto a sus familias y sus empresas. Una y otra vez, echan una mano a sus vecinos y hacen su contribución a su país. Se enorgullecen de su trabajo y tienen un espíritu generoso. Éstos no son valores republicanos ni valores demócratas, valores de empresarios ni valores de trabajadores. Son valores americanos. Por desgracia, son demasiados los ciudadanos que han perdido la fe en que nuestras principales instituciones -nuestras empresas, nuestros medios de comunicación y, por qué no, nuestro gobierno- sigan reflejando esos mismos valores. Cada una de esas instituciones está llena de hombres y mujeres honrados que hacen una labor importante para contribuir a la prosperidad de nuestro país. Pero, cada vez que un consejero delegado se premia por un fracaso o un banquero nos pone a todos en peligro por su propia codicia personal, las dudas de la gente aumentan. Cada vez que los lobbistas manipulan el sistema o los políticos se despedazan en vez de ayudar a levantar el país, perdemos la fe. Cuantas más veces reducen los "expertos" de las tertulias de televisión los debates serios a discusiones estúpidas y las grandes cuestiones a frases sonoras, más se alejan nuestros ciudadanos. No es de extrañar que haya tanto cinismo. No es de extrañar que haya tanta desilusión. Yo hice campaña con la promesa de cambio; un cambio en el que podemos creer, decía el eslogan. Y ahora mismo sé que hay muchos estadounidenses que no están seguros de si todavía creen que podemos cambiar o, por lo menos, de si yo puedo conseguirlo. Pero hay que recordar una cosa: yo nunca sugerí que el cambio sería fácil ni que yo podía hacerlo solo. La democracia, en una nación de 300 millones de personas, puede ser ruidosa, caótica y complicada. Y, cuando uno intenta llevar a cabo grandes cosas y grandes transformaciones, se despiertan las pasiones y la controversia. Las cosas son así. Quienes ocupamos cargos públicos podemos reaccionar actuando con prudencia y evitando tener que contar verdades incómodas. Podemos hacer lo necesario para salir bien parados en las encuestas y superar la siguiente elección en vez de hacer lo más conveniente para la siguiente generación. Pero también sé otra cosa: si la gente hubiera tomado esa decisión hace cincuenta años o hace cien años o hace doscientos años, hoy no estaríamos aquí. La única razón por la que estamos es que hubo generaciones anteriores que no tuvieron miedo de hacer lo difícil, de hacer o que era necesario incluso cuando no estaban seguros de tener éxito, de hacer lo que hiciera falta para mantener vivo el sueño para sus hijos y sus nietos. Nuestro gobierno ha sufrido algunos reveses este año, y algunos de ellos fueron merecidos. Pero todos los días me despierto sabiendo que no son nada comparados con los reveses que han sufrido numerosas familias en todo el país. Y lo que me permite seguir adelante y con ganas de luchar es que, a pesar de todos esos reveses, el espíritu de determinación, de optimismo y de decencia esencial que siempre ha sido la base del pueblo estadounidense, sigue vivo. Sigue vivo en el pequeño empresario que me escribió, hablando de su compañía: "Ninguno de nosotros... quiere pensar, ni por asomo, en que podamos fracasar". Sigue vivo en la mujer que dijo que, aunque tanto sus vecinos como ella han sufrido con la recesión, "somos fuertes. Somos resistentes. Somos americanos". Sigue vivo en el chico de ocho años de Louisiana que me envió su paga y me pidió que se la hiciera llegar al pueblo de Haití. Y sigue vivo en todos los estadounidenses que lo han dejado todo para ir a algún lugar en el que nunca habían estado a sacar a gente a la que no conocían de debajo de escombros, con gritos de "¡U.S.A.! ¡U.S.A.! ¡U.S.A!" cada vez que se salvaba otra vida. Ese espíritu que ha sostenido esta nación durante más de dos siglos sigue vivo en vosotros, su gente. Hemos terminado un año difícil. Hemos superado un decenio difícil. Pero ahora empieza un nuevo año. Comienza una nueva década. No nos rendimos. No me rindo. Aprovechemos el instante para empezar de nuevo, llevar adelante el sueño y volver a fortalecer nuestra unión. Gracias. Dios les bendiga. Y Dios bendiga a los Estados Unidos de América. Texto traducido por Mª LUISA RODRÍGUEZ TAPIA .....why we advocate for the young man denied a job by corruption in Guinea defendemos al joven al que se le ha negado un trabajo por culpa de la corrupción en Guinea...... Oh my God! y en el discurso de Mr President |
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Invitado_Pepin_* |
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#2771
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Invitado ![]() |
CITA Remarks by the President in State of the Union Address 9:11 P.M. EST THE PRESIDENT: Madam Speaker, Vice President Biden, members of Congress, distinguished guests, and fellow Americans: ................................ As we have for over 60 years, America takes these actions because our destiny is connected to those beyond our shores. But we also do it because it is right. That's why, as we meet here tonight, over 10,000 Americans are working with many nations to help the people of Haiti recover and rebuild. (Applause.) That's why we stand with the girl who yearns to go to school in Afghanistan; why we support the human rights of the women marching through the streets of Iran; why we advocate for the young man denied a job by corruption in Guinea. For America must always stand on the side of freedom and human dignity. (Applause.) Always. (Applause.) CITA Estados Unidos lleva a cabo estas acciones, como ocurre desde hace sesenta años, porque nuestro destino está unido al de otros. Pero también lo hacemos porque es lo debido. Por eso, esta noche, mientras estamos aquí reunidos, más de 10.000 estadounidenses trabajan con muchos países para ayudar al pueblo de Haití a recuperarse y reconstruir. Por eso estamos con la niña que sueña con ir a la escuela en Afganistán; apoyamos los derechos humanos de las mujeres que se manifiestan por las calles de Irán; y defendemos al joven al que se le ha negado un trabajo por culpa de la corrupción en Guinea. Porque Estados Unidos siempre debe estar al lado de la libertad y la dignidad humana. Siempre CITA Respuesta del Gobierno a un nuevo artículo absurdo del periódico español El País El Gobierno de Guinea Ecuatorial niega por completo la estúpida e infundada noticia de querer participar él mismo en una de tantas absurdas y falsas acusaciones que se han realizado contra el Presidente Obiang Nguema Mbasogo. 27/01/2010 El Gobierno de Guinea Ecuatorial niega por completo la estúpida e infundada noticia de querer participar él mismo en una de tantas absurdas y falsas acusaciones que se han realizado contra el Presidente Obiang Nguema Mbasogo. El Gobierno de Guinea Ecuatorial manifiesta una vez más su sorpresa y estupor porque un periódico con supuestamente prestigio como El País caiga en la trampa de quienes le transmiten historias tan rocambolescas y absurdas como la publicada en su edición digital de ayer, 26 de enero, y repetida en la edición impresa de hoy. Pese a su renombre internacional, cuando se trata de Guinea Ecuatorial al menos, El País ofrece una desconcertante trayectoria de invenciones delirantes. Es por eso por lo que, desde hace años, hemos podido leer en sus páginas auténticos disparates: desde que el Presidente Obiang se estaba muriendo hace años, que en los procesos electorales ecuatoguineanos no hay observadores internacionales ni listas de censo, hasta que un pescado en Guinea Ecuatorial cuesta 60 euros. La última: que el Gobierno de Guinea Ecuatorial (recientemente formado, por cierto) se presenta como acusación particular hacia su propio Jefe del Estado. Desde este Gobierno, una vez más, instamos al periódico El País a que ejerza su responsabilidad como medio de comunicación utilizando las pautas básicas de profesionalidad, seriedad, uso de datos contrastados, respeto a la verdad, y por tanto, respeto a sus lectores, de las que siempre prescinde, tal y como, en Guinea Ecuatorial, estamos cansados de comprobar. Ministerio de Información, Cultura y Turismo http://www.guineaecuatorialpress.com/noticia.php?id=351 |
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Invitado_Francisco Alegre_* |
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#2772
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Invitado ![]() |
"Guinea Ecuatorial: ¿"maldición de los recursos" o "extraversión" histórica del poder?"
Alicia Campos Real Instituto Elcano (ARI 19/2010) 26 enero 2010 Tema: Guinea Ecuatorial se ha convertido en el tercer productor de crudo en el Golfo de Guinea pero su situación actual no encaja del todo con el modelo de la “maldición de los recursos” aplicable a otros países[1]. Resumen: Desde el inicio de la explotación petrolífera a mediados de los años 90, el pequeño Estado centroafricano de Guinea Ecuatorial se ha convertido en el tercer productor de crudo en el Golfo de Guinea, que a su vez se ha posicionado en los últimos años como área estratégica de abastecimiento de energía para los principales consumidores mundiales. Este ARI se acerca a los impactos políticos y sociales de la actividad petrolífera en el país, realizada enteramente en el mar, y analiza críticamente la capacidad del modelo de la “maldición de los recursos” para explicarlos. Análisis: Los efectos de la extracción de petróleo de la Zona Económica Exclusiva de Guinea Ecuatorial en tierra firme sólo pueden comprenderse como parte de unas dinámicas históricas más amplias, caracterizadas por intensas conexiones transnacionales y la extraversión del poder de los gobernantes. La nueva actividad económica ha promovido transformaciones sociales, pero también ha supuesto el reforzamiento del grupo familiar que ocupa el Estado desde la independencia, y la interrupción del momento de apertura política iniciado tras el fin de la Guerra Fría. El reforzamiento de la institución de la soberanía por parte de la industria petrolífera es una de las claves para comprender la continuidad del orden despótico poscolonial en el país. Guinea Ecuatorial es considerado el tercer productor de petróleo por volumen en el Golfo de Guinea, aunque bastante por detrás de Angola y Nigeria. La producción petrolífera, que se realiza en su totalidad en el mar de la Zona Económica Exclusiva del país, ha pasado de 17 barriles por día en 1996 a los 400.000 de la actualidad, representando el 80% del PIB y el 95% del Presupuesto Nacional.[2] Por otra parte, según el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, este crecimiento económico no se ha trasladado en una mejora sustancial del bienestar de la población en su conjunto: como indicador puede mencionarse que Guinea Ecuatorial es el país del mundo con una mayor diferencia entre el puesto que ocupa según su PIB per cápita (en PPP en dólares) (nº 28) y el puesto según el IDH (nº 118).[3] Desde el desembarco de las compañías petrolíferas, en su mayoría estadounidenses, se han sucedido una serie de elecciones presidenciales, legislativas y municipales, caracterizadas por el fraude generalizado y la represión de la oposición, y la violación sistemática de los derechos humanos constituye uno de los principales instrumentos de control de la ciudadanía. Si bien no existe una situación de violencia generalizada como en el vecino Delta del Níger, durante estos años se han sucedido una serie de intentos de golpes de Estado, reales o imaginados por el propio gobierno, que se han saldado por oleadas de represión y tortura. La situación actual de Guinea Ecuatorial parece encajar bien con el modelo propuesto por varios autores en torno a ideas tales como el Estado rentista, la “maldición de los recursos” o la paradoja de la abundancia.[4] Estos estudiosos señalan la tendencia de países dependientes de la producción y exportación de minerales e hidrocarburos a sufrir sistemas políticos autoritarios y procesos económicos de estancamiento, a través de mecanismos rentistas y neopatrimoniales. Este modelo tiene el mérito de iluminar las relaciones entre actividades económicas y formas políticas, en contextos de producción y exportación masiva de recursos naturales. Sin embargo, la idea de unas dinámicas comunes a todos los países dependientes de la exportación de minerales y petróleo no atiende suficientemente a las trayectorias históricas específicas y las formas concretas de ejercicio del poder. El despotismo y la exclusión sufridos en Guinea Ecuatorial no tienen los mismos rasgos que los que se sufren en otros lugares de explotación de petróleo, como Irak o Venezuela. Ni ha estallado en Guinea Ecuatorial un conflicto armado como en la vecina Nigeria. La idea de maldición insiste mucho más en los perjudicados que en los beneficiarios, sean éstos gobernantes, empresas o grupos armados, cuyas decisiones y acciones son las que explican en gran medida que la extracción de minerales tengan los efectos perversos que tienen a menudo para la mayoría. Otra debilidad de esta literatura académica es su predilección por el Estado como unidad de análisis, incluso para estudiar realidades profundamente transfronterizas como es la industria petrolífera. Conceptos tales como Estado rentista no nos ayudan a comprender bien la participación directa de actores transnacionales, como las compañías petrolíferas, el FMI u otros gobiernos, en la generación del orden social local, ni iluminan la relevancia que tienen instituciones y normas internacionales para las dinámicas e impactos de ciertas industrias extractivas. No obstante, más allá de las pretensiones universalizantes del concepto, las reflexiones en torno a la “maldición de los recursos” pueden ser de gran utilidad si se utilizan, no tanto como un modelo generalizable, sino como una perspectiva que nos señala lugares y “pautas de procesos” a los que mirar,[5] para analizar las formas específicas de articulación y topografías del poder en contextos de explotación y venta internacional de recursos naturales.[6] En el caso específico de Guinea Ecuatorial, el carácter relativamente novedoso de la producción petrolífera, rentable desde mediados de los años 90, nos permite observar de manera privilegiada estas cuestiones. Y antes que las transformaciones, lo primero que destacan son las continuidades de las situaciones de pobreza y carencias sociales previas al petróleo, así como del grupo de personas que controlan el Estado desde la independencia en 1968. En este texto señalaremos estas continuidades, pero también las transformaciones sociales y políticas que son observables en Guinea Ecuatorial desde el inicio de la explotación petrolífera, todo ello en el marco de las trayectorias históricas más largas. Por último, atenderemos también a la dimensión institucional, más allá de la perspectiva más al uso que sólo se ocupa de las instituciones nacionales o locales, para iluminar el papel que el principio internacional de la soberanía juega en la industria petrolífera y sus impactos. Continuidades y transformaciones en la era del petróleo de Guinea Ecuatorial La integración reciente de los mares de Guinea Ecuatorial en el mercado mundial del petróleo forma parte de una larga historia en la región. El Golfo de Guinea se ha visto atravesado históricamente por intensas conexiones transfronterizas y transoceánicas, que han sufrido variaciones diversas a lo largo del tiempo. Desde el aceite de palma hasta el petróleo, pasando por el cacao, el café y la madera, la isla de Bioko y los territorios continentales cercanos han sido lugar de producción o extracción (y a veces sólo de paso, como en el caso de ciertas drogas) de productos que se transformaban, usaban y consumían en lugares lejanos. También las personas, y su fuerza de trabajo, han transitado, forzosa o voluntariamente, este espacio, recorriendo distancias diversas para trabajar en plantaciones, explotaciones madereras o plataformas petrolíferas, y también para huir de la persecución política. Estas conexiones transfronterizas han participado, a lo largo del tiempo, en la configuración de distintos órdenes sociales y políticos locales, que no pocas veces han estado marcados por la exclusión y el despotismo. Desde la inicial presencia colonial en la isla de Bioko a lo largo del siglo XIX y el posterior colonialismo franquista más denso e intrusivo, pasando por el régimen de terror del primer gobierno de la independencia hasta la dictadura de Teodoro Obiang Nguema, los vínculos con espacios lejanos han jugado un papel relevante en todos los regímenes políticos. La posible relación entre la actual producción de petróleo y los modos de ejercicio del poder bajo el gobierno Nguema sólo es comprensible en este contexto histórico más amplio, y que hemos desarrollado en otros lugares.[7] Como señalábamos al inicio, el hallazgo del petróleo no ha supuesto el fin de la hegemonía de los Nguema en el país, ni de las situaciones de pobreza generalizada. Ello es debido en parte al carácter de enclave de esta producción. Tal y como señalaba Fernando Abaga en un artículo sobre las consecuencias del petróleo en Guinea Ecuatorial, “se lleva a cabo en el mar, lejos de todo y de todos, generando poco empleo debido a su uso intensivo de capital... Se trata de un sector que exporta todo lo que produce e importa todo lo que consume, guarda por tanto poca relación con el resto de la economía”.[8] Sin embargo, pese al carácter de enclave del petróleo, y junto a las continuidades mencionadas, el desarrollo de la industria petrolífera parece estar contribuyendo a otro tipo de impactos por vías políticas y también económicas.[9] En primer lugar, ha enriquecido y empoderado a los ocupantes del gobierno, que han encontrado en la venta del crudo nuevos recursos para sus políticas de cooptación, represión y exclusión económica. Y ha hecho aparecer nuevos actores transnacionales, como las empresas transnacionales del petróleo con sede en EEUU y en menor medida en China y otros países, que son los beneficiarios principales de las nuevas riquezas y se han convertido en empleadores codiciados, demandantes de terrenos y, sobre todo, interlocutores principales de la familia Nguema.[10] Ésta se ha librado, gracias a estas relaciones, de las presiones internacionales a favor de la democracia que se hicieron sentir a principios de los años 90.[11] El inicio de la extracción rentable de crudo supuso en realidad la interrupción de un proceso de apertura política alentada al calor del fin de la Guerra Fría, más que una transformación radical de los modos anteriores de gobierno: los gobernantes dejaron de tener razones para incidir en la apertura y la negociación política interna. Más que una mera continuación, se ha producido un cierto regreso a la situación de los años 80, cuando la dictadura de Obiang Nguema apenas recibía denuncias marginales en los foros internacionales, y obtenía el apoyo de la antigua metrópoli y las potencias occidentales. Tras 20 años en el poder, y habiendo soslayado el lustro de aperturas democráticas de los 90, el deslegitimado gobierno de Obiang tenía pocos estímulos para utilizar el petróleo en beneficio de la mayoría, o permitir el surgimiento de grupos económicos autónomos. En el ámbito de las actividades económicas de la población, desde la apertura del sector petrolífero, las áreas rurales y las actividades agrícolas de subsistencia y destinadas al pequeño comercio han sufrido un abandono, importándose gran parte de los alimentos que se consumen en el país. La pequeña producción de cacao en la isla de Bioko para la exportación casi ha desaparecido, aunque este sector sufrió su principal debacle en la época del primer gobierno Nguema en los años 70. Ello ha coincidido con un cambio en las pautas de movilidad y asentamiento de la población. Actualmente no son sólo los jóvenes los que emigran a la ciudad, dejando detrás las estructuras familiares y las propiedades, sino familias enteras las que se trasladan a los suburbios urbanos, con la esperanza de vivir de aquéllos individuos que logran un salario. Al mismo tiempo, muchas otras personas están llegando a las ciudades de Guinea Ecuatorial, desde lugares cercanos y lejanos. La región en torno al Golfo de Guinea ha sido un espacio tradicionalmente atravesado por intensos movimientos de población, por razones familiares, laborales, religiosas o de salud. Pero en los últimos años estos flujos han ido cambiando de dirección: Camerún, tradicional receptor de exiliados y emigrantes guineanos, se ha convertido en el origen de la mayor parte de los africanos que viven en Malabo y Bata. Nigerianos y gaboneses también se han visto atraídos por el comercio informal o la construcción. El tráfico de personas, mayoritariamente niños para el trabajo doméstico o prostitutas, se ha visto incrementado exponencialmente. Por otra parte, sólo una pequeña parte de los trabajadores de las plataformas petrolíferas provienen de Guinea Ecuatorial o la región cercana. Estos trabajadores constituyen comunidades de enclave diferenciadas, como la de los norteamericanos que viven en los complejos de las empresas petrolíferas en tierra, o los asiáticos que trabajan en las plataformas marítimas, y que apenas tocan tierra firme. Las diásporas de comerciantes libaneses y chinos también han aumentado, así como la presencia de trabajadores de la construcción que acompañan a las empresas chinas.[12] En cuanto a los emigrantes ecuatoguineanos, la crisis económica internacional reciente ha provocado el regreso de muchos de ellos desde España y otros lugares, en busca de nuevas oportunidades. El aumento de la emigración interna o extranjera a las principales ciudades del país nos habla de oportunidades económicas que la gente está encontrando en un ambiente dominado por grandes compañías y un gobierno represivo. A pesar de los obstáculos y la indiferencia del gobierno hacia la creación de un tejido económico, nuevos sectores están creciendo en los últimos años, junto al abandono de actividades más tradicionales. Actividades como la construcción, la seguridad privada, el transporte, la hostelería, el pequeño comercio y la prostitución están atrayendo a más y más trabajadores, en un contexto de extrema informalidad y desregulación. El pequeño pero creciente grupo asalariado, formado por funcionarios del Estado, trabajadores del petróleo y expatriados está favoreciendo estos procesos. La principal condición parece ser el cumplimiento de la norma no escrita que permite cierta libertad económica a aquéllos que acepten la hegemonía del PDGE, y no militen abiertamente en grupos de la oposición. De hecho, las relaciones laborales se están fortaleciendo como una de las principales vías de control por parte del gobierno. Miembros relevantes del gobierno son propietarios o controlan las agencias de empleo a través de las cuales la industria petrolífera proporciona a los pocos trabajadores guineanos que necesitan las compañías, y retienen más del 50% de los salarios de los trabajadores. El gobierno impone la participación de estas agendas, que exigen ser miembro del partido en el poder para conseguir un trabajo. De esta manera, disidentes y miembros de la oposición son totalmente excluidos de esta nueva fuente de empleo asalariado.[13] Por otra parte, los servicios de seguridad en las plantas norteamericanas también están monopolizados por una compañía, Sociedad Nacional de Vigilancia (SONAVI), propiedad del hermano de Obiang, antiguo director de la Seguridad Nacional y conocido torturador. Otro ámbito social donde se han generado transformaciones importantes en la era del petróleo es el del territorio y el uso del suelo. El abandono de las zonas rurales, unido a la construcción o reconstrucción de infraestructuras públicas, la edificación de numerosas viviendas y las demandas de suelo de las empresas extranjeras, están provocando numerosos procesos de recalificación de terrenos, de expropiación forzosa y de acumulación de tierras. La cuestión del acceso a la tierra está convirtiéndose, en la era del petróleo, en un espacio más donde se juega la hegemonía del grupo que ocupa el gobierno. Es éste el que se está haciendo con grandes extensiones de tierra, a menudo después de la expropiación forzosa y sin compensación a sus anteriores ocupantes, y el que satisface las demandas de suelo de las grandes compañías. El estudio de estas dinámicas y sus implicaciones está todavía por hacer, y requiere de la comprensión de los usos y modos de acceso a la tierra predominante en Guinea Ecuatorial, y la manera en que un recurso que está en el mar está afectando a las relaciones de las personas con la tierra. Y sobre todo, de qué manera las “topografías del poder” a lo largo de los distintos territorios y espacios se han visto afectadas por todas estas dinámicas de migraciones, desplazamiento de población y acumulación de tierras.[14] Son varias, por tanto, las formas en que la actividad extractiva petrolífera está articulándose con dinámicas sociales y políticas en Guinea Ecuatorial. Una de las más importantes ha sido el reforzamiento del grupo que ocupa el Estado desde la independencia, y que el período de aperturas políticas de los 90 no logró desbancar. Las relaciones entre la industria petrolífera y la familia Nguema ha proporcionado a esta última nuevos mecanismos tanto de riqueza personal como de control y exclusión social, que en parte se superponen, y en parte sustituyen, a los modos represivos anteriores. Queda por ver si estas dinámicas están abriendo, además, oportunidades para otros grupos sociales y económicos. Petróleo e instituciones[15] Una de las respuestas más habituales a la idea de una “maldición de los recursos”, popular entre los organismos económicos internacionales, sugiere que son las instituciones y, más en concreto, la falta de instituciones que garanticen la buena gobernabilidad, lo que explica los perversos efectos económicos para la mayoría de la población. Esta lectura de las cosas adolece de dos problemas: en primer lugar, explica una serie de fenómenos sociales a partir de una ausencia, de “lo que falta”, y no “de lo que hay”; en segundo lugar, poniendo el énfasis en las instituciones internas al Estado, ignora otras que sí están funcionando, y que explican en parte el modo en que las industrias extractivas, y en concreto la petrolífera, se articulan con distintas dinámicas sociales y políticas. Las convenciones legales internacionales en torno a la soberanía hacen del Estado el propietario formal de todos los recursos naturales bajo su suelo, y convierten a las personas que ocupan el gobierno en representantes legales de la población del Estado con capacidad para negociar sobre la riqueza del subsuelo. Sólo atendiendo a estas instituciones internacionales, y a algunas características específicas de la actividad extractiva, puede comprenderse que las relaciones entre los Estados propietarios y los consumidores finales de petróleo estén tan fuertemente mediadas por unas pocas personas: aquéllas que poseen los medios de producción necesarios para extraer el recurso y quienes ocupan los gobierno. En el caso específico del petróleo, su explotación requiere de enormes inversiones desde el mismo principio de la exploración. Estas inversiones deben ser realizadas por grandes empresas nacionales o privadas, o por un grupo de empresas, cuya relación directa y legal con los gobiernos reconocidos internacionalmente parece ser un elemento permanente en la industria del petróleo.[16] Sólo la intervención del gobierno puede garantizar las inversiones de acuerdo con las normas y usos del comercio internacional y la legislación del Estado de origen de la compañía.[17] Esto es independiente de la capacidad regulativa del gobierno sobre su población, o su legitimidad social, especialmente cuando, como en Guinea Ecuatorial, toda la producción es off-shore, y las consecuencias de la extracción sobre el medioambiente o la población son más imperceptibles. La relevancia del clan Nguema para la industria del petróleo no se basa por tanto en el control efectivo de los campos petrolíferos, que no existe, sino en su control del gobierno de Guinea Ecuatorial, y en la convención en torno a la soberanía que establece la propiedad estatal de los recursos del subsuelo. Su situación política les permite, como hemos visto, no sólo gestionar los ingresos del petróleo y enriquecerse con ello, sino también presidir sobre otras formas de acumulación económica y formas de poder, y monopolizar muchas otras esferas sociales. Lejos de disolver o cuestionar al Estado, la industria petrolífera transnacional está reforzando su dimensión institucional, así como a los grupos que lo ocupan, con independencia de los medios que éstos utilicen para mantenerse en el poder. Conclusiones: Son tres las conclusiones que a estas alturas de la investigación queremos adelantar: La extracción y venta de enormes cantidades de petróleo de las aguas de Guinea Ecuatorial ha tenido efectos específicos sobre las dinámicas sociales en tierra firme, que en parte tienen que ver con la estructura de la industria petrolífera, pero en parte son sólo comprensibles teniendo en cuenta los procesos sociales y políticos preexistentes. Sólo así puede comprenderse quiénes son y de dónde proceden los grupos sociales que se benefician, o son excluidos, de la nueva riqueza, o las formas concretas que adopta las relaciones de poder. Una de las razones por las que el descubrimiento y extracción de enormes bolsas de petróleo no ha modificado sustancialmente la manera en que el orden social y político es reproducido, es que dicha industria precisa de las mismas instituciones que han estado detrás de la emergencia y el mantenimiento del orden poscolonial: la soberanía del Estado. Esta verdadera institución internacional es la que determina quiénes son las partes legitimadas para negociar sobre las riquezas del subsuelo, y lo que explica que sean los gobiernos de cada Estado las contrapartes necesarias de las empresas extractoras. El hecho de que las normas de la soberanía no condicionen la capacidad legal de los gobiernos a la efectiva representatividad de sus poblaciones, o la de las empresas al respeto de los derechos humanos, colabora en la reproducción de formas autoritarias de poder. El orden social y político que sufre la población que habita el territorio de Guinea Ecuatorial es parte de largas trayectorias históricas, en las que el autoritarismo y la exclusión han estado fundados muy a menudo en las especiales conexiones económicas y políticas del territorio con otros lugares. Los actores que lideraron la administración colonial, el proceso descolonizador o el gobierno poscolonial encontraron muchos de sus recursos económicos y políticos más allá de la población local. En este sentido, el carácter redundante de la mayor parte de la población para el mantenimiento de la familia Nguema en el poder han hecho de la represión, la cooptación y la pobreza los vínculos principales entre los ciudadanos y la administración. Más que en términos atemporales de una “maldición de los recursos”, la economía del petróleo puede analizarse como parte de una dinámica histórica de “extraversión del poder”, tal y como la define Jean François Bayart, según la cual los gobernantes basan su hegemonía política en recursos que provienen del exterior.[18] Ello les libra de invertir en un pacto social más recíproco con su población, y explica en parte las formas autoritarias que el poder ha asumido en África en tiempos contemporáneos. Esta historia ha estado recorrida, no obstante, por momentos de apertura que luego se cerraron, donde las relaciones entre gobernantes y población se hicieron más críticas, como fue el proceso de descolonización en los años 60, o el iniciado tras el fin de la Guerra Fría y las reformas políticas de los años 90. La actual dependencia del petróleo no impide imaginar la aparición de nuevas circunstancias locales o internacionales, que provoquen transformaciones políticas, que a su vez incidirían inevitablemente en los efectos sociales de la industria extractiva. Alicia Campos Serrano es Investigadora Ramón y Cajal, Dpto. Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Autónoma de Madrid, y miembro del Grupo de Estudios Africanos CITA [1] Este texto plantea temáticas que están siendo objeto de una investigación financiada por la Fundación Carolina (ayudas a la investigación, 2009). [2] Bank of Central African States (BEAC), Guinée Equatoriale: Données Statistiques de Base, www.beac.int; IMF (2006), Country Report 06/237, Republic of Equatorial Guinea: Selected Issues and Statistical Appendix, junio; National Budget of Equatorial Guinea (2009). [3] PNUD (2008), Informe de Desarrollo Humano. [4] Véase, por ejemplo, H. Mahdavy (1970), “The Patterns and Problems of Economic Development in Rentier States: The case of Iran”, en M.A. Cook (ed.), Studies in the Economic History of Middle East, Oxford University Press; Hazem Beblawi y Giacomo Luciani (1987), The Rentier State, Croom Helm, Nueva York; Richard Auty (1993), Sustaining Development in Mineral Economies: The Resource Curse Thesis, Routledge, Londres; D.A. Yates (1996), The Rentier State in Africa: Oil Rent Dependency and Neocolonialism in the Republic of Gabon, Africa World Press, Trenton, NJ; Terry Lynn Karl (1997), The Paradox of Plenty: Oil Booms and Petro-States, University of California Press, Berkeley; y M. Humphreys, J.D. Sachs y J.E. Stiglitz (2007), Escaping the Resource Curse, Columbia University Press. [5] Una reflexión análoga hace Crhistian Lund sobre los diagnostic events. Véase C. Lund, (1994), “Tinkering Methodology – Some Considerations Concerning the Study of Access to and Control over Natural Resources”, Occasional Paper, nº 13, International Development Institute, Roskilde University. [6] Sobre la idea de topografías del poder, véase Catherine Boone (2003), Political Topographies of the African State. Territorial Authority and Institutional Choice, Cambridge University Press, Cambridge. [7] Véase Alicia Campos (2005), “Ubicando el desarrollo: las implicaciones políticas de la ayuda en Guinea Ecuatorial y Mozambique”, en A. Campos (ed.), Ayuda, mercado y buen gobierno. Los lenguajes de desarrollo en África en el cambio de milenio, ICARIA, Barcelona; Alicia Campos (2007), “Gobernabilidad y producción petrolífera: trayectorias, conexiones y soberanía en el Golfo de Guinea”, en Ana Rosa Alcalde y J. Alfonso Ortiz (coords.), Democracia y buen gobierno en África Subsahariana, Fundación Carolina y Siglo XXI, Madrid; y Alicia Campos (2009), “Continuity and Change in the Political Economy around Equatorial Guinea”, ponencia presentada en la conferencia internacional Between Three Continents: Rethinking Equatorial Guinea on the Fortieth Anniversary of its Independence from Spain, Hofstra University, Nueva York, abril. [8] Fernando Abaga Edjang (1999), “Las consecuencias socioeconómicas del petróleo en Guinea Ecuatorial: del ‘boom’ a la quiebra”, Asodegue, Madrid, mayo. [9] De la escasa literatura sobre estos asuntos, véase Asodegue (1999), Obiang y las compañías petroleras, Asodegue, Madrid, 1996, www.asodegue.org; Gonzalo Escribano (1999), “Guinea Ecuatorial: de la ayuda al petróleo”, Revista Meridiano CERI, nº 26; B. Geoffrey Wood (2004), “Business and Politics in a Criminal State: The Case of Equatorial Guinea”, African Affairs, nº 103/413, octubre; B. McSherry (2006), “The Political Economy of Oil in Equatorial Guinea”, African Studies Quarterly, vol. 8, nº 3; José Mª Marín Quemada (2007),Guinea Ecuatorial: de la política económica a la política de hidrocarburos, Documento de Trabajo nº 26/2007, Real Instituto Elcano; Jordi Sant Gisbert (2008), “El petróleo y las urnas. Evolución del Estado en Guinea Ecuatorial”, Nova África, nº 23, julio; y Plácido Micó Abogo (2008), “La experiencia petrolífera en la República de Guinea Ecuatorial”, en A. Campos y M. Carrillo, El precio oculto de la Tierra. Impactos económicos, sociales y políticos de las industrias extractivas, Icaria, Barcelona. [10] US Senate (2004), Minority Staff of the Permanent Subcommittee on Investigations, Money Laundering and Foreign Corruption: Enforcement and Effectiveness of the Patriot Act, Case Study Involving Riggs Bank, 15/VII/2004; Global Witness (2004), Report Time for Transparency. Coming Clean on Oil, Mining and Gas Revenues, marzo. [11] Aunque en mucha menor medida, en los últimos años también se ha hecho notar la presencia de otros actores y grupos transnacionales, como periodistas u ONG a favor de los derechos humanos o la transparencia, que han aumentado la visibilidad internacional de lo que ocurre en Guinea Ecuatorial. [12] Mario Esteban (2009), “The Chinese Amigo: Implications for the Development of Equatorial Guinea”, Chinese Quarterly, vol. 99. [13] Alicia Campos Serrano y Plácido Micó Abogo (2006), Trabajo y Libertades Sindicales en Guinea Ecuatorial, Fundación Paz y Solidaridad “Serafín Aliaga”, CCOO-CIOSL. [Puede leerse en la página de Asodegue] [14] En torno a las implicaciones de la extracción de petróleo y territorio véase Achille Mbembe (2000), “At the Edge of the World: Boundaries, Territoriality, and Sovereignty in Africa”, Public Culture, nº 12; y James Ferguson (2006), “Governing Extraction: New Spatializations of Order and Disorder in Neocolonial Africa”, in Global Shadows, Africa in the Neoliberal World Order, Duke University Press, Durham y Londres. [15] Estos argumentos han sido desarrollados en “Oil, Sovereignty & Self-Determination: Equatorial Guinea & Western Sahara”, Review of African Political Economy, nº 117, pp. 81-95, 2008. Véase también William Reno (2001), “How Sovereignty Matters: International Markets and the Political Economy of Local Politics in Weak States”, in T. Callaghy, R. Kassimir y R. Latham, Intervention and Transnationalism in Africa. Global-Local Networks of Power, Cambridge University Press, Cambridge; y Ricardo Soares de Oliveira (2007), Oil and Politics in the Gulf of Guinea, Hurst and Company, Londres. [16] Existen, sin embargo, algunos mercados informales de petróleo, generados a partir del crudo extraído ilegalmente de plataformas y oleoductos, que supone una cantidad muy pequeña con respecto al petróleo consumido en el mundo. [17] “Firms operating in Africa still require guarantees of protection of fixed assets, enforcement of contracts, access to credit, the capacity to indemnify operations, and certifications of credibility sufficient to satisfy regulators in headquarter countries, rating services, and investors” (Reno, 2001, pp. 198-199). [18] Jean-François Bayart (2000), “Africa in the World: A History of Extraversion”, African Affairs, vol. 99. Otro concepto útil para entender estas dinámicas políticas es el de gate-keeper state propuesto por Frederick Cooper (2002), Africa since 1940: The Past of the Present. New Approaches to African History, Cambridge University Press, Cambridge |
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Poder, casa y el día a día
el blog de Juan Tomás Ávila Laurel Malabo 26 Enero 2010 Se habla del día a día cuando las cosas vuelven a la normalidad, cuando los asuntos domésticos se tornan simplemente culinarios, cuando se bosteza, cuando uno echa una cabezadita y se queda dormido en el sillón, si es que tiene. Allá en Haití apenas han transcurrido once días y los que quieren ser primeros en todo ya se adelantan a decir que el país ha vuelto a la normalidad. Y apetece inmediatamente decir que es mentira, una mentira revestida de gravedad. Primero porque no han removido todos los escombros para recuperar los muertos y enterrarlos. Segundo porque toda la ayuda sigue en el aire y en el mar, todavía no ha llegado a su destino. Tercero porque no han enterrado a los muertos, todos los muertos degollados por la mano cruel de la providencia. Y lo repetimos, como si no nos hubiésemos dado cuenta. ¿Quién vuelve a la normalidad cuando no sabe dónde están los cuerpos de su familia entera, y no sabe qué será de él en los próximos años? ¿Qué niño vuelve a la normalidad si no tiene noticias de sus padres y sabe que las personas con las que están no le quieren? Cuando éramos niños, oíamos historias que nos inducían a pensar que los ibos o calabares eran personas peligrosas. Vivíamos en Guinea Ecuatorial, país que solamente unos años antes, pocos, era Guinea Española . Los calabares o ibos eran nativos de Nigeria, traídos por los colonos o los potentados emancipados para trabajar en la agricultura. Calabares e ibos eran peligrosos porque, nos decían los mayores, se comían a la gente. Si por casualidad o por una desgracia caías en sus manos, podías dar con tu vida en sus inmensas ollas, donde te aliñarían para ser devorado por aquellas gentes feroces. No sabíamos que podíamos estar viviendo con gentes de mayor ferocidad. En las maratonianas sesiones informativas de todas las televisiones de este mundo con motivo del terremoto de Haití han mostrado muchas cosas, y se han dicho otras, en un torbellino informativo casi injustificable. Pero solamente injustificable para algunos. Y lo escribo porque pienso que no informo más cuando muestro los aspectos más dantescos de la realidad, pues la causa detonante de la catástrofe es de tal magnitud para que no se esperara un resultado mejor que lo mostrado. Pero no, para los amantes del amo que muerde a su perro hay que mostrar la sangre, las mutilaciones, las amputaciones en directo, pues hay mucha gente que no se cree que un seísmo de una magnitud de 7 en la escala de Ritcher pudiera causar tamaña mortandad. Y estando en esta vorágine informadora, no se dieron cuenta de lo que sí se mostró con toda la naturalidad del mundo conocido por la ONU: los helicópteros de la Marina de Estados Unidos echaban la ayuda desde el aire. Delante de todo el mundo, y los productos no eran sacos de ropa, o de algodón, sino todo lo necesario para sobrevivir después de haber perdido todo. Y vimos cómo arrojaban de los mencionados aparatos voladores cajas de agua para el alivio de la sed de los habitantes de Port au Prince. Pero si pensamos que el agua no se envasa en recipientes de algodón o en otro medio difícilmente irrompible, creemos que el arrojamiento se hace a sabiendas de que lo arrojado puede no llegar a su destinatario, porque al romper el envase que lo contiene, todo el agua deseada para los haitianos vuelve a la tierra, y acaso apaga el fuego voraz del terremoto destructor. Mas no nos pongamos sensibles. Si desde el alto cielo arrojo la ayuda aun con el riesgo de que no llegue a los necesitados, es porque temo el contacto con ellos. Claro que ha salido por todos estos medios que hordas vandálicas de haitianos, armados con cuchillos, machetes y otras armas agudas siembran el terror entre ellos a cuenta de la ayuda o de la miseria en que viven. Nadie que haya leído o escuchado un poco lo ignora, ¿pero qué hay que decir del hecho informativo de que la mayor potencia militar de toda América tenga miedo de acercarse a los hambrientos y lance literalmente al mar los millones que públicamente dicen que ha recaudado para el sufrido pueblo? ¿El miedo de los militares del poderoso estado es puntual o conoció gradaciones desde la destrucción causada por el terremoto? Aparte de los cuchillos domésticos que se han dado prisa en mostrar, ¿qué tiene el pueblo de Haití para que suscite tanto rechazo? Es lo que hay que preguntar, y no digan, para justificar lo que no se puede, que las botellas de agua lanzadas desde los helicópteros son de plástico irrompible. Urge a la comunidad de negros del mundo entero reunirse para discutir sobre lo que hay detrás del hecho de que salgas a socorrer a alguien y no puedes acercarte a él porque le tienes miedo. La comunidad de blancos de mundo puede dedicarse a lo de siempre. Bueno, esto lo decimos si en el mundo existe una comunidad de negros y otra de blancos que se reúnen para discutir sus asuntos y proponer soluciones buenas. Como íbamos a hablar de los asuntos del día a día, aquí en la república de Guinea Ecuatorial las cosas discurren dentro del cauce de lo esperado. Tras la parafernalia que acompañó a las elecciones y su afianzamiento en el trono, nuestro rey se ha dejado ver y sentir y ha premiado a los lacayos con prebendas. Pero el asunto fue tan calcado a como lo contamos en otras entregas que casi se redujo a un acto del homenaje, pues en la nueva corte de gente aduladora que habrá a su alrededor no hay caras nuevas. Salvo dos o tres movimientos de piezas sin importancia, todo está en su sitio, tan en su sitio que la tremenda impresencia de los nativos de las etnias minoritarias en esa corte aduladora persiste. Apenas dos o tres nombres. Se leyó en la radio los nombres de los ministros y tras los mismos, acudieron al acto de homenaje sobre un ejemplar de la Biblia, quizá una versión de Nácar-Colunga, para decir que juraban por Dios, por la Patria y por su Honor... Lo ponemos en mayúsculas, no vamos a menospreciar cómo lo hacen los lacayos que siempre estarán en torno a nuestro rey Obiang. Juraban por todas estas palabras en mayúsculas que servirían a la república, al rey pasara lo que pasara. Pero antes de que se les confiriera este honor, el mismo rey de ellos llamó aparte al primer ministro, que es nuevo y viejo por lo que ya decimos, y le dijo que su anterior gobierno había sido “positivo”. Luego de esto, le dio recomendaciones nuevas y le dijo que había una lacra que había que erradicar: la corrupción. Y citó delante de otros nombrados los casos de corrupción en los que estuvo metida gente que conocía, y a la que había nombrado. ¿Pero el gobierno anterior había sido “positivo” o no? Los casos de corrupción, que junto con el terrorismo, amenazan el desarrollo de Guinea, según el rey, ¿son casos aislados que no influyen en la marcha del país? Creemos que no. Sabemos, y sin leer los documentos de los ministros y los de los constructores, que los tubos que deberían conducir las aguas potables a nuestras casas, cuando las tengamos, no pueden terminar de ponerse si tras los empresarios van los ministros a pedir una parte de los presupuestos porque con esta migaja se asegura el contrato. Y es porque, recibida la parte reclamada, no tendrán suficiente honor para ir tras la empresa a exigir que los tubos se conecten mejor, o que sean de mejor calidad. Es hecho público en Malabo que los tubos que soterró una empresa muy conocida se soltaron la primera vez que por ellos pasó el preciado líquido que esperamos hace exactamente 31 años. No pueden estar bien puestos si no hay nadie con suficiente honor para pedir un trabajo mejor. Cierto, fue el anterior un gobierno positivo. Lo dijo el rey Obiang. Lo vimos por la tele. Y cuando hablaba de la corrupción, hacía comentarios de un hecho que creía que se había asentado con toda normalidad en las costumbres de nuestra casa. El día a día. http://www.fronterad.com/?q=node/629 |
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Zapatero: «No admito la miseria como único recorrido para millones de africanos»
Moratinos tiene previsto verse a lo largo de la mañana con el minsitro de Exteriores de Mali para abordar la situación de los cooperantes secuestrados Malí asegura que los 3 raptados volverán «sanos y salvos» ABC.es GABRIEL SANZ ENVIADO ESPECIAL A ADDIS ABEBA Actualizado Domingo , 31-01-10 a las 10 : 30 «Pertenezco a una generación que no admite el destino de la miseria como único recorrido para millones de seres humanos en África. Pertenezo a una generación decidida a erradicar la miseria extrema. Y pertenezo a una generación que sabe lo que supone el disfrute de la libertad». Así se ha expresado esta mañana ante la XIV Asamblea de la Unión Africana el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Invitado en calidad de presidente semestral de la UE, el jefe del Ejecutivo se ha convertido en la estrella invitada de la mañana y se ha dirigido a las delegaciones participantes con un discurso repleto de referencias a los valores. El líder español ha comenzado con una condena rotunda a la esclavitud de los pasados siglos y con una advertencia: La política de la UE hacia África va a ser «de igual a igual» y se va a hacer política «con» el continente africano «para» el continente africano. Con profunda emotividad en el tono y la cadencia de sus palabras, el jefe del Ejecutivo ha comenzado con un aserto: «Siempre he pensado que es la libertad la que nos hace verdaderos y no la verdad la que nos hace libres». Por eso, prosiguió, en algunos pasajes de su vida ha sentido «rabia y desafecto con la condición humana» al contemplar que no hace tantos siglos se vivieron «episodios tan aberrantes» como el de la esclavitud. «Respuesta contundente y preventiva» José Luis Rodríguez Zapatero ha exhortado a los jefes de Estado y Gobierno que asisten a la Asamblea de la Unión Africana a que unan sus políticas y sus economías, en particular en lo que se refiere a la construcción de infraestructuras comunes y de la industria de la telecomunicación, para superar la «brecha digital» que aún separa al continente africano del resto del mundo. Esta última es una clara alusión al lema de la conferencia sobre el desarrollo tecnológico en Africana. Antes de entrar al plenario, el presidente del Gobierno ha mantenido una reunión bilateral con el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, en la que han hablado de la situación en Somalia, en Darfur y en los campos de refugiados de los grandes lagos. Según fuentes oficiales españolas, Ban Ki-moon le ha dicho al presidente español que Europa debe desarrollar un papel «importante» en Darfur. En relación con Somalia, Zapatero diría posteriormente ante el pleno que la situación en este país del cuerno de África supone un «riesgo» y para conjurarlo hay que apoyar al Gobierno federal de transición contrario, aseguró, a crear un caldo de cultivo propicio para que prolifere el terrorismo y los secuestros de barcos de otros países en el Índico. «Esto exige una respuesta contundente y preventiva encabezada por Naciones Unidas». El jefe del Ejecutivo español, que no tendrá ocasión de reunirse en este foro con el presidente de Mali, Amadou Toumani TOURE, porque éste ha excusado su asistencia, no ha hecho ninguna referencia en su discurso a la situación de los tres cooperantes secuestrados en el norte de Mali. Fuentes oficiales españolas han confirmado que a lo largo de la mañana el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, se reunirá con el jefe de la delegación maliense, el titurla de Exteriores, Moktar Ouane, para analizar las últimas informaciones y gestiones encaminadas a la libertad http://www.abc.es/20100131/nacional-asunto...1001311015.html |
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Invitado_Francisco Alegre_* |
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Huelga de taxis en Guinea Ecuatorial y detenciones por "vandalismo"
Univision.com 30 de Enero de 2010, 08:32pm ET MALABO 31 Ene 2010 (AFP) La policía de Guinea Ecuatorial detuvo el sábado "por actos de vandalismo" a taxistas que habían observado una huelga de unas horas en Malabo para protestar contra la anulación de sus carnés de conducir, indicaron a la AFP un policía y taxistas. El agente, que no precisó su nombre, indicó que varios taxistas permanecieron detenidos en los locales policiales "por actos vandálicos". Los detenidos, explicó, están acusados de haber roto vidrios de coches en un movimiento de mal humor tras la anulación de carnés de conducir obtenidos de forma fraudulenta. Taxistas interrogados por la AFP señalan una decena de detenciones después de una huelga, observada la mañana del sábado hasta las dos de la tarde (13H00 GMT), que afectó considerablemente al tráfico de Malabo, comprobó un periodista de la AFP. Los taxistas protestaban contra la anulación, decidida por el director general de la policía de tráfico, de varios carnés de conducir expedidos en Bata (sur), la capital económica en la parte continental, considerados falsos, explicaron. "La policía de tráfico nos rompe los carnés obtenidos en Bata porque el director (...) dice que el delegado de la policía de tráfico de Bata ha vendido los carnés a la gente sin necesidad de examen", afirmó uno de los taxistas, Juan Bautista Mba. Tres semanas antes, el delegado de la policía de tráfico de Bata fue despedido por corrupción "porque vendía los carnés a entre 150.000 y 200.000 FCFA (229 a 305 euros)", sostuvo Valentine Ondo, dueña de tres taxis en Bata. Desde primeros de 2009, Guinea Ecuatorial entrega un carné de conducir válido para toda la Comunidad Económica y Monetaria de África Central (CEMAC, seis países), que cuesta oficialmente 50.000 FCFA (76 euros). Hasta principios de enero, el documento se entregaba sólo en Bata. http://www.univision.com/contentroot/wiref...d/8132774.shtml |
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