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Un papa africano, una señal de apertura que barajan los cardenales más conservadores La elección de uno de los 18 purpurados de África supondría una sorpresa, pero impondría su agenda intransigente en asuntos de moral Pablo Ordaz Roma 07 MAY 2025 - 05:40 CEST La historia es de sobra conocida en Roma, pero puede servir para ilustrar de qué manera la elección de un papa africano −que muchos verían como un paso adelante de la Iglesia, un soplo de aire fresco, un golpe definitivo a la carcunda vaticana– puede desembocar en un gran chasco. Sucedió a finales de 2023. El dicasterio vaticano para la doctrina de la fe acababa de publicar la declaración Fiducia supplicans, que permitía la bendición de parejas del mismo sexo, una manera de llevar a la práctica aquella frase del papa Francisco en el avión de regreso de Río de Janeiro: “¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”. Pues bien, la Iglesia africana en general entró de inmediato en ignición. Y, en particular, el cardenal Fridolin Besungu Ambongo, de 65 años, fraile capuchino y arzobispo de Kinshasa (República Democrática del Congo). Ambongo, que estos días se baraja como uno de los posibles candidatos a convertirse en papa, redactó una carta de protesta de siete folios y, no contento con eso, se plantó en Roma para quejarse ante Jorge Mario Bergoglio. No lo hacía en nombre propio, sino como líder de la revuelta africana contra la declaración del Vaticano. El cardenal Ambongo, un tipo duro, apreciado en África por su oposición frontal a la corrupción de los gobiernos y al poder de los señores de la guerra, se negó en redondo a cualquier concesión de la Iglesia ante la homosexualidad. Declaró: “La Iglesia no puede promover una desviación sexual”. Y añadió: “En África no existe la homosexualidad”. Se acabó. Asunto resuelto. ¿Quiere decir esto que los 17 cardenales africanos presentes en el cónclave sumarán sus votos automáticamente para que salga un candidato conservador? Afortunadamente, las cosas casi nunca son tan fáciles en el Vaticano. Por un lado, el sector conservador sopesa la posibilidad de jugar esa carta, que tiene el inconveniente de la extrema intransigencia del episcopado africano con los temas de la moral, pero, por otra parte, también sus ventajas. Un papa negro sería visto como un salto adelante, una señal de apertura, una muestra de audacia. Aunque, bien mirado, las dosis de audacia vaticana ya se gastaron en 2013 eligiendo a Bergoglio y prácticamente la mayoría prefiere ahora que las aguas vuelvan a su cauce. Entre los partidarios de esta opción se encuentran los africanos, y por eso se puede dar el caso de que voten a un candidato que, sin ser tan conservador, convenga a sus intereses. Y ahí jugaría su baza el cardenal italiano Pietro Parolin, que sigue en cabeza de las encuestas y que el sector africano conoce bien porque, como secretario de Estado del papa Francisco, abrió la Iglesia a África y también a Asia. Un papa ni de derechas ni de izquierdas, o sea, un papa italiano. Aquí nos encontraríamos otro giro de guion, una muestra más de las complejidades del Vaticano. Esa apertura de Bergoglio, un papa que la derecha llamó progresista, incluso comunista, es la que podría estar abriendo la puerta a un papa africano y, por tanto, muy conservador. Son las nueve de la mañana y la piazza Navona luce en todo su esplendor, sin apenas turistas, ni retratistas, ni vendedores de artefactos voladores, solo hay curas y monjas jóvenes con una mochila al hombro que se dirigen a la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, que pertenece al Opus Dei. En un aula de la primera planta, monseñor Fortunatus Nwachukwu, secretario del dicasterio para la Nueva Evangelización, explica a un pequeño grupo de periodistas la situación de la Iglesia en África. Nwachukwu es nigeriano, tiene 65 años y un currículo de novela de aventuras. Es diplomático del Vaticano, fue el primer jefe de protocolo de origen africano y nuncio en varios países, incluida la Nicaragua de Daniel Ortega. Escuchándolo –y ahí va el último giro de guion–, se puede llegar a la conclusión de que, tal vez porque nunca había habido un cónclave con tantos países representados, muchas de las cábalas se han hecho atendiendo a su procedencia y no a su ideología. Hay un par de frases de Fortunatus Nwachukwu que dan mucho que pensar. Habla de los misioneros, ellos y ellas. “Viajaron en un tiempo en el que viajar significaba no volver, significaba morir. No valoramos suficientemente su sacrificio, y ahora no sabemos qué hacer con el fruto de sus sacrificios. En África hay una explosión de fe”. Habrá un papa africano. Solo es cuestión de ponerle fecha. |
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Zinthia Palomino, escritora venezolana: “La historia está llena de cientos de mujeres y mujeres negras que han pensado el mundo” La autora acaba de presentar un libro recogiendo las luchas y logros de 12 filósofas, antropólogas y pensadoras cuyas contribuciones han sido a menudo invisibilizadas M. Fernanda Lattuada Madrid 08 MAY 2025 - 05:30 CEST La historia no la cuentan las mujeres y mucho menos aún las mujeres negras. Este fue el punto de partida de la periodista venezolana Zinthia Palomino (Maracaibo, Venezuela, 37 años) para escribir Mujeres negras en la filosofía (Babidi-Bú), un libro ilustrado publicado a finales de 2024 dirigido esencialmente a un público infantil, en el que desmenuza las aportaciones de 12 filósofas, historiadoras o antropólogas negras y afrodescendientes. “La historia está llena de cientos de mujeres y mujeres negras que han pensado el mundo”, argumenta la autora. Pero sus voces “han sido relegadas a un segundo plano” y asociadas muchas veces a una “inferioridad intelectual”. “Esto nos ofrece una historia narrada principalmente por hombres”, agrega, en una entrevista con este periódico, coincidiendo con la presentación de su libro en el Espacio Afro de Madrid. A Palomino le llevó dos años investigar, o como ella dice, “desenterrar la historia” para dar con 12 perfiles que visibilizaran la importancia de “la mujer negra como creadora de una narrativa filosófica alejada del paradigma eurocéntrico”. En las páginas de su libro aparecen grandes mujeres ya fallecidas, como la filósofa nigeriana Sophie Bosede Oluwole, gran defensora de las tradiciones orales de su país, o la brasileña Lélia Gonzalez, que impulsó una visión afrolatinoamericana del feminismo. Pero también voces vivas como la ensayista jamaicana, Sylvia Wynter, investigadora del colonialismo y poscolonialismo, o la filósofa brasileña Djamila Taís Ribeiro, autora del libro “Pequeño manual antirracista”. CITA Sophie Bosede Oluwole, filósofa nigeriana Sophie Bosede Oluwole (Nigeria, 1935-2018) fue la primera mujer en obtener un título de doctorado en Filosofía en Nigeria. Centró sus investigaciones en la lucha por el reconocimiento y desestigmatización de la filosofía africana, e investigó cómo el imaginario occidental —que afirmaba que las personas africanas no tienen filosofía— le ha dejado a un lado e invisibilizado. Promovió el valor filosófico de las tradiciones orales nigerianas, a través de la filosofía yoruba —que proviene de un grupo étnico (con mayor presencia en Nigeria)— y la comparó con la occidental con el fin de probar que eran igual de válidas. CITA Lélia Gonzalez, filósofa brasileña Lélia Gonzalez (Brasil, 1935-1994) fue filósofa, antropóloga, profesora y feminista. Fue líder el movimiento negro brasileño. Sus reflexiones se enmarcaron en la raza, género, sociedad y cultura, y en la desigualdad de mujeres afrodescendientes latinoamericanas. Propuso el concepto amefricanidad para los descendientes de africanos que llegaron por la trata trasatlántica de esclavos. Le hizo una crítica a Hegel por afirmar que África carece de historia. Palomino, que llegó a España desde Venezuela a los 22 años, comenzó a autodefinirse como afrodescendiente al migrar. En esta búsqueda de identidad acelerada por el exilio, fue consciente de que tres circunstancias eran esenciales: ser mujer, migrante y afrolatinoamericana. En ese camino creó la plataforma Mujeres negras que cambiaron el mundo, un proyecto educativo dentro del que se enmarca su primer libro Mujeres negras en la ciencia, y también este último. “Nosotras hemos pensado el mundo atravesadas por cuestiones como el género, la clase y la raza, y desde ese lugar hemos hecho filosofía, pero se nos ha invisibilizado porque se nos ha negado el derecho de hablar en ciertos espacios”, explica Palomino. La diversidad no está normalizada ni presente. Es una urgencia para poder mirar hacia el futuro de una manera más integrada y global Según la autora, el racismo que “impregna” las sociedades y la “inferioridad” con la que se contempla a las personas migrantes son “más evidentes” en España que en su país natal. Los datos le dan la razón: la discriminación y los discursos de odio en redes sociales medidos por el Observatorio español contra el Racismo y la Xenofobia (OBERAXE) desde enero de este año muestran que de los más de 33.000 mensajes detectados, más del 70% tienen por blanco a personas del norte de África, un 11% a musulmanes y un 10% a afrodescendientes. “España se ve a sí misma blanca y niega la diversidad en su territorio, haciendo referencia únicamente a la migración a partir de los años sesenta. Pero la diversidad étnica y cultural es anterior y lleva instalada en la sociedad española siglos”, afirma la autora venezolana. Palomino estima que el racismo afecta de manera especialmente certera a los niños y niñas, por ejemplo en los espacios educativos, donde la autora considera que la diversidad no siempre está presente. “La ausencia de referentes sin duda limita el proceso de construcción de la identidad. La diversidad no está normalizada ni presente, pero es una urgencia para poder mirar hacia el futuro de una manera más integrada y global”, enfatiza. De ahí que su libro esté dedicado a un público infantil, con la esperanza de que también llegue a “la persona adulta que le ayudará a leerlo”. Palomino termina la entrevista recordando el vídeo que recibió con la reacción de una niña de siete años al ver la portada de su libro. “Es como yo”, dijo la pequeña mirando la ilustración, que representa a Djamila Ribeiro, con su libro Pequeño manual antirracista, en una mano y con un micrófono en la otra. Para la autora, no solo cuenta la representación del color de la piel o del cabello, sino que es crucial que las niñas se puedan reconocer en el retrato de una mujer científica o filósofa. “Permite tener más posibilidades de proyectarse en un futuro. Porque ¿cómo podemos anhelar algo que no hemos visto que existe?“, se pregunta. |
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Carta abierta al pueblo de Estados Unidos Más de 350 historiadores piden apoyo a Ucrania cuando se cumplen 80 años de la victoria sobre el nazismo Keith Lowe 08 MAY 2025 - 05:00 CEST Este mes de mayo conmemoramos el 80º aniversario de uno de los momentos más trascendentales de nuestra historia. Durante la Segunda Guerra Mundial, las naciones de todo el mundo se aliaron contra la Alemania nazi en un combate y un sacrificio que forjaron un vínculo duradero entre Estados Unidos y Europa. Hoy, los principios que nos unieron en la lucha contra la tiranía —la libertad, la democracia y la verdad— están de nuevo acorralados. La Rusia de Vladímir Putin hace intentos diarios de socavar nuestras libertades, nuestra unidad y nuestra amistad con actos beligerantes y campañas de desinformación. Y lo más vergonzoso es que invoca la memoria de la Segunda Guerra Mundial para justificar su espantoso comportamiento. Nosotros, historiadores, conservadores y expertos dedicados a la memoria de Europa, estamos profundamente preocupados por el volumen de desinformación procedente de Rusia que, en los últimos tiempos, ha empezado a deslizarse en la conversación estadounidense, no solo en las redes sociales, sino también en los principales medios de comunicación e incluso en el discurso del Gobierno. El objetivo de esta desinformación es atacar lo que más nos importa —los valores que compartimos— y crear la división entre Europa y Estados Unidos. Moscú ha falseado tanto la historia que creemos que es necesario dejar claros varios datos básicos sobre el pasado. En 1939, la Alemania nazi de Hitler inició la guerra al invadir Polonia. Ahora bien, en ese momento, la Unión Soviética era aliada de Hitler y también invadió el país. La versión oficial de Rusia sobre el principio de la Segunda Guerra Mundial, que dice que fue Polonia quien la inició, es totalmente falsa. Poco después de que comenzara la guerra, los soviéticos también atacaron Finlandia. Después, en 1940, invadieron y se anexionaron Lituania, Letonia y Estonia. Ninguno de los ataques respondió a ninguna provocación. No tuvieron ningún elemento consensuado ni legal, por mucho que Putin lo asegure una y otra vez. La Unión Soviética sufrió pérdidas terribles durante la Segunda Guerra Mundial, pero muchas se produjeron en Ucrania y las sufrió el pueblo ucranio. Cuando Putin dice hoy que Ucrania glorifica a los nazis y a sus colaboradores, esa afirmación no solo es objetivamente falsa sino además insultante para la trágica historia de esta nación. Aunque el Ejército Rojo liberó Europa del Este entre 1944 y 1945, los países de la región no vivieron la presencia soviética posterior como una liberación. Los europeos del Este se vieron obligados a vivir durante 45 años bajo la represión de unos gobiernos comunistas que no habían elegido. La verdadera historia se puede descubrir en los propios archivos de Rusia, que se abrieron al mundo durante un breve periodo en los años noventa. Sin embargo, en la Rusia actual hablar con libertad sobre la historia se ha convertido en una actividad muy peligrosa. Moscú ha aprobado nuevas leyes que prohíben criticar al Ejército Rojo o a cualquiera de sus veteranos. Se han vetado los libros que sacan a la luz los crímenes soviéticos, se han cerrado museos e instituciones y se impide a los investigadores independientes el acceso a los archivos. Esta lucha por nuestra historia es crucial, porque Putin ha convertido el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial en un arma para justificar la invasión actual de Ucrania, un país al que califica falsamente de “Estado fascista” que es necesario “desnazificar”. Rusia niega el derecho de Ucrania a existir como nación soberana y le acusa de haber empezado la guerra actual. Sufrimos una avalancha de desinformación de Moscú, tanto sobre el pasado como sobre el presente, que pone todavía más de relieve la importancia de dotarse de conocimientos históricos sólidos y examinar la información con espíritu crítico. Ahora que nos acercamos al aniversario del Día de la Victoria en Europa, os pedimos que dejéis de lado las discrepancias políticas causadas por los troles a un lado y otro del Atlántico y amplificadas por Moscú. Recordad los lazos que nos unen, unos lazos que se forjaron en el campo de batalla y se han reforzado durante 80 años de amistad y alianzas. La desinformación pretende separarnos, pero nuestro compromiso común con la libertad y la democracia debe prevalecer. Y, sobre todo, os pedimos que apoyéis a Ucrania. Esperamos que, con la ayuda de Estados Unidos, sea posible encontrar una solución diplomática a este conflicto, pero no olvidéis en ningún momento que el agresor es Putin: no debe recibir ninguna recompensa por amenazar a los pueblos libres del mundo. Cualquier posible acuerdo de paz debe tener en cuenta el derecho fundamental de Ucrania a seguir siendo una nación soberana y a defenderse si vuelve a sufrir ataques en el futuro. El 8 de mayo de este año estaremos a vuestro lado para honrar a los hombres y las mujeres que combatieron en la Segunda Guerra Mundial. Respondieron al llamamiento de su país, marcaron el rumbo de la historia y contribuyeron al restablecimiento de la paz, la democracia y la libertad. Hoy, unidos en defensa de estos valores, reafirmamos nuestro compromiso de evitar que vuelva a estallar un conflicto tan devastador. Keith Lowe es historiador y autor de El miedo y la libertad: Cómo nos cambió la Segunda Guerra Mundial (Galaxia Gutenberg). Firman este artículo más de 350 historiadores y especialistas, entre ellos Rick Atkinson, Antony Beevor, Max Hastings, James Holland, Christian Ingrao, Małgorzata Karpińska, Margaret MacMillan, Richard Overy y Olivier Wieviorka. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. |
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Las políticas de Trump paralizan investigaciones clave en el resto del mundo: “Nadie entiende lo que está pasando” Decenas de proyectos de investigación sobre cáncer, VIH o genética humana, también en España, están en el limbo por las nuevas normativas impuestas por la Casa Blanca Nuño Domínguez 09 MAY 2025 - 05:20 CEST La principal agencia de investigación biomédica de Estados Unidos ha paralizado los pagos a grupos de investigación en el extranjero, lo que pone en el alero proyectos de investigación millonarios sobre cáncer, infecciones virales y genética humana en todo el mundo. Los Institutos Nacionales de Salud (NIH), el mayor organismo público de investigación biomédica, han congelado los pagos a grupos de investigación en el extranjero hasta nueva orden. La dirección del organismo argumenta falta de transparencia en el gasto de estos fondos, y llega a decir que esto compromete la “seguridad nacional” del país. Por ahora no hay datos de cuántos proyectos quedarán paralizados ni cuánto dinero dejará de llegar a otros países, aunque la cifra puede estar en torno a los 500 millones de dólares anuales (una cantidad similar en euros). En el centro de la polémica están las colaboraciones que hubo en el pasado entre universidades de Estados Unidos, financiadas por el NIH, y varias instituciones de China, entre ellas el laboratorio de Virología de Wuhan. Según la teoría no confirmada, pero preferida por el presidente Donald Trump, el coronavirus que ocasionó la pandemia de la COVID pudo salir de este laboratorio. Jay Bhattacharya, el nuevo director del NIH nombrado por Trump, ha defendido la nueva medida como parte de los recortes planeados en ciencia por el Gobierno de Estados Unidos. La agencia ha dicho que a partir de ahora los grupos extranjeros deberán firmar un contrato directamente con el NIH, no como hasta ahora, que lo hacían con el líder de la investigación, que en muchos casos era un científico estadounidense. Las medidas afectan a decenas de proyectos millonarios en Europa, Asia y América y África. La agencia espera aclarar las nuevas normativas antes de septiembre. Hasta entonces, muchos proyectos de investigación quedan congelados. “Nadie acaba de entender lo que está pasando”, confiesa Javier Martínez-Picado, virólogo del centro de investigación IrsiCaixa, que es uno de los afectados por las nuevas medidas. “En nuestro caso, no hemos recibido confirmación de que nos hayan renovado el proyecto, aunque hemos pasado la evaluación técnica. Estamos paralizados”, explica Martínez-Picado, que colabora con organizaciones estadounidenses en un proyecto para estudiar la inmunidad innata a la infección por VIH, y otro que estudia las curaciones del sida en pacientes que recibieron trasplantes de células madre. El científico defiende que no hay ninguna falta de transparencia en el gasto de estos fondos. “Durante años hemos luchado para que la investigación científica sea una empresa internacional, que no se quede aislada en un país. Estas normas son un atraso y un retroceso. En realidad es un desprecio a la investigación científica”, alerta. La incertidumbre es total. Puede que el impacto acabe siendo solo un cambio de reglas burocráticas, o que signifique el final para muchos proyectos de investigación que han dejado de interesar a Estados Unidos. La medida es también un golpe para los científicos estadounidenses, pues si los proyectos activos no pueden continuar sin tener que enviar fondos al extranjero, se buscará la forma de ponerles fin. “Puede ser cierto que el NIH tiene poco control final de estos fondos”, reconoce Roderic Guigó, investigador del Centro de Regulación Genómica, en Barcelona. “Pero si finalmente no se permite continuar los proyectos, va a ser un desastre”, advierte. Guigó lleva recibiendo fondos de los NIH desde 2003, cuando empezó siendo investigador principal del proyecto Encode, ahora llamado Gencode, que es la mayor enciclopedia de elementos presentes en el genoma humano. Desde sus inicios, grupos de fuera de Estados Unidos han recibido decenas de millones de euros para realizar parte del trabajo. Actualmente, el grupo de Guigó recibe unos 1,3 millones de euros para su participación en la fase cuatro del proyecto. La gran incertidumbre es si con las nuevas normas se podrá poner en marcha la fase cinco, que debe durar otros cuatro años. Los recortes en investigación impuestos por Donald Trump están haciendo abrir los ojos a Europa. Es una situación similar a la de los fondos dedicados a defensa: ¿debe Europa seguir ausente de grandes proyectos como el Encode y depender de Estados Unidos para acceder y usar esos datos? Esa es la pregunta que se hace Guigó, quien cree que Europa como bloque, y España en particular, deberían aumentar su participación en grandes consorcios de este tipo. La bióloga computacional Marta Melé, investigadora del Centro de Supercomputación de Barcelona, lleva un año recibiendo financiación dentro del programa dGTEX, con una financiación total de más de 35 millones de euros. Su objetivo es crear la mayor base de datos genéticos y médicos en niños de corta edad, una población de la que hay muchos menos datos que en adultos. “Mi grupo estudia básicamente por qué cada persona es única y también analizamos si los problemas de salud de la edad adulta pueden originarse durante los primeros años de vida”, explica Melé. La investigadora tiene asegurada la financiación para este año, pero no sabe qué pasará el siguiente. El mayor impacto de las nuevas normativas es que hay varios puestos de trabajo que dependen directamente de la financiación de Estados Unidos. “Son gente muy buena que se tendrán que marchar si se corta la financiación, una pérdida de talento enorme”, explica. La científica cree que los gobiernos no solo deberían trazar planes para fichar científicos que huyan de Estados Unidos, sino también “medidas de rescate” para los investigadores que ya están en España. La congelación de las colaboraciones internacionales es solo una pequeña parte de los enormes recortes en investigación científica, salud pública y cooperación anunciados por la Casa Blanca. El borrador de presupuestos para 2026 propone recortar en torno a un 40% el presupuesto de los Institutos Nacionales de Salud. Peor parada sale la Fundación Nacional para la Ciencia, de la que el español Darío Gil fue nombrado subsecretario de ciencia e innovación en enero, donde el recorte propuesto es del 56%. El Centro para el Control de Enfermedades, la agencia encargada de vigilar epidemias y pandemias, también pierde casi el 50% de sus fondos. En la agencia espacial, la NASA, se sube ligeramente el presupuesto para exploración espacial tripulada, pero se cercena buena parte del presupuesto para ciencia, estudio del cambio climático, educación en ciencias y otros programas. La NOAA, principal agencia de estudio del clima, verá un recorte del 25%, y la Agencia de Protección ambiental, de un 55%. Buena parte del dinero no gastado irá a fortalecer el gasto militar, que Trump quiere aumentar en un 13% hasta superar el billón de dólares, y los programas de protección de fronteras, en los que espera gastar unos 175.000 millones. Las nuevas cuentas tendrán ahora que pasar por el Congreso para su aprobación final. Aunque los republicanos tienen la mayoría en ambas cámaras, los senadores de cada estado pueden ser muy reacios a recortar ciertos programas que son esenciales para la economía de sus estados. |
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Escoge ciencia, escoge Europa El programa presentado por Macron y Von der Leyen necesita concretar su financiación, pero supone un significativo paso para una universidad europea Joan Subirats 09 MAY 2025 - 05:00 CEST La situación de las universidades y, por extensión, las perspectivas de la investigación científica en los Estados Unidos presentan un panorama desolador. El ataque de la Administración de Trump tiene mucho más de estructural que de episódico. En estos primeros cien días de gobierno republicano se ha comprobado que hay una voluntad sólida de luchar contra todo lo que implique defensa de la diversidad, de la inclusión y de la equidad, defensa de la libertad de pensamiento, defensa de los valores esenciales que han caracterizado a las democracias contemporáneas desde 1945. En este sentido, no es casual que las universidades y sus docentes, estudiantes e investigadores, hayan sido especial objeto de ataque y de intimidación. Hay unas 30.000 instituciones en todo el mundo que se caracterizan a sí mismas como universidades. Si analizamos su trayectoria, su funcionamiento y los resultados de su labor de docencia e investigación, solo una parte de las mismas pasarían el filtro de lo que se conoce como el modelo humboldtiano de universidad. Es decir, una universidad que dedica una parte muy importante de su tiempo y de sus recursos a promover la investigación al más alto nivel posible y con la máxima libertad de acción. Una universidad que se compromete a promover una formación de calidad en el campo de las artes, las humanidades y las ciencias, entendiendo que esa combinación es la clave de la educación integral de la persona. Y, en tercer lugar, una universidad que basa su forma de gobernarse en la autonomía de sus docentes e investigadores para definir sus propias prioridades al margen de las peripecias políticas de cada coyuntura. Muchas de las mejores universidades en Estados Unidos son universidades privadas, pero han tenido y siguen teniendo una profunda concepción de sentido y de servicio público. Su éxito no se mide por sus resultados económicos sino por la calidad de sus docentes, la solidez, credibilidad e impacto de sus publicaciones y por el respeto de sus órganos de gobierno a la libertad de pensamiento, de crítica y de acción de sus profesores y estudiantes. No es pues extraño que desde el minuto cero, Donald Trump y J. D. Vance hayan dedicado todo tipo de calificativos negativos a las mejores universidades, envíen cartas amenazadoras de deportación a estudiantes extranjeros con ideas políticas propias, y hayan empezado a cortar los fondos de investigación que alimentan sus laboratorios, doctorados y centros de investigación. Lo probaron con relativo éxito con la Universidad de Columbia, y han pinchado en hueso con la Universidad de Harvard. Pero el mal ya está hecho. Y la conclusión a la que pueden llegar fácilmente muchos de los más prestigiosos docentes e investigadores, estadounidenses o no, presentes en esas universidades y centros de investigación es que mejor buscarse otro lugar en el que proseguir con su labor. Así lo han entendido Emmanuel Macron y Ursula von der Leyen cuando este lunes, en el aula magna de la Universidad de la Sorbona, lanzaron la campaña “Escoge Ciencia, Escoge Europa”, destinada a atraer investigadores y docentes de primer nivel residentes ahora en los EE UU. Lo cierto es que la probabilidad de una llegada masiva de tales científicos es aún difícil de imaginar, ya que la distancia que existe entre los fondos dedicados a ciencia en Estados Unidos y los que dedica Europa al tema —incluso sumando fondos de cada país con los procedentes de la Unión Europea— es aún significativa. Ursula von der Leyen anunció hace poco la posible constitución de un fondo que agrupara los recursos ya existentes en investigación, innovación e inversión estratégica, pero eso aún no se ha concretado. Sin un aumento significativo de fondos dedicados a este tema, la posibilidad de dar un salto en el sistema universitario y científico europeo es muy problemático. No obstante, la oportunidad existe y la campaña tiene sentido si añadimos al escenario el ambicioso plan que tiene la Unión Europea (surgido precisamente de una iniciativa de Emmanuel Macron también en la Sorbona, en 2017) de las llamadas Alianzas Europeas de Universidades. Hoy hay 64 asociaciones de este tipo, que juntan a 560 universidades de toda Europa y que pretenden establecer títulos universitarios conjuntos. Después del indiscutible éxito del programa Erasmus, que en 35 años ha hecho circular por Europa a cerca de 14 millones de estudiantes con un presupuesto muy limitado, este nuevo eslabón en la construcción de una auténtica universidad europea es muy significativo. En España hace unos meses se constituyó el grupo de “Universidades Españolas en Universidades Europeas” con presencia de 55 universidades (46 públicas más nueve privadas) que forman parte de alguna de las alianzas. Las universidades son clave para la formación cultural de las personas en su sentido más pleno, y, al mismo tiempo, reúnen a científicos que han de contribuir con sus investigaciones a responder a preguntas aún sin resolver, mejorar las respuestas ya existentes y, sin duda, ayudar a que mejoremos nuestra capacidad de respuesta a los grandes dilemas sociales y ambientales que tenemos planteados. Europa tiene un conjunto de universidades capaz de propagar en el mundo un conjunto de valores, de diversidad, inclusión y equidad que constituyen nuestro acervo democrático común. Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas de la Universitat Autònoma de Barcelona. Fue ministro de Universidades (2021-2023). |
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Dentro y fuera de Europa Igual que nos toca defender lo ganado tenemos la responsabilidad de denunciar lo injusto y lo que desmiente nuestros propios ideales Antonio Muñoz Molina 10 MAY 2025 - 05:30 CEST Llegar con cierto retraso a la condición de europeo tiene la ventaja de que uno nunca acaba de dar por supuesto lo que para muchos que llegaron más tarde es simplemente natural. Yo tenía 21 años y estaba muy politizado cuando dejé de ser súbdito y empecé a ser ciudadano en las elecciones de junio de 1977, y cumplí los 30 a los pocos días de que España entrara en la Unión Europea, en compañía de la querida Portugal, como dos alumnos nuevos que acaban de ingresar en un colegio de mucho prestigio en el que hasta muy poco antes no creyeron que pudieran ser nunca admitidos. En la vida las cosas que han tardado mucho y parecía que nunca fueran a ocurrir llegan a veces en avalancha: en mi caso, cumplir 30 años, volverme europeo de la noche a la mañana, publicar por primera vez una novela. Como cuando uno es joven no sabe lo joven que es, yo imaginaba que a los 30 años ya iba cayendo sobre uno la pesadumbre de la edad. Y casi me costaba más sentirme en el derecho a llamarme a mí mismo novelista que a llamarme europeo. En ambos casos se trataba del cumplimiento de un sueño improbable. No muchos años antes, en ese crudo despertar al mundo que es la adolescencia, yo aspiraba a escapar de mi tierra con esa urgencia fugitiva que sentíamos los provincianos antes de que se inventara el confort de las identidades regionales. Aspiraba a irme con la misma inocencia y con la misma vocación con que me imaginaba siendo poeta, autor teatral, novelista, corresponsal en capitales extranjeras, reportero en alguna cordillera selvática en la que operase alguna guerrilla de liberación. Las fuentes con que contaba uno entonces eran limitadas: en este caso, un libro del periodista aventurero Enrique Meneses, que había seguido la pista de Fidel Castro en Sierra Maestra y había llegado a hacerse amigo suyo en vísperas del triunfo de la revolución cubana. Era la deriva política de un sueño literario más antiguo, el de los exploradores del corazón de África en el siglo XIX, sobre todo aquel Henry Morton Stanley que había logrado la exclusiva de encontrar al doctor Livingstone, perdido en los bosques del Congo. Yo no sabía que la aventura literaria era más que nada un panfleto colonialista, y que el heroico Stanley actuaba como agente venal del rey Leopoldo II de Bélgica, que en el nombre de la civilización y el progreso arrasó en pocas décadas el corazón del continente causando una mortandad de más de diez millones de personas. No solo la vida estaba en otra parte, según el dictamen de Rimbaud: también la libertad, y la literatura. Ir al París de los literatos y de los prestigiosos expatriados o al Londres de la música pop y moverse con naturalidad por aquellas ciudades era una quimera semejante a la de escribir y publicar una novela. En esa época padecíamos un complejo colectivo de inferioridad y admirábamos a los extranjeros por el mismo hecho prestigioso de serlo, y a los varones nos gustaban más las chicas de otros países a causa de la leyenda de que todas eran rubias, altas y libres de prejuicios, y sobre todo por ese calificativo genérico que las envolvía como un aura dorada, “las extranjeras”. En mi ciudad natal vivíamos tan aislados del mundo exterior que podíamos reconocer a un forastero por la cara, aunque viniera de Baeza, que está a ocho kilómetros. Una tarde de verano iba hacia la huerta de mi padre, con un sombrero de paja, tirando del ronzal de un burro, y una pareja de extranjeros me indicó por gestos que me estuviera quieto, y me hicieron una foto, con el fondo del campanario de la iglesia de San Lorenzo, que estaba entonces cubierto de hiedra. El exotismo es un atributo de los inferiores. Haber sido exótico y decorativo, figurante en un país de orientalismo barato —“Zoi andalú, cazi ná”, decía una de aquellas pegatinas execrables que se ponían en los cristales traseros de los coches—, es una experiencia que le deja a uno ciertos resabios e inseguridades para toda la vida. Cuando empecé a salir de España, con un pasaporte que había que mostrar mansamente en cada frontera, me dio la impresión de que los extranjeros de otros países se entendían bastante bien entre ellos, y que a nosotros nos miraban por encima, quizás porque no nos explicábamos con soltura en las lenguas que ellos compartían sin esfuerzo. Un extranjero hablando su propio idioma nos parecía admirable, dotado de una elocuencia que inmediatamente lo situaba por encima de nosotros. Años después, ya europeo y novelista, aunque llevando siempre por dentro la incertidumbre sobre una cosa y la otra, entré por primera vez a la estación de ferrocarril de Fráncfort, y al sentirme perdido en aquella confusa inmensidad, con indicaciones para mí incomprensibles en alemán resonando bajo las bóvedas de hierro, pensé de pronto en los emigrantes españoles, campesinos de la generación de mis padres y mis tíos, que llegaran allí en los primeros años sesenta, no persiguiendo quimeras literarias sino trabajo y algo de dignidad. Le preguntaron a Gandhi qué opinión tenía de la civilización occidental, y él parece que contestó, quizás con una sonrisa desdentada y afable: “Sería una gran idea”. Quienes crecimos como súbditos en aquel país pobre, sometido y aislado podemos apreciar todo lo que hay de verdadero y tangible en la idea de Europa, y nos da miedo que otros más jóvenes no puedan apreciar lo que costó tanto construir y han disfrutado desde que nacieron, y en algunos casos cada vez más frecuentes se dejen llevar por la demagogia y la furia de los herederos del fascismo. Pero igual que nos toca defender lo ganado tenemos también la responsabilidad de denunciar lo injusto, lo indecente, lo que se está perdiendo, lo que desmiente los propios ideales europeos, que son tan prácticos que es igual de fácil atestiguar su cumplimiento como su abandono. La civilización occidental, sabía Gandhi, había producido espléndidos logros y nobles ideales, y también horrores que los desmentían, el expolio del mundo colonizado, la segregación racial, la reducción a la miseria y al exotismo de las poblaciones dominadas, la clase de guerras y matanzas que solo son posibles con un alto desarrollo industrial. En Europa se inventaron los derechos humanos y también se inventaron los campos de exterminio. Psicópatas genocidas de la liberación como Pol Pot y Abimael Guzmán se doctoraron en Filosofía en las mejores universidades de París. A diferencias de otras patrias más viscerales, que pueden enardecerse con apelaciones a purezas originarias, a músicas marciales, a tradiciones de victimismo y revancha contra enemigos inventados, Europa no tiene otra legitimidad que su consistencia ética. Trump, Orbán, Netanyahu, Putin pueden envolver la corrupción y el autoritarismo en oleadas de banderas, en el fomento de los peores instintos humanos. Europa, con su bandera azul aséptica, con sus cautelas y sus lentitudes de probidad administrativa, solo se sostiene en sus principios: libertad, igualdad, equidad, imperio de la ley no tienen nada de abstractos, porque si se cumplen de verdad están mejorando la vida de la inmensa mayoría, satisfaciendo las necesidades fundamentales de educación, salud, trabajo y bienestar y alentando además la libre búsqueda de esa plenitud que solo es posible cuando no se vive a merced de la necesidad y del miedo. Me cruzo por la calle con uno de esos emigrantes africanos sin duda capacitados para cualquier trabajo que se ven obligados a pedir limosna y me pregunto cómo me ven, cómo es de extraña y hostil para ellos esta capital ahora europea y próspera a la que se han visto arrojados; y también me pregunto cómo se ve esta Europa indiferente desde un campamento palestino arrasado una y otra vez por las bombas israelíes, o desde el otro lado de las fronteras de alambre espinoso electrificado que impiden el paso a los perseguidos del mundo. No hace tanto éramos nosotros los que miraban desde fuera. . . . . . El corazón de las tinieblas Antonio Muñoz Molina 15 MAY 1996 - 00:00 CEST Hay una cosa trágica de grandes animales muertos en los viejos barcos varados y al filo del desguace, igual que en las hileras de vagones gastados por la intemperie y devastados por el óxido que se ven en las vías muertas junto a la estaciones, en paisajes de edificios de ladrillos en ruinas y cielos cárdenos de atardecer cruzados por cables de alta tensión. Los vagones de carga, los barcos viejos comiidos de herrumbre, los coches de segunda pintados de un gris de posguerra en los que tal vez viajmos durante noches eternas hace muchos años, tienen todo el sobrecogimiento de la decadencia y la destrucción, no suavizado por la dignidad melancólica de las ruinas nobles, de los escombros de un palacio o de una iglesia gótica. La carcasa cóncava de un navío volcado junto a una orilla se parece demasiado a la de una vaca o un caballo muerto al costado de un camino. Pero hay ruinas que aparecen en un puerto o en una estación de ferrocarril como despojos sonámbulos, barcos corroídos por el óxido que se hacen a la mar como zombis de barcos y largos convoyes de mercancías que no parecen transportar nada ni ser conducidos por nadie Y cruzan de noche como viniendo de explotaciones mineras perdidas en algún desierto, con un hermetismo de trenes secretos, de horribles trenes nocturnos de prisioneros camino de campos de exterminio. Hay ahora mismo, en la costa occidental de África, un gran buque trágico que tal vez lleva años condenado al desguace y, sin embargo, continúa navegando por los mares del trópico, un buque fantasma que no puede atracar en ningún puerto, porque no hay ningún país que quiera admitir a los varios miles de supervivientes, de fugitivos y muertos prematuros que viajan en él, millares de hombres y mujeres de piel oscura y anchos ojos aterrados que han logrado escapar de las matanzas multitudinarias de Liberia para encontrarse ahora arrojados a una desgracia no mucho menos cruel, a una travesía marítima para la que no hay rutas de navegación ni puerto de llegada. Miles de cuerpos arracimados en las cubiertas de chapa candente bajo el sol vertical, hacinados en una asfixia de bodegas oscuras en las que brillarán sus ojos y sus facciones sudorosas igual que en las bodegas de los barcos negreros que siguieron cruzando el Atlántico hasta hace menos de siglo y medio. Es la misma visión, el mismo horror no suavizado por el tiempo, sino dilatado como una epidemia cada vez más letal, como un apocalipsis que se ceba sobre África desde que a los comerciantes europeos y árabes se les despertó la codicia de los metales, de las pieles, de las maderas preciosas, del marfil, de los esclavos. En las bodegas de ese barco fantasma de muertos en vida, de ese mercante desahuciado cuya mercancía humana es una ciénaga de desesperación y enfermedad, de fiebre y sed y diarrea, lo que viaja es el corazón de las tinieblas, el espanto que vio Joseph Conrad en las siniestras colonias del rey de los belgas, un ciego desastre de explotación y maldad, de respetables libros de cuentas y cuellos atados con cadenas y espaldas desolladas por látigos. Antes de leer a Joseph Conrad, mi imaginación ignorante y ávida se había alimentado con las novelas racistas de exploraciones africanas que vienen teniendo tanta popularidad desde el siglo XIX. Sin duda muchas de las desgracias de África le vienen de haber despertado tantos sueños y tantos terrores europeos: desde mucho antes de que Julio Veme inventara un vuelo en globo entre Zanzíbar y el golfo de Guinea, África ha sido el destino de un número excesivo de fabulaciones, de desatados sueños de aventura o de enriquecimiento, de evangelización y de búsqueda de ciudades prohibidas, de paraísos terrenales y tesoros ocultos. En mi primera adolescencia yo vivía trastornado por el África de los mapas y la de las novelas, por las aventuras falsas de Alan Quattermain y las no mucho más verdaderas de Burton y Speeke en busca de las fuentes del Nilo y de Henry Morton Stanley siguiendo el rastro del doctor Linvingstone sin otra finalidad que la de obtener unas declaraciones exclusivas. En el cine, África era una transparencia en tecnicolor sobre la cual resaltaban la piel blanca y la melena cobriza de Deborah Kerr y el dandismo fatuo de Stewart Granger, que ejercía una he roicidad basada sobre todo en la indumentaria y en la disponibilidad ilimitada de los porteadores negros para caerse despeñados por los desfiladeros o sucumbir a los ataques de las fieras carnívoras y de las tribus hostiles. Uno crecía, se iba haciendo cinéfilo, y de Las minas del rey Salomón progresaba hacia Mogambo, y del delicado erotismo en blanco y negro de Maureen O'Sullivan a las opulencias en cinemascope de Ava Gardner, pero Clark Gable era igual de fantasma que Stewart Granger y los africanos seguían dividiéndose en porteadores dóciles y feroces nativos sin civilizar. De niño yo oía vagas noticias sobre la guerra del Congo, sobre terroristas Mau Mau que acechaban a los europeos en la oscuridad densa de la selva y los degollaban con una silenciosa eficacia de leopardos. Pero luego África pareció que de jaba de existir porque ya no era el destino de los sueños de nadie, y sólo en los últimos años ha vuelto a los noticiarios y a las imaginaciones, despojada del prestigio de las aventuras y de los tesoros, convertida en un apocalipsis de miseria y de sangre del que los occidentales tendemos a apartar los ojos igual que de las llagas o la mutilación horrible de un mendigo. Como un islote de acantilados y grutas de chatarra, ese buque de los fugitivos continuará tal vez en los próximos días su viaje sin destino. Pero África entera es cada vez más un inmenso barco desahuciado donde se hacinan y se pisan víctimas futuras a las que nadie ofrece piedad ni refugio, un continente fantasma donde ya no hay lugar para las mentiras de la literatura y del cine porque su única realidad diaria es el infierno. . . . . Amo y señor del Congo El rey Leopoldo II de Bélgica remató bien su macabra jugada. Hizo creer al mundo, desde exploradores hasta estadistas, que su interés por África respondía exclusivamente a causas humanitarias, y convirtió el Congo en su finca particular para explotar, sin escrúpulo ninguno, a la población. Su 'capricho' costó cinco millones de vidas. Jorge Eduardo Benavides 29 ENE 2006 - 12:41 CET El rey Leopoldo II de Bélgica remató bien su macabra jugada. Hizo creer al mundo, desde exploradores hasta estadistas, que su interés por África respondía exclusivamente a causas humanitarias, y convirtió el Congo en su finca particular para explotar, sin escrúpulo ninguno, a la población. Su 'capricho' costó cinco millones de vidas. De 1885 a 1906 ondeó sobre una gran parte del territorio del África central la bandera azul con una estrella solitaria que representaba lo que cruel y eufemísticamente se llamó el Estado Libre del Congo. En realidad, aquella bandera siniestra era la enseña de un inmenso campo de concentración -o lo más parecido a ello- instaurado por Leopoldo II, rey de los belgas, cuya codicia, astucia y falta de escrúpulos resulta pasmosa y sólo equiparable a la de otros grandes tiranos como Hitler, Kim Il Sung o Stalin.¿Cómo aquel monarca de un pequeño y pacífico reino europeo pudo hacerse con una extensión de casi 2,5 millones de kilómetros cuadrados -casi media Europa-, y manejarla, a sangre y fuego, como si fuera su finca personal, y sin que nadie lo impidiese? Más aún: ¿cómo pudo hacerlo sin pisar jamás aquel territorio? Es difícil explicárnoslo, como casi siempre ocurre cada vez que el mundo se ve sumergido en una pesadilla social de dimensiones colosales. Pero para intentar encontrar una respuesta a lo que ocurrió en el Congo de Leopoldo quizá sea necesario entender el contexto. Estamos a mediados del siglo XIX; se trata no sólo de una época sedienta de héroes, sino de un tiempo convulso, fatigado por los bruscos cambios que la revolución industrial traía consigo. Un mundo cuyos confines parecían ya explorados, y un momento histórico, además, en el que el hombre occidental vivía satisfecho de contemplarse en el espejo de su propia, orgullosa creación. Las atrocidades que se cometieron durante aquellos terribles años de barbarie en el Congo fueron descritas y noveladas por Joseph Conrad en aquel libro magnífico y estremecedor que es El corazón de las tinieblas. Aunque muchas lecturas posteriores han insistido en su carácter más bien alegórico, adentrarse en la historia del Congo de aquellos años es descubrir que Conrad se limitó a transcribir su infatigable viaje por el infierno africano, por la maldad absoluta de los hombres que hicieron posible esta historia de atropellos sin fin. Durante más de veinte años, desde que Leopoldo II puso en marcha su ambicioso plan para conseguir el reconocimiento mundial sobre aquel territorio africano, la vieja Europa y Estados Unidos se empeñaron en mirar hacia otro lado, oscilando entre la indiferencia que les producía la actividad del rey belga en aquella región del África ecuatorial y los repentinos intereses que despertaban las noticias llegadas hasta ellos acerca de eventuales riquezas de las que podían obtener una jugosa participación. Se beneficiaban además de la coartada perfecta: como había insistido el rey de los belgas una y otra vez, se trataba de una labor humanitaria y catequizadora, pues Leopoldo había tenido la astucia de insistir sobre la crueldad del esclavismo árabe, actividad que la comunidad bienpensante europea miraba con escandalizado horror, olvidando que durante mucho tiempo fueron precisamente los europeos los que llenaron los puertos con la sangre y el terror de cientos de miles de africanos esclavizados. El mundo de aquel entonces era, pues, un territorio económica y culturalmente abonado para que ocurriera algo de tal magnitud. Pero para que se pusiera en marcha una maquinaria tan feroz, cruel y a tan gran escala hacía falta una inspirada y diabólica orquestación y, naturalmente, como suele ocurrir en estos casos, la participación de los secuaces idóneos. Al maléfico talento de Leopoldo se le unió la codicia y la crueldad de otros dos personajes no menos importantes en esta historia, al menos al principio: el explorador Henry Morton Stanley y Henry Shelton Sanford, un rico aristócrata de Connecticut que puso al servicio del monarca belga todas sus artes para conseguir que Estados Unidos y el Gobierno del presidente Chester Arthur reconocieran las pretensiones de Leopoldo sobre el Congo. La suerte de aquel inmenso territorio africano estaba echada. Leopoldo II de Bélgica tuvo, desde antes de heredar el trono de su pequeño reino, una sola, exclusiva ambición que le hizo vivir prácticamente de espaldas a su país, a su familia y a todo cuanto ocurriera en su entorno más inmediato: ser el dueño y señor de una colonia. No se trataba, al parecer, de la ambición desmesurada de un estadista ni del torpe sueño de grandeza de un monarca finisecular y megalómano, o no sólo eso: se trataba más bien del voraz apetito de un hombre por convertirse en alguien lo suficientemente poderoso y rico como para influir en el concierto de naciones a título personal. "Petit pays, petit gens", solía decir cuando se refería a Bélgica, desdeñoso ante la pequeñez de su reino, enclavado entre el enérgico imperio alemán y la pujante Francia de Napoleón III. Mucho antes de heredar el trono, el rey de los belgas había vislumbrado la posibilidad de hacerse con alguna colonia en cualquier rincón del mundo. Antes de cumplir los 20 años visitó Constantinopla, Egipto, los Balcanes…, obsesionado por comprar un territorio y, con la excusa de catapultar a Bélgica hacia el club de las naciones más poderosas, hacerse con el control y la explotación de un espacio que le convirtiera en un monarca fabulosamente rico y poderoso. Se interesó por Abisinia primero, luego por las Indias Orientales holandesas, e incluso por la provincia argentina de Entre Ríos y la isla de Martín García, situada en la confluencia de los ríos Paraná y Uruguay. Pensativo y febril, enclaustrado en el palacio de Laeken, el joven heredero al trono belga consumía su tiempo dedicado a su obsesión colonialista sin ningún resultado en el horizonte inmediato. Sin embargo, aquella situación iba a cambiar. Paciente, tozudo, movido por una ambición sin límites, el futuro rey de los belgas pronto encontraría la oportunidad que había estado buscando durante años. Llegó en 1872, cuando la noticia de que el explorador Henry M. Stanley había encontrado a Livingstone dio la vuelta al mundo. El joven monarca Leopoldo II, que llevaba siete años en el trono de su país, vio los cielos abiertos: aquélla era la providencial oportunidad que había estado esperando. No se precipitó. Probablemente fue una de las personas que siguieron con más interés las crónicas del aventurero, como había seguido -y en algún momento incluso financiado- las andanzas de Verney Lovett Cameron, quien estuvo a punto de convertirse en el primer europeo en cruzar África de este a oeste, advirtiendo que los ingleses mostraban escasa atención por aquel territorio inmenso que hasta el momento nadie había cartografiado con precisión. Leopoldo tomó buena nota de que las historias contadas por Stanley y Livingstone acerca de la "crueldad esclavista de los árabes" alarmaban a la comunidad de naciones occidentales, y que por ello sus pretensiones colonizadoras debían adquirir un barniz humanitario: erradicación del comercio esclavista, el progreso de la ciencia y una profunda reforma moral en aquellas sociedades primitivas. En 1876 urdió un inteligente plan para convocar y convencer a un selecto grupo de geógrafos, exploradores, activistas humanitarios, militares y hombres de negocios en una Conferencia Geográfica que se reunió en Bruselas. Allí, Leopoldo se afanó en explicar el interés "absolutamente humanitario" que sentía por el Congo y la necesidad de abrir la civilización a donde todavía no había llegado. Leopoldo encandiló a sus invitados con su elegancia y bonhomía, así como con el dispendioso recibimiento del que fueron objeto todos ellos y la magnanimidad de su preocupación. Naturalmente, fue elegido presidente de la recién creada Asociación Africana Internacional, que andando el tiempo se convertiría en la Asociación Internacional del Congo (cuya similitud de nombres no era en absoluto una casualidad) y finalmente devendría en el Estado Libre del Congo, una vastísima explotación agrícola, maderera y minera en la que se dejaron la vida cerca de cinco millones de personas. Cuando, en 1877, Henry M. Stanley por fin dio señales de vida -luego de embarcarse en otra expedición por África-, el monarca belga movió los hilos necesarios para ponerse en contacto con él y dar el siguiente paso. Había transcurrido apenas un año desde aquella Conferencia Geográfica en la que su imagen de rey humanitario y preocupado por el bienestar de los pueblos más pobres hechizó a un importante grupo de hombres. Con una astucia sorprendente, Leopoldo de Bélgica pudo convencer a Stanley, que ya era famosísimo y rico, para que explorara en su nombre y bajo su auspicio económico aquel territorio que había cruzado de un extremo a otro a través de una fatigosa y épica travesía, trayendo historias fabulosas de pueblos y, sobre todo, de inagotables riquezas. Como refiere Adam Hochschild en su estupendo libro El fantasma del rey Leopoldo , el propio Stanley, también un hombre feroz, cruel y ambicioso, tardó en darse cuenta de que había sido atrapado por los planes colonialistas de aquel monarca refinado y culto, que le sedujo con deferencias y distinciones regias que colmaban ampliamente -tal como lo advirtió de inmediato Leopoldo- los deseos de reconocimiento del explorador, resentido por el escaso interés demostrado por los británicos hacia el Congo y, sobre todo, hacia su proeza al rescatar a Livingstone. Pero Leopoldo no tenía mayor prisa, o, mejor dicho, sólo tenía una prisa: que ni los franceses ni los ingleses advirtieran el inmenso pastel que estaba en juego. De allí su preocupación por conseguir que la Asociación Africana del Congo fuera reconocida por las naciones soberanas de Europa y por Estados Unidos, para lo cual contó con la inapreciable ayuda de quien había sido embajador norteamericano en Bélgica, Henry Shelton Sanford, un aristócrata y millonario americano que se obnubilaba por la realeza europea y buscaba desesperadamente un lugar en aquella corte pequeña, pero opulenta, que manejaba Leopoldo. Una vez que éste se hubiera dado cuenta de las debilidades de Sanford logró que el norteamericano se pusiera a su servicio sin vacilar. Sanford centró su batalla en el reconocimiento de aquel protectorado en dos aspectos sumamente atractivos para EE UU: la lucha contra el esclavismo de los árabes en aquella región y la creación de algo similar a Estados Unidos en África. Para ello contó con el inesperado apoyo del senador de Alabama John Morgan, quien veía en aquella gran obra civilizadora del monarca europeo un modelo similar, pero más ambicioso, al que los propios norteamericanos había llevado a cabo con la creación de Liberia, adonde enviaron una numerosa colonia de negros libertos para que fundaran "su nación y en su propia tierra". Lo que ocurrió en los años siguientes entra perfectamente en las páginas más negras de la historia contemporánea: los engranajes de aquella maquinaria atroz que años atrás pusiera en marcha Leopoldo II finalmente dieron sus frutos, y aquel rey sin escrúpulos, astuto y ambicioso pudo convertirse así en el amo y señor de unas tierras vastísimas y ricas, administrándolas gracias a la brutalidad y sevicia de funcionarios, exploradores y aventureros de toda laya que veían en aquellos africanos a gente que estaba apenas por encima de los animales. Desde 1885 hasta 1906 no existió nada mínimamente parecido al comercio en el Congo, si exceptuamos los abalorios y camisetas de algodón que aquellos funcionarios de Leopoldo canjeaban por inmensas tierras fértiles o años de trabajo. Eso en el mejor de los casos, pues las más de las veces únicamente hubo saqueo, explotación, violaciones, pueblos quemados, chantajes brutales y castigos terribles para quienes no cumplían con las pavorosas jornadas de trabajo que exigía la ambición insaciable del monarca. No queda ningún asomo de duda, explica Hochschild en su libro, de que Leopoldo II de Bélgica estaba perfectamente al corriente de lo que ocurría en su finca privada. Antes bien, incluso llegó a sugerir, preocupado porque sus cuadrillas de trabajadores eran diezmadas por el esfuerzo, que se implementaran equipos de niños para que apoyaran en el trabajo. ¿Cómo conseguían aquella infantil mano de obra? Simplemente los arrebataban a sus familias y los enviaban a una muerte segura, transportando cargas de más de diez kilos durante jornadas que hacían caer de fatiga a los hombres más fuertes. No había forma de oponerse a la potencia y brutalidad de los blancos, mucho mejor armados que los nativos africanos, convertidos ahora en esqueletos exhaustos. Cuando las primeras noticias de lo que realmente ocurría en el Congo empezaron a llegar a Europa a través de misioneros y viajeros horrorizados por lo que veían, Leopoldo había conseguido afianzar su imagen benefactora y desprendida. Simplemente se limitaba a negar las denuncias y a explicar que, por ejemplo, la comercialización del marfil servía para paliar el déficit resultante de sus inversiones entre aquellos aborígenes incivilizados. Sin embargo, gracias a la valentía y obstinación de algunos personajes, como el vicecónsul británico en el Congo, Roger Casement, y Edmund Dene Morel, empleado de una compañía naviera de Liverpool, poco a poco el mundo fue conociendo los horrores que había instaurado Leopoldo, desde la tranquilidad de su palacio de Bruselas, en aquella tierra africana que para muchos era apenas una inmensa mancha en el mapa de ese continente. Ambos inundaron de protestas, cartas y artículos los despachos de gobierno de media Europa y pusieron finalmente en marcha la Asociación para la Reforma del Congo. Morel personalmente visitó al presidente norteamericano Theodore Roosevelt para exigirle que su Gobierno hiciera algo al respecto, consiguió que personalidades como Anatole France o el arzobispo de Canterbury se manifestaran en contra de aquellos horrores, y despertó, en fin, la adormecida conciencia de la sociedad de aquellos años para enfrentarla con la maldad que durante tanto tiempo convirtió al Congo en un infierno y que pulverizó su futuro. Quizá lo peor de esta historia de atrocidades sea la impunidad que el tiempo le ha ido otorgando, hasta disolverla en nuestra memoria en menos de un siglo. Hoy día, apenas nadie recuerda haber oído hablar de aquella salvaje muestra de hasta dónde puede llegar la codicia cuando se une con la impunidad. La estatua ecuestre del rey Leopoldo II sigue cabalgando en el palacio de Laeken sin que nadie le preste particular atención y sin que los cinco millones de cadáveres que ocasionó en aquel tiempo de pesadilla parezcan alterar su impune escondrijo en la historia. |
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¿Cuánta gente vive, y cómo, en África? Al menos una de cada tres personas no ha sido contada La caída de censos realizados en la última década, por factores como la pandemia, la falta de fondos y la inestabilidad, dificulta la planificación de políticas públicas Marc Español El Cairo 11 MAY 2025 - 05:30 CEST Hasta finales de 2023, las autoridades de Namibia trabajaban bajo la asunción de que la población del país rondaba aproximadamente los 2,6 millones de personas, de las cuales en torno al 60% eran jóvenes de menos de 35 años. Las cifras que barajaban se apoyaban en una proyección formulada por la agencia estatal de estadísticas a partir de los poco más de dos millones de habitantes que se habían contabilizado en un estudio de hacía más de una década. La sorpresa saltó en marzo de 2024, cuando la agencia de estadísticas namibia dio a conocer los resultados preliminares del último censo demográfico llevado a cabo en el país solo medio año antes. A diferencia de la cifra que se manejaba, la población de Namibia superaba por poco los tres millones. Así que, de la noche a la mañana, salieron a la luz 400.000 personas ―equivalentes al 15% del país― que hasta aquel momento el Estado no sabía ni que existían. La brecha entre la estimación de habitantes que utilizaban las autoridades namibias hasta el final de 2023 y la cifra de población que reveló su último censo puso de relieve la importancia de realizar este tipo de registros demográficos y de salud de forma periódica y rigurosa, a fin de planificar con criterio políticas públicas y analizar su efectividad después. Lo ideal, según aconseja la división de estadísticas de Naciones Unidas, es realizarlos una vez cada década. Namibia, sin embargo, no es un caso aislado, sino que elaborar estas macroencuestas está siendo cada vez más difícil. La Comisión Económica de la ONU para África (ECA) nota que la ronda de censos de la década de 2020, planificada entre 2014 y 2024, se vio afectada por imprevistos como la pandemia, pero también por otros más profundos como la falta de fondos y la baja tasa de respuesta. Hoy se estima que al menos uno de cada tres africanos está sin censar, aunque hay incluso cálculos que elevan esta cifra al 45%. Hay que contar a todo el mundo porque todo el mundo cuenta Priscilla Idele, jefa de la subdivisión de población y desarrollo del Fondo de Población de la ONU (UNFPA) Priscilla Idele, jefa de la subdivisión de población y desarrollo del Fondo de Población de la ONU (UNFPA), reconoce que los censos son una tarea de gran y difícil escala. Pero advierte de que “si bien muchos censos afrontan retos universales, los de África tienen retos más acusados”. Con todo, Idele reivindica que “hay que contar a todo el mundo porque todo el mundo cuenta”. Políticas públicas Hay muchos motivos para querer mantener un recuento ajustado de la población de un país. Uno de los más destacados es que disponer de un censo preciso y actualizado permite a las autoridades planificar debidamente servicios esenciales como la sanidad, la educación y las infraestructuras básicas, incluido el suministro de agua y electricidad y el transporte público, ya que este no solo proporciona información sobre cuánta gente hay sino también dónde vive. Otros ámbitos en los que esta información resulta crucial son la planificación económica y las políticas de urbanización y vivienda, ya que también capturan movimientos de población, normalmente a las ciudades. Estos datos son igualmente claves para la asignación de fondos de instituciones financieras internacionales y agencias de cooperación. Y más sensible aún, sirven para ajustar la representación política, por ejemplo con el reparto territorial de escaños. “Un censo es quizás la fuente de datos más importante que puede tener un país”, opina Idele. “Proporciona información muy completa sobre toda la población: el número de personas en un país en un momento dado; dónde viven; la estructura demográfica, como la edad y el sexo; sus condiciones de vida; los movimientos [de población]; y otras características socioeconómicas, como el nivel educativo o la situación laboral”, desarrolla. Más allá de guiar políticas públicas, los censos de población y salud ofrecen datos para realizar investigaciones, ya sea en el ámbito académico o para la sociedad civil. Ejemplos prácticos incluyen estudios sobre la prevalencia de personas con discapacidad en diferentes zonas de Senegal; estimaciones sobre el uso de la electricidad en los hogares de Suazilandia para iluminar o cocinar; y cálculos de mortalidad infantil a nivel provincial en Burkina Faso. Lorretta Ntoimo, una profesora de demografía social de la Universidad Federal Oye Ekiti de Nigeria que ha investigado la perspectiva de género de los estudios demográficos africanos, resalta la importancia de estos datos desde este punto de vista. “La mayoría de responsables de la toma de decisiones en la esfera privada y pública son hombres, que se benefician de forma desproporcionada del statu quo. Se necesitan evidencias, basadas en la investigación, para que lo acepten y apliquen políticas que reduzcan gradualmente la desigualdad”, señala. Desafíos crecientes El gran salto hacia delante para la mayoría de naciones africanas en la recopilación de datos mediante censos demográficos y de salud se produjo a partir de los años ochenta, y en la ronda de 2010, 47 de los 54 países del continente los llevaron a cabo, según la organización Population Reference Bureau (PRB), de Estados Unidos. Para la ronda de 2020, que debía terminar el año pasado, el número cayó en cambio a 41 países, según el recuento de la ECA. Las estimaciones de la UNFPA son más alarmantes. “Si sumamos las personas no censadas [que se calcula que viven] en los países que no realizaron el censo, alrededor del 45% de la población africana no fue censada en la última ronda. Esto se debe a que grandes países como Nigeria, Etiopía y la República Democrática del Congo [los tres más poblados del continente] no realizaron el censo. Así que imagina cuánta gente nos falta por conocer”, indica Idele. Uno de los grandes factores que alteró la última ronda de censos fue la pandemia. Pero la ECA enumera otras dificultades más profundas que han agravado este desafío y amenazan con agudizarse todavía más: por un lado, unos recursos financieros limitados y, por el otro, los elevados índices de falta de respuesta, que se deben, principalmente, a la complejidad de llegar a personas de barrios marginados, en movimiento, y en zonas afectadas por crisis. A todo ello se suma ahora un último gran revés, fruto de la suspensión de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) decretada en enero por el presidente Donald Trump. USAID financiaba la mayor parte de un programa de encuestas demográficas y de salud (DHS por sus siglas en inglés) en más de 90 países de ingresos bajos y medios —muchos, en África– que ahora se han detenido tras su fulminación en marzo. Desde su lanzamiento en 1984, el DHS contribuyó a realizar más de 450 encuestas y su base de datos, gratuita, había servido a centenares de informes y a miles de artículos académicos. Además, sus encuestas recopilaban información que servía para calcular unos 30 indicadores de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), la Agenda 2030, incluidos datos de acceso a agua potable, mortalidad infantil, mutilación genital femenina, y violencia doméstica. Con las encuestas de países africanos publicadas por el DHS en 2024 se puede conocer, por ejemplo, que la edad media de las mujeres que se casan en zonas rurales de Senegal no llega a los 19 años; que solo el 16% de mujeres de Mozambique sabe que el aborto es legal; que 1 de cada 3 mujeres de 15 a 49 años ha sufrido violencia física en Ghana; y que hay una fuerte correlación entre los niveles de educación y búsqueda de ayuda para la depresión en Lesoto. Livia Montana, directora técnica del programa hasta su disolución, asegura que uno de los puntos más fuertes de DHS fue estandarizar la metodología y los indicadores sanitarios y demográficos clave de las encuestas. “Si cada país realiza su propia encuesta independiente, formulando preguntas similares pero de forma ligeramente diferente, no se puede estar seguro de que los indicadores sean directamente comparables”, lamenta Montana. Con respecto a los índices de respuesta en las encuestas, la bajada con la que se ha topado la ronda de censos del 2020 en el continente va en línea con una tendencia mundial parecida. Pero William Muhwava, jefe de la sección de población y juventud de la ECA, señala que en África esto no se debe a una negativa a participar, sino a las dificultades para cubrir territorios en guerra o en fuerte inestabilidad, sobre todo en el Sahel y en el Cuerno de África, y por los cambios urbanos que se producen entre que se cartografía un territorio y se realiza el censo. En algunos países del continente, como Sudáfrica, esta tendencia también se explica por otros factores, igualmente presentes en muchos países occidentales, como una predisposición cada vez menor a participar en sondeos y una reticencia al alza a compartir datos personales, en parte por una mayor polarización política y una mayor desconfianza hacia la administración. En su último censo, de 2022, el porcentaje de personas no recogidas en Sudáfrica ―que se conoció tras los ajustes que se realizan después de las encuestas para rectificar errores― se disparó hasta el 31%, el más alto desde el apartheid. Los principales motivos que se señalaron para explicarlo fueron el efecto de la pandemia, el aumento de la violencia política, la poca confianza hacia el Gobierno, y una tendencia de respuesta que ya iba a la baja previamente. Margen de mejora Pese a los desafíos anteriores y a las sombrías perspectivas de futuro, los expertos subrayan que la ronda de censos de 2020 en África también se caracterizó por la adopción de nuevas tecnologías, que agilizaron la recopilación y la publicación de datos. “La transformación de los sistemas manuales en sistemas digitales fue el logro principal”, considera Muhwava. Otro cambio positivo fue la mayor cooperación que hubo entre países del continente, lo que permitió hacer el proceso más eficiente. “Por ejemplo, las tabletas electrónicas usadas [para recoger datos en] Malaui se utilizaron en Zambia; las que se usaron en Togo se compartieron con Namibia, Angola y Gambia; las utilizadas en Kenia se [enviaron] a Mauricio y Sierra Leona; y las de Ghana a Liberia”, explica Idele. La experta de la UNFPA señala que está “cooperación entre países del Sur” permitió “rebajar costes” y “aprovechar las lecciones”. De cara al futuro, se espera reforzar esta apuesta por la tecnología para contrarrestar algunos de los retos a los que se enfrentan los países de África para elaborar sus censos, incluido el uso de inteligencia artificial e imágenes por satélites para cartografiar centros de población. También se están haciendo esfuerzos para usar a efectos censales otros datos administrativos, como el registro civil e información de ministerios como el de educación, sanidad y trabajo. “Las innovaciones van a ser muchas más, y van a hacer que la recopilación de datos sea más fácil, menos costosa, más segura y más rápida que hasta ahora”, cree Idele. Por su parte, antiguos miembros del equipo del programa DHS están trabajando en una nueva iniciativa para restablecer un programa básico de encuestas que permita seguir la labor del DHS. “Aunque es poco probable que lo sustituya del todo, esperamos que la nueva iniciativa, con miembros de consorcios de todo el mundo, mantenga los elementos básicos del DHS y, al mismo tiempo, cubra las necesidades cambiantes de datos de los países”, confía Montana. |
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La crisis del cólera empeora en Sudán del Sur mientras surgen nuevos combates y se desvanece la ayuda humanitaria Más de 47.000 personas se han visto afectadas por el peor brote de esta enfermedad en dos décadas. Esta última oleada sucede en condiciones aún más terribles: inundaciones, desplazamientos de población, nuevos enfrentamientos, recortes de fondos y una sanidad al límite Butros Nicola Yuba, Sudán del Sur 12 MAY 2025 - 05:30 CEST En enero, en Renk, una remota ciudad fronteriza del Estado del Alto Nilo, en Sudán del Sur, Monica Nyandeng yacía acurrucada en el suelo de su cabaña. Sufría fuertes calambres de estómago y vómitos constantes. Cada movimiento le resultaba doloroso, y sus fuerzas disminuían con el paso de las horas. Sentía que su cuerpo se estaba apagando. Esta joven de 32 años es una de las más de 47.000 personas afectadas por el peor brote de cólera del país en más de dos décadas. “La enfermedad me sobrevino rápidamente. Sentía que se me iba la vida”, recuerda por teléfono tres meses después, ya recuperada. El cólera es una enfermedad diarreica aguda que se cura con antibióticos e hidratación, pero puede resultar mortal en cuestión de horas si no se trata. Se propaga a través del agua o los alimentos contaminados en lugares con malas condiciones higiénicas. La crisis comenzó en octubre, cuando las inundaciones estacionales arrasaron su aldea y contaminaron el río, la única fuente de agua para miles de personas. Sin agua potable ni información sobre lo que había que hacer, las familias bebían lo que lograban encontrar. “Nos limitábamos a beber agua, limpia o sucia”, explica Nyandeng, que es madre de tres hijos. “Nadie nos había dado pastillas de cloro ni nos había explicado la importancia de hervirla, sobre todo, después de las inundaciones”. Las inundaciones no solo contaminaron el agua, sino que además borraron los caminos de tierra que unían su aldea con las clínicas más cercanas, convertidos en una masa de barro espeso. “Era imposible ir a buscar ayuda”, recuerda. Sudán del Sur, la nación más joven del mundo, ha sufrido repetidas crisis sanitarias y humanitarias desde su independencia en 2011, pero esta última oleada tiene lugar en condiciones aún más terribles: inundaciones, desplazamientos de población, nuevos combates, significativos recortes de la ayuda y un sistema sanitario al límite de sus capacidades. Desde que surgió el brote en Renk, el cólera ha golpeado a nueve de los 10 Estados de Sudán del Sur, incluida la capital, Yuba, y se ha extendido a la vecina Etiopía. Más de 870 personas han muerto, superando con creces el número de víctimas del último gran brote del país, ocurrido en 2016 y 2017, que infectó a más de 20.000 personas y mató a más de 400. En brazos de un vecino que la cargó a través del barro, Nyandeng llegó finalmente a una abarrotada tienda de campaña de emergencias para recibir atención médica. En el interior de esta clínica improvisada, uno de los pocos centros de tratamiento en funcionamiento de la ciudad, los sanitarios se movían con rapidez entre el gran número de pacientes y la escasez de material. “Estaban claramente desbordados y se les agotaban los suministros esenciales, como los goteros”, recuerda. “Yo solo pensaba en quién cuidaría de mis hijos si no lograba sobrevivir”. Desde que surgió el brote en Renk, el cólera ha arrasado nueve de los 10 estados de Sudán del Sur, incluida la capital, Juba, y se ha extendido a la vecina Etiopía Nyandeng pasó días luchando contra una grave deshidratación y el agotamiento, aferrándose a la vida mientras los sanitarios se afanaban a su alrededor. Al final logró sobrevivir, pero el miedo aún persiste. Tres meses después de su recuperación, conseguir agua potable sigue siendo una lucha diaria. “Estoy agradecida de estar viva, pero las condiciones que me hicieron enfermar siguen ahí”. Un sistema al límite En el centro de aislamiento del cólera del Hospital Universitario de Yuba, la doctora Achai Bulabek sufre enormemente la presión. Cada día reciben hasta 20 pacientes con cólera, muchos de ellos gravemente deshidratados, que les llegan derivados de ciudades lejanas o trasladados desde clínicas con pocos recursos. “Suele ser difícil rescatarlos, porque el cólera es una enfermedad potencialmente mortal”, explica Bulabek. El 59% de la población de Sudán del Sur carece de acceso a agua potable, y solo el 10% dispone de unas condiciones de saneamiento mejoradas, según datos de Unicef; eso les hace sumamente vulnerables a los brotes epidémicos. “Ahora es cuando está surgiendo el verdadero brote de cólera, porque nos encontramos en plena estación de lluvias”, añade Bulabek. “La falta de educación sanitaria y un saneamiento deficiente son, junto con la escasez de suministros, los mayores retos que se nos plantean”. La sala de aislamiento del cólera del Hospital Universitario de Yuba, concebida en un principio para 50 pacientes, alberga actualmente a más de 90. Los enfermos yacen en colchones combados, muchos de ellos presos de una grave deshidratación, con vías intravenosas sujetas a unos soportes improvisados. El personal médico pasa a toda prisa de una cama a otra, comprobando los fluidos intravenosos y atentos a cualquier signo de deterioro. Los suministros son limitados: las bolsas de suero, los antibióticos y las sales de rehidratación oral se racionan escrupulosamente. Fuera de la sala, las familias esperan ansiosas mientras siguen llegando más pacientes en estado crítico. Bulabek solo lleva cuatro meses en su puesto, pero ya sabe lo que significa trabajar en un sistema al borde del colapso. En su pabellón, con demasiada frecuencia se quedan sin suministros esenciales, como líquidos intravenosos o antibióticos. Y la situación es la misma en todo el país. Sistema sanitario al límite Los años de conflicto y la falta de inversión han dejado maltrecho el sistema sanitario de Sudán del Sur. Menos de la mitad de la población vive a menos de cinco kilómetros de un centro sanitario operativo, y más de una cuarta parte de los centros de salud simplemente no funcionan. Las clínicas carecen de personal capacitado, de medicamentos esenciales y de suministros básicos. La financiación de la ayuda humanitaria, que en el pasado había sido su salvación, se ha reducido drásticamente a tan solo el 16 % de las necesidades reales. Los recientes recortes impuestos a USAID, la mayor fuente de ayuda para Sudán del Sur, han obligado a la organización Save the Children, que apoyaba 27 centros de salud en el Estado de Jonglei, a cerrar siete clínicas, reducir otras 20 y despedir a 200 empleados. Además se ha cerrado un servicio de transporte que estaba financiado por Estados Unidos, de modo que los enfermos ahora se ven obligados a caminar durante horas para recibir atención médica. Algunos no logran llegar vivos a su destino. Save the Children afirma que al menos ocho personas, entre ellas cinco niños, murieron tras caminar más de tres horas intentando llegar a un centro sanitario. Decenas de pacientes llegan tarde, deshidratados o ya demasiado enfermos para poder ayudarles. “Los recortes de fondos han tenido consecuencias terribles para Sudán del Sur”, relató en conversación telefónica con EL PAÍS el jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Sudán del Sur, Zakaria Mwatia. “En MSF nos vemos obligados a tratar únicamente a los pacientes de cólera, las víctimas del conflicto y los casos urgentes que requieren una intervención inmediata”. Trabajadores humanitarios atrapados En el Estado del Alto Nilo, donde el brote se declaró por primera vez en octubre, la renovada violencia está convirtiendo una emergencia sanitaria en una crisis humanitaria en toda regla. El acuerdo de paz de 2018, por el que el presidente Salva Kiir y el vicepresidente Riek Machar formaron un Gobierno de unidad, está ahora en peligro al haberse reavivado los combates y la agitación política. Desde finales de febrero, los enfrentamientos entre las fuerzas gubernamentales y el Ejército Blanco, una milicia que apoya a Machar, han provocado ataques mortales, el desplazamiento de más de 84.000 personas y detenciones de líderes de la oposición, incluido Machar. La ONU advierte del peligro de que el país vuelva a caer en una guerra civil a gran escala. Las consecuencias para los pacientes de cólera se han hecho sentir de inmediato. “Antes de que estallara el conflicto, teníamos unos 50 pacientes en el Estado del Alto Nilo”, explica Mwatia. “Pero debido al miedo y la inseguridad reinantes, huyeron de la clínica, y ahora se ha disparado el número de casos”. La enfermedad se propagó al Estado de Junqali, al Gran Pibor, y a través de las fronteras a la región de Gambela, en Etiopía. Según la ONU, desde principios de marzo 10.000 personas han cruzado la frontera a Etiopía. En algunas de las zonas más afectadas, las infraestructuras sanitarias han dejado de funcionar. MSF se ha visto obligada a cerrar su unidad de cólera en el condado de Nasir, en el Estado del Alto Nilo, y 23 miembros del personal humanitario han sido reubicados debido a la inseguridad de la zona, según informa la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Ante la inaccesibilidad de las carreteras y la falta de transporte público, muchos pacientes fueron trasladados a Ulang, donde estaba el centro operativo más cercano. Pero pronto desapareció también ese balón de oxígeno. Recortar fondos ahora, en medio del conflicto, con la recuperación de la pandemia de covid-19, la afluencia de refugiados y un brote de cólera en curso, es un golpe devastador que llega en el peor momento posible Zakaria Mwatia, jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Sudán del Sur El 14 de abril, un grupo de hombres armados asaltó el hospital de MSF en Ulang, el único de su clase en la región. Saquearon las instalaciones y amenazaron al personal. El ataque obligó a la organización humanitaria a suspender los servicios en este centro de 60 camas, interrumpiendo “unos esfuerzos esenciales para tratar a los pacientes de cólera y controlar el brote en curso”. “Debido a los enfrentamientos, para los trabajadores humanitarios resulta prácticamente imposible llegar a las zonas afectadas, y los riesgos de seguridad nos impiden transportar suministros por avión”, indica Mwatia. “De modo que las comunidades quedan a la merced de las enfermedades. Desafortunadamente, hay personas que mueren en zonas remotas, lejos de cualquier ayuda”. Petición de apoyo Aun así, en todo el país continúan los esfuerzos por contener el brote, especialmente en las regiones que todavía no se han visto afectadas. “En lugares como Abyei, donde el cólera no ha hecho estragos, aunque la amenaza es grande, estamos equipando a las comunidades para que se adelanten a la enfermedad”, explica Mwatia. Abyei es una codiciada región rica en petróleo situada en la frontera entre Sudán y Sudán del Sur. Allí, los equipos de MSF despliegan campañas de educación en materia de higiene, distribuyen pastillas de cloro y preparan equipos de respuesta rápida. “Hemos instalado salas de cuarentena con kits de análisis y vacunas, para poder reaccionar con rapidez si surgieran casos”, dice Mwatia. Pero las medidas preventivas son escasas y, sin el apoyo global, advierte Mwatia, no serán suficientes. “La comunidad internacional debe reconocer la particular situación en que se encuentra Sudán del Sur, una nación joven que todavía pugna por estabilizarse”, señala. “Recortar fondos ahora, en medio del conflicto, con la recuperación de la pandemia de covid-19, la afluencia de refugiados [de la vecina Sudán] y un brote de cólera en curso es un golpe devastador que llega en el peor momento posible”. “Al retirar ese apoyo”, añade Mwatia, “el mundo estaría abandonando a una nación confrontada con unos retos insalvables”. |
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Versión Lo-Fi | Fecha y Hora Actual: 12th May 2025 - 10:17 AM |