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Esteban Calderón

FERMO

Hace unos años, con motivo de un viaje que iba a realizar a Italia, llamé a mi buen amigo el Prof. Birichino para ver si tendría ocasión de visitarle en Roma, pero nadie se ponía al aparato. Lo intenté de nuevo un par de días después y esta vez tuve más fortuna. Birichino me justificó su ausencia:
― Carissimo, estaba “enfermo”...
Al interesarme por la clase de dolencia que le afligía, escuché una sonora carcajada al otro lado del teléfono seguida de la siguiente explicación:
― ¡No, no..., no estaba “enfermo”..., sino “en Fermo”...
Habrá que explicar que Fermo es una pequeña localidad de la región de Las Marcas, junto al Adriático, muy cerca del mar, aproximadamente en el ecuador de la península, en donde mi ilustre amigo pasa temporadas de reposo. Debo confesar que hasta ese momento nunca había oído hablar de dicho lugar, pero me propuse conocerlo como consecuencia de los elogios que vertió Birichino.
Aproveché que mi estancia en suelo italiano me obligaba a viajar a Ancona, capital de Las Marcas, tal vez la región más pequeña de aquel país, para programar unos días por la zona y conocer Fermo. El viaje por carretera era largo, estábamos a principios de marzo y todavía había bastante nieve en los Apeninos. Me dirigí, desde Roma, a través de los Abruzzos ―impresionante la ciudad de L’Aquila a casi 3.000 m. de altura―, hasta la costa adriática, haciendo las paradas de rigor para repostar o saborear alguno de esos cafés que los italianos saben preparar tan magistralmente cuando quieren, que no es siempre. Así las cosas, con el día ya vencido, arribé a un lugar de la costa llamado San Benedetto del Tronto. Recorrí unos kilómetros, pasé por un encantador pueblecito que responde al musical y evocador nombre de Grottammare, y, por fin, llegué a mi destino, al sitio en el que mi amigo me había recomendado que reservara alojamiento, que no era el mismo Fermo, sino un pueblo, situado encima del mar, denominado Porto San Giorgio, a escasos kilómetros del ya menos ignoto Fermo, tan cerca que se puede ir dando un buen paseo. Porto San Giorgio es un pueblo pesquero, al pie de los montes, reconvertido por la mudanza de los tiempos en lugar de veraneo y solaz. Como el cono de un embudo, todo es montaña que desemboca en el mar. Fermo, con su sabor a Medievo, fue un hallazgo que me hizo disfrutar en aquellas breves jornadas: gladiolos o espadañas, orquídeas silvestres, rosas y otras flores silvestres crecían aquí y allá, moteando la vasta floresta que parecía suspirar a impulsos de la brisa fresca que bajaba de las montañas vecinas, moviendo suave y rítmicamente las copas de los añosos olivos, algunos de los cuales con seguridad habrían contemplado, como mudos notarios del tiempo, el paso de las legiones romanas o la irrupción de los bárbaros. En efecto, los montes que circundan Fermo están preñados de oliveras que se mueven acompasadas por el céfiro, como si con ese balanceo simulase una blanca algarada que saluda al visitante. Pero continuemos con el viaje.
Era tarde y la noche se presentaba muy fría, pronosticando helada. Tras dejar el equipaje en el hotel, bajé a la playa para estirar las piernas, entumecidas por el largo viaje y las muchas horas en la “machina”. El espectáculo era fascinante. Una gran luna, que parecía recortada en el papel de plata que usamos para recortar la estrella de nuestros belenes, lucía en lo alto de un firmamento densamente negro, contrapunto con el azul noche del mar, que semejaba un manto damasquinado por el reflejo argentino del astro. En medio del silencio y de la quietud de la noche, en aquella playa despoblada, un vientecillo frío, casi cortante, soplaba entre los mástiles y aparejos de los barcos de pesca de la cercana ensenada, sacándome de mis pensamientos con su tintineo y devolviéndome al mundo de los vivos. Aquel paraje pesquero, casi desierto en invierno, ofrecía un aspecto fantasmagórico en aquella noche espectral, pero intensamente atrayente a un tiempo. Con esta primera impresión volví al albergue para pernoctar, no sin antes degustar los maravillosos pescados y mariscos que sirven en aquella zona de la costa: un paraíso para los gurmets enamorados de los productos del mar.
Pero la sorpresa fue a la mañana siguiente. Como estaba rendido por el viaje, no madrugué mucho ―contrariamente a mi costumbre― y me desayuné a una hora que en Italia casi es pecado. Luego bajé a la playa y quedé admirado del cambio operado. Una playa de fina y limpísima arena servía de antesala para un tranquilo y plácido mar, el mar más azul que jamás haya podido contemplar: un azul intenso, rabioso, casi retador. Por un momento pensé que los diseñadores de las camisetas de la selección italiana de fútbol, conocida precisamente como “la azzurra”, se habrían inspirado en esta tonalidad de azul. Recuerdo que Homero pondera a menudo las cualidades cromáticas del Mediterráneo y para ello utiliza muchas veces un compuesto del adjetivo “kýanos”, esto es, “azul” (de donde viene nuestro castellano “cianótico” para expresar un tono muy concreto). He visto muchos colores azules en mares de los más variados lugares, pero aquel tono era diferente de cualquier otro. No sé si sería la combinación de los efectos del sol sobre un agua ciertamente fría o si sería el fondo costero de la zona o alguna otra razón por mí desconocida, pero el caso es que el resultado era un mar de una quietud apabullante y de un azul espectacular, realmente singular. Seguí en mis pensamientos, paseando delectante por aquellas arenas, cuando me vino a la memoria otro pasaje de Homero en que el rapsoda de Quíos comparaba los ojos de una diosa con ese azul póntico e inusitado: la ojizarca Atenea. Revolví, entonces, en el baúl de mis remembranzas y recordé, recordé vagamente... que un azul así lo ví yo una vez, en mi infancia robada, en unos ojos femeninos. Por unos momentos la diapositiva quedó fija en el objetivo y rememoré aquellos ojos que el mar de Fermo me había traído muchos años después. Sí, tengo la certeza de haber visto alguna vez ese azul..., está en algún lugar de mi recuerdo... Fermo también lo está.
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