BIENVENIDO, Invitado ( Identifícate | Registrase )

Nota 0

La lluvia

Jose Eduardo Padilla, Feb 3 2008, 08:51 PM

Recuerdos alrededor del fuego

4
La lluvia

De mis primeros tiempos en Guinea, solo tengo una colección de sensaciones aisladas e intensas y todas ellas referentes al impacto que la realidad de aquella África me causó.
Hay quien asegura que África embruja, te inocula un elixir contra el que no existe antídoto y cuyo efecto dura toda la vida.
Es cierto. Y yo quedé atrapado por él, desde mi aterrizaje en Santa Isabel.
Mi desarrollo vital estaba en la línea de salida de un auténtico sprint y no debió ser casual que mi avidez por descubrir y asimilar todo lo que me rodeaba, se encontrase de frente con aquel entorno absolutamente inigualable. Me consideré después un afortunado por ello y así lo sigo considerando.
El encuentro con mi familia física pasó a un segundo plano, desde el momento en que me sentí feliz y seguro, en comparación con mi interés por el lugar y su efecto detonante en mi interior. La paz que me supuso el abandono del infierno madrileño, me permitió gozar de una felicidad nunca antes sentida y la observación de mi entorno se convirtió para mi, en una actividad gratificante.
Mi hermano menor tenía apenas dos años y el mediano apenas seis. Ambos eran unos perfectos desconocidos para mí y por la diferencia de edad, a penas compartía juegos con ellos, en una relación que necesitó el lento paso del tiempo para normalizarse.
Mi casa era una casa grande, de techos altos y ventanas verdes de madera, guardadas por hojas de láminas de morera abatibles, que se inclinaban más o menos, con un listón que encajaba en unas acanaladuras a distinta altura en los marcos. Así, protegían del sol y la lluvia. No había cristales y si una tela mosquitera fina, que dejaba correr el aire por toda la casa.
El tejado era de chapa metálica rojiza y el edificio, de dos plantas, tenía dos entradas: una por la calle General Mola, de las más importantes de Santa Isabel, y otra por un patio trasero que comunicaba con el inmenso solar de los tinglados del servicio de Obras Públicas, donde trabajaba mi padre.
Mi padre, ingeniero de Obras públicas, era funcionario y llevaba una vida de duro trabajo desde mi óptica de niño. No recuerdo verle desayunar nunca en casa, se debía levantar a las seis de la mañana y no volvía a verle hasta la una y media en punto;la hora de comer. Después, indefectiblemente, en mi casa se paralizaba toda actividad durante un buen rato, aproximadamente una hora larga, en la que se exigía ritualmente el mayor silencio posible; era la hora de la siesta y mi padre necesitaba ese descanso para retomar el trabajo por la tarde, de forma que no volvía a verle hasta la hora de la cena, a eso de las nueve y media. El verdadero tiempo de ocio que recuerdo de mis padres, consistía en irnos a buscar a mis hermanos y a mí a la Plaza de España para llevarnos a cenar a casa; después de la cena solían ir al cine o a ver a los amigos al Casino.
Llegué a Fernando Poo en el comienzo de la época de lluvias.
He de confesar que aquella lluvia era de tal magnitud, que en los primeros días en que me sorprendió, llegué a temerla precavido. Un día me despertó un verdadero estruendo. Mi casa trepidaba y un ruido incesante, sordo y continuo, hizo que me levantara como un autómata y me sentara en la mesa del comedor a desayunar, somnoliento aún.
Eran las lluvias.
El ruido lo producía el alud de agua batiendo el tejado de chapa y había que elevar por encima de lo habitual el tono de voz, para hablar en casa.
Cuando terminé de desayunar, me levante perezoso de la mesa y fui al salón para observar la calle desde la ventana. La intensa lluvia formaba una cortina que apenas permitía ver con claridad la acera de enfrente de la calle, los coches se abrían paso a través de una verdadera balsa de agua sobre la calzada y vi gente protegerse en algunos casos con enormes paraguas negros y en otros con impermeables. También vi a dos o tres guineanos que andaban ligeros, casi corrían, colocando sobre sus cabezas unas enormes hojas de banano y malanga.
El sofá bajo la ventana, no me dejaba ver bien, así que, traté de buscar otro punto de observación.
Mi casa hacía esquina a dos calles y toda su fachada lateral estaba rematada por una galería que desde el principio se convirtió en mi estancia favorita.
Tenía unos siete u ocho metros de largo, por dos de ancho, en toda su longitud daba a la calle y estaba cerrada por lamas de madera pintada. Bajo las ventanas no había pared, si no una balaustrada cerrada con tela mosquitera. Me asomé por allí y no sabría decir cuanto rato estuve extasiado contemplando el espectáculo de aquella lluvia torrencial, magnifica y espectacular. Toda la acera de enfrente estaba plantada de cocoteros, separados entre si, unos cinco o seis metros. Los troncos se balanceaban con el viento y sus copas parecían tener vida propia, movidas por los remolinos de aire. De vez en cuando, un fuerte ruido llamaba mi atención, eran cocos que caían a la acera zarandeados por el viento.
Mis recelos hacia aquella lluvia desconcertante duraron poco. Pronto sentí que aquella naturaleza no era agresiva. Era vital, cálida, amable y germinadora de vida. Aquella lluvia era un espectáculo en si misma y no tenía nada que ver con la lluvia paralizadora, fría y mortecina de los inviernos de Madrid. En Madrid, esa lluvia me hubiera acarreado una fuete gripe o un constipado, aquí, la temperatura era cálida y la vida no se paralizaba por el hecho de llover.
La época de lluvias duraba desde mayo hasta septiembre, con una leve pausa de unos quince días, hacia la mitad de temporada. Podía llover ininterrumpidamente durante días y días interminables. Otras veces las lluvias se distribuían caprichosamente, llovía por las mañanas y cesaba por las tardes, o viceversa.
Un día me armé de valor y le dije a mi madre que si podía ir a dar una vuelta por el enorme patio de Obras Públicas.
Después de darme un sin fin de instrucciones, recomendaciones y normas, me dejó ir, con un impermeable transparente con capucha que me venía grande, encima de mis pantalones cortos y mi niki de manga corta. Completaban mi atuendo unas botas katiuskas y un palo largo que encontré al salir de casa.
Era la primera vez que salía solo de casa y aunque el patio de Obras Públicas estaba al lado, era muy grande y a mí se me antojaba como un enorme mundo, seductor y atrayente.
A pesar de la lluvia, la sucesión de tinglados cubiertos unos cerca de otros, me permitía quitarme el impermeable y curiosear sin límites.
Había maquinarias abandonadas llenas de herrumbre, miles de enigmáticas piezas metálicas por el suelo, bidones de alquitrán vacíos, y animales, infinidad de animales de todas clases. El patio, que era muy grande y largo, estaba atravesado por un camino de tierra que iba hasta el edificio principal de las oficinas, que también tenía acceso desde Punta Cristina, a la altura de la entrada del Casino.
Nada más salir de mi casa, estaba el taller de reparaciones de vehículos; a continuación la carpintería, uno de mis lugares favoritos, a la derecha, unos soportales de garajes y almacenes. Ya al fondo, en el extremo opuesto, un bonito edificio de dos plantas albergaba las oficinas del servicio y la piscina para niños en la que poco después, pase interminables mañanas.
Toda esa zona estaba urbanizada y repleta de árboles majestuosos.
Había varios mangos, un Ylán-Ylán, un arbol del pan, varios guayabos y muchos otros
Yo, a esas alturas, ya estaba maquinando la forma de construirme un tirachinas. Había visto infinidad de enormes lagartos azules de cabeza roja, multitud de pájaros de todos los tamaños y colores y murciélagos fruteros dormitando en las copas de los árboles.
La aventura era irresistible y no dejaba de buscar una rama adecuada para el tirachinas. Por las gomas no había problemas, había visto muchas cámaras de ruedas apiladas en un rincón de un almacén.
Iba absorto pensando en eso y escudriñando que ramas podrían servirme, cuando de repente me sentí sorprendido por la intensa mirada de alguien que estaba sentado en una caja de madera, a no más de tres o cuatro metros de mí.
No debía sentir la seguridad de no estar haciendo nada indebido, porque mi primera reacción fue de recelo.
Esa sensación desapareció como por encanto en una fracción de segundo, cuando fijé la vista en la mirada de aquel hombre mayor.
Era Papá Boneke, y aún hoy, recuerdo esa mirada como si fuera ayer, como un precioso regalo.

JEP



  malé chillida, Feb 3 2008, 10:01 PM

da como cosa decir nada ... asi que solo que sepas que te he leido e imaginado ... algunos años después seguias con la misma actitud y curiosidad introspectiva ....

  causa, Feb 5 2008, 10:42 AM

¿Quien era, Papá Boneke?..

  Jose Eduardo Padilla, Feb 5 2008, 06:43 PM

Procuraré contarlo con detalle.
2570.gif
Saludos

  causa, Feb 5 2008, 07:07 PM

..., gracias, esperaré impaciente..

Saludos

  José Mª Balboa, Feb 5 2008, 07:24 PM

Y en aquellos dias lluviosos y grises nos refugiabamos en los almacenes de obras publicas llenos de trastos oxidanos y agujeros en el suelo donde sabe Diós que alimañas se escondian, y nos montabamos en aquel lujoso coche americano e intentabamos arrancarlo sin resultado.............

Si, es así como lo recuerdo.

  manuela orovitg, Sep 27 2008, 07:29 PM

rolleyes.gif cray.gif Que bien , lo cuentas... que sencillo, que asequible, para cabezas tan "cuadriculadas" que según otros, dicen que tengo.. (y tienen razón.......). Al leerlo, es como si lo viviera. , y como si oyera llover..y como si oliera a tierra mojada.... y en fin... te seguíré , leyendo cuando pueda... porque te entiendo... porque me haces recordar...... . muchas cosas.. que nunca ( aunque diga lo contrario) he olvidado.. Pero que yo, no se plasmar como tú. Gracias, por escribir.. clapping.gif

 
« Siguiente más antiguo · JEP · Siguiente más reciente »