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gudea de lagash

En la garganta de Taroko...

En la garganta de Taroko




Dos vuelos domésticos y luego Huelil, en donde nuestra guía “josefina”, que como Domingo, tampoco es su nombre real, y habla fatal el español, nos espera. Se que es poco probable que sepa quien fue “Josefin Beker” , pero el nombre le va muy bien por su parecido con la cantante de color que en su momento, revolucionó al mundo con su espectáculo de “la faldilla de plátanos”: cantaba mientras se despojaba de la fruta poco a poco, hasta acabar el espectáculo, quedándose como su madre la trajo al mundo. Josephine Baker ¡Que gran mujer! Con todos aquellos niños que tenia adoptados… que gran mujer…
Y Josefina, sin la faldilla de plátanos, y ni falta que le hacía, pues la enorme gorra que llevaba ya era un puro espectáculo, nos condujo junto a tres guiris más: chinos y japo, a la inconmensurable garganta de Taroko, a través de una carretera de altas montaña y escarpados valles que cruza la isla de E. a W. y que fue forjada con la sangre, el sudor y las lágrimas de los chinos, “japos” y taiwaneses que durante años y más años, ahora no recuerdo exactamente lo que duró, fueron abriéndola en la mismísima roca. Subimos y bajamos un montón de escaleras con los peldaños esculpidos a golpe de mazo, tan altos que no diré que me quedaba a horcajadas en cada uno porque resultaría exagerado… ¡pero casi! Contemplamos maravillados las tonalidades que despedía el agua del caudaloso río que la atravesaba sobre un lecho de mármol, y escuchando el rumor que emitía al pasar, deje vagar mi imaginación pensando que bisbiseaba con las buenas almas de los seres que allí se quedaron en el empeño. Paso a paso, traspiés, y sentada corta en una y otra roca, fuimos recorriendo los túneles que la mano del hombre había perforado, y en ellos admiramos unas bellísimas y enormes tallas de divinidades,< cuyos nombres, como comprenderéis, me fue imposible de memorizar>… Y trascurrido el día, la pequeña ciudad de Hualien nos arropó la noche guiándonos hasta las sabanas de una mullida cama del hotel Marshal, que nos acogió hasta la mañana siguiente. Y en esa mañana, comenzamos una nueva aventura en mitad de un bufete asiático en el que los grandes ausentes fueron el café con leche y las tostadas; porque toda una ventura era saber de que alimentos de la naturaleza se había servido el chef, para presentar la ingente cantidad de platillos allí expuestos: mi consorte aún le dio al arroz; yo me fui en ayunas, camino del aeropuerto en donde nos esperaban nuevas peripecias y un nuevo guía. Cambiamos a Josefina y su enorme gorra, por “Mamma mia” <así me llamaba el guía cuando quería dirigirse a mí, y así lo bauticé yo>, que iba vestido de negro <en el tiempo en que estuvo con nosotros nunca cambió de color>, a excepción de una gorra blanca echada hacia tras, la cual le daba un aire de golfillo callejero. Con sus inseparables Rayban de cristales ahumados y el chicle masca que te masca entre los dientes, nos sonrió disculpándose en un inglés bastante bueno < según mi consorte>, y debía ser cierto porque a este no le cogía ni una, al contrario que a nuestra amiga Josefina. “Mamma mía” no sabía ni papa de español, y en cuanto a sus rasgos, eran muy diferentes a los de la mayoría de los taiwaneses : al mirarlo, te venia a la cabeza los aborígenes de Oceanía. Y así empezamos nuestra andadura con el y el nuevo conductor del microbús: un “mini yo”de “Mamma mía”.



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