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JUGUETES ROTOS

Esteban Calderón, May 24 2009, 10:53 AM

JUGUETES ROTOS
[Escrito el 16 de septiembre de 2011]


Estoy en esos días en que se da el carpetazo definitivo a un curso y se dan los
primeros pasos del siguiente. Cada año comenzamos antes y los alumnos se presentan
con pantalón corto y chanclas, como si estuvieran en la playa, que es donde debieran
estar a estas alturas y con el calor que hace por estas tierras, así que lo mejor es hacer la
vista gorda.
Esta semana hemos tenido esa especie de liturgia que sirve para enterrar el curso
saliente y dar la bienvenida el entrante: le selectividad. Nervios a raudales, mentes
empanadas y un último esfuerzo para intentar estudiar algo que medianamente interese.
Resultado incierto. Una UVI móvil en la puerta durante estos días es testigo de que algo
gordo se cuece en ese edificio. Todos los años asisto a esta liturgia en sesión de junio y
septiembre, y en cada nueva ocasión siento más compasión —en el sentido literal de la
palabra— por estos chicos, a los que el sistema arroja a una prueba inclemente. De
haber vivido Hércules en nuestros días, habría incluido la selectividad entre sus doce
pruebas.
Pero en estas páginas no voy a referirme a las pruebas que ayer concluyeron,
sino que me voy a remontar a septiembre de hace dos años. Para el caso es lo mismo,
porque la historia que voy a contar puede ser de ayer, de hoy o de mañana.
Sucedió el primer día. Abrí la puerta del aula que estaba a mi cargo y me dispuse
a pasar lista para que los alumnos, previa identificación, accediesen a la misma para
realizar el primer examen de estas maratonianas tres jornadas. Uno a uno los alumnos
eran nombrados y entraban en el aula. Alguno se santiguaba, como si se tratase de entrar
en un albero, y es que muchos esperan encontrar en el examen impreso auténticos
miuras. Luego la cosa no resulta para tanto. Por uno de esos azares que la vida nos
depara, en determinado momento nombré a una alumna cuyo nombre me resultaba
familiar. Al mirarla y comprobar su DNI, caí en la cuenta: se trataba de una concursante
de la «Operación Triunfo» de aquel año. Para mantener su anonimato la llamaré
sencillamente L. No tengo empacho en reconocer que veía este programa con cierta
frecuencia hasta aquella edición, en la que L. llegó bastante lejos, aunque quedó
excluida de la final. De hecho, no se había podido presenta a los exámenes de junio por
estar concursando. Tenía una excelente voz, pero el físico no le acompañaba demasiado
y ya sabemos que en este tipo de concursos se contemplan muchos aspectos, pues se
trata de lanzar a una nueva estrella. En fin, todas esas zarandajas del márketing, la
publicidad, la imagen, etc., etc. L. había salido en bastantes programas y, por su
personalidad, había destacado mucho en la convivencia de ese ente que los productores
del programa llaman pomposamente «la Academia». Ni la Academia de Platón podía
llegar a menos ni esta «Academia» a más. Ironías de la vida. El caso es que allí estaba
L. delante de mí con su DNI y su «kit» de selectividad (el «kit» de selectividad consiste
en dos o tres bolígrafos, lápiz del 2, goma, sacapuntas, típex, resguardo de la matrícula
y botellín de agua; algunos incluyen la estampa de algún santo, pero esto no es
obligatorio). Le indiqué cuál era su sitio y allí se sentó en un pupitre junto a otras dos
alumnas. Era un aula en la que se examinaban, creo recordar, noventa y seis alumnos.
En un momento me pregunté si estaría más nerviosa en ese momento o cuando salía a
interpretar una canción. Una incógnita. Pero lo que más me llamó la atención es que
ninguno de sus compañeros de fatigas repararon en ella: ni una mirada, ni una sonrisa,
ni una palabra... L. era una persona totalmente anónima en aquella inmensa sala.
¿Dónde había quedado su fama de un par de meses atrás? ¿De qué había servido su
rostro tantísimas horas en la pantalla? La contundencia de lo efímero: nadie la había
reconocido, y si lo había hecho, no había sentido el más mínimo interés por ella.
Hoy día es relativamente fácil salir en televisión con un escaso bagaje y pasar a
engrosar el elenco de «famosos» o «famosillos». Yo he conocido estudiantes de
bachillerato que cuando se les preguntaba qué querían ser, respondían: «famosos, para
salir en Telecinco y cobrar un pasta». En este caso la cadena es lo de menos. Huelga
todo comentario. El caso es que durante aquellos tres días «de Pasión» hablé
brevemente con L. en varias ocasiones y me pareció una chica con la cabeza bien
amueblada para su edad —su altísima nota media revelaba que se trataba de una
excelente estudiante—, pero a la que la cruel realidad había despertado repentinamente
de un sueño. Había soñado con ser una estrella, con volar alto, como el mítico Ícaro, que
voló tan alto con sus alas postizas, que el sol derritió la cera que las unía a su espalda y
se precipitó en el vacío. Dulce sueño y brusco despertar. Desde entonces, cada año,
cuando llegan estos días de selectividad, me acuerdo de L. y me pregunto qué habrá
sido de ella, qué habrá sido de aquella chica de bonita voz que quiso llegar lejos. Me lo
pregunto y no dejo de sentir desprecio por la facilidad con la que los medios de
comunicación encumbran a chicos y chicas, sin la preparación y la madurez humana
suficientes, juegan con ellos, y cuando los han usado a su antojo, los arrojan lejos como
juguetes rotos.
No sé por donde andarás, L., ni lo que la vida te deparará, pero desde lo más
profundo de mi corazón te deseo lo mejor.


LA GUERRA DE LIBIA

Esteban Calderón, May 24 2009, 10:19 AM

LA GUERRA DE LIBIA
(Escrito el 23 de mayo de 2011)


Aunque el título pueda sugerir lo contrario, no me refiero con él a la reciente guerra que Occidente empezó a perder el mismo día en que la comenzó, sino a otra que tuvo lugar hace muchos años, cuando Libia se llamaba, en realidad, Tripolitania. Hablo de la Segunda Guerra Mundial. Y de manera más concreta voy a narrar una historia de guerra y amor, porque en el amor como en la guerra tienen lugar los sucesos más extraños y a la vez más excelsos. El ser humano, prendido en las redes de Afrodita o de Ares, es capaz de lo más sublime y de aquello que le niega precisamente su condición convirtiéndolo en inhumano.
La historia me la contó mi amigo Agrippino Birichino un soleado y primaveral día romano, mientras disfrutábamos de un delicioso pasto en «La Taverna», una tradicional trattoria situada en Via del Banco di Santo Spirito, cerca de la Piazza Navona. Después de degustar la inevitable pasta y un absolutamente recomendable Coda a la vaccinara, regados por un caldo Barolo, que no necesito calificar, nos arrellanamos en nuestros asientos para degustar un relajado espresso. Mi buen amigo extrajo del interior de su americana dos habanos y mientras comenzábamos a gozar de sus aromáticas volutas, como si de ellas le viniera la inspiración, me narró la historia que viene al caso.
Durante la campaña italiana en el norte de África, en Tripolitania, Birichino, que había sido movilizado, interrumpiendo así sus estudios universitarios, servía como asistente personal del comandante de artillería Giulio Capasso, que estaba al mando de una unidad de baterías móviles de costa. Un buen día, se divisó en el horizonte una flotilla de la Mediterranean Fleet, compuesta por cuatro destructores y el acorazado Barham, como apoyo a las fuerzas británicas que había a lo largo de la costa africana hasta más allá de Tobruk. Los impresionantes ocho cañones de 381 mm. del Barham descargaron su mortífera metralla sobre la unidad del comandante Capasso, dejando la posición completamente arrasada a sangre y fuego. Tan sólo sobrevivieron mi amigo Birichino, milagrosamente ileso —siempre fue un hombre de suerte—, y Capasso, aunque éste con graves heridas. Tras la desolación inicial, a los dos italianos no les quedó otra salida que huir hacia el interior, con el riesgo que ello conllevaba. En muchos momentos mi amigo tuvo que llevar casi en volandas a su comandante, pues las heridas le provocaron altas fiebres. Tras dos días de deambular por el desierto, prácticamente sin nada que beber ni que llevarse a la boca, se encontraron con una harka de beduinos que les dieron cobijo y les auxiliaron. Pasados otros dos días, aquellas gentes del desierto libio los entregaron a un destacamento británico, ya que las heridas del comandante Capasso requerían un tratamiento que ellos no podían ofrecer.
Así fue como comenzó la extraña etapa de los dos italianos en un campo de internamiento norteafricano bajo el mando británico. Capasso fue llevado directamente al hospital de dicho campo, mientras que Birichino era elegido como enlace con los restantes prisioneros gracias a su dominio de la lengua de Shakespeare. De esta manera, mi buen amigo podía hacer frecuentes visitas a su comandante, por el que sentía verdadera devoción filial. Junto a su lecho le escribía cartas dirigidas a su esposa, Concetta, que le esperaba anhelante en su casa solariega de Treviso. Giulio Capasso siempre le había hablado a Birichino de su esposa como un adolescente enamorado; incluso le había enseñado su foto y la de sus dos hijos. Una mujer de gran belleza, según el parecer de mi amigo. Pero algo extraño y nuevo había sucedido en aquel lugar perdido de Tripolitania. Capasso comenzó a hablar a su antiguo asistente de una tal Gladys, una enfermera irlandesa que le atendía en las curas y le daba sus cuidados. El caso es que mi amigo nunca pudo coincidir en sus visitas con Gladys, pero Capasso sólo tenía palabras para aquella mujer menuda y pelirroja, cuyos ojos grisáceos le habían robado el corazón y la razón, como si de una nueva Circe se tratase. Mientras, como la homérica Penélope, Concetta esperaba fiel y ajena a todo en Treviso.
Llegó el armisticio entre los aliados e Italia, y los prisioneros de aquel campo fueron repatriados en un carguero hasta la base de Tarento, en el tacón de la bota italiana. Desde allí siguió cada cual la ruta que le condujese a su particular Ítaca. Birichino, en un gesto de lealtad y como buen samaritano, quiso acompañar a Capasso hasta Treviso: las heridas habían dejado en él secuelas que así lo aconsejaban. Durante el camino fue haciendo averiguaciones que le llevaban de la sorpresa al estupor. La noche antes de llegar a Treviso, Capasso mostró a Birichino un manoseado sobre que encerraba el historial médico en el campo de internamiento libio, así como el informe psiquiátrico final: Gladys nunca había existido más que en la febril imaginación de Giulio Capasso; el sufrimiento causado por las heridas, la ausencia de su esposa y las altas fiebres le provocaban frecuentes desvaríos, que paliaba imaginando a una cariñosa y solícita enfermera. Su mente había creado a Gladys, y ahora la irreal Gladys se había terminado convirtiendo en la rival de la real y fiel Concetta. Pero, ¿quién puede luchar contra un fantasma, contra alguien que, en realidad, no existe más que en la enfermiza imaginación de un esposo? La verdad es amarga como el café; y con azúcar está peor.
Entretanto, mi amigo y yo ya habíamos salido de la trattoria y dábamos los primeros pasos. Birichino quiso ahorrarme los últimos detalles de esta extraña historia, porque, como me decía, “¿por qué estropear un día tan bello?”. Aquellos recuerdos le habían puesto taciturno. Dio la última chupada a su habano y lo arrojó lejos de sí murmurando: “Porca miseria!”.


NUNCA FUIMOS ÁNGELES

Esteban Calderón, May 5 2009, 10:11 AM

NUNCA FUIMOS ÁNGELES ( 5 de mayo 2011)


“Nunca fuimos ángeles” es el título de una excelente película dirigida por Neil Jordan y protagonizada, entre otros, por Robert De Niro, Sean Penn y Demi Moore. Un cartel de lujo sin duda. Con él retomo este blog, abandonado hace ya demasiado tiempo, y en un tiempo —el pascual— que invita a hablar de ángeles. Veremos de qué índole. En un artículo anterior escribo sobre un viaje a Fermo, en la costa adriática. Siguiendo en dirección norte por esa misma y bellísima costa se llega a Porto Recanati, y desde allí, todavía dentro de la provincia de Ancona, a la cercana y pequeña —poco más de 12.000 habitantes— ciudad de Loreto, situada en lo alto de unos montes ubérrimos en olivares y viñedos.

Cuando uno llega a Loreto parece transportarse un poco a la Edad Media. Su mayor atractivo es la Basílica que construyó el genial Bramante para albergar la que, según la tradición, fue la primitiva de casa de la Virgen María, en Nazaret. Se trata de una casita de una sola estancia (una laura breve, es decir, lauretto, de donde viene el nombre Loreto a través del italiano), que los investigadores han confirmado que, efectivamente, corresponde cronológicamente al siglo I de nuestra Era. Y no es menos cierto que cuando uno visita Nazaret, comprueba que donde estuvo la casa de la Virgen, ya no hay tal, sino que sólo queda la cueva aneja. Mas me imagino que el lector se preguntará cómo fue a parar esta casita a esta ciudad italiana. Y aquí es donde toma cuerpo la tradición. Según esta, en 1291, ante la irremisible pérdida de los Santos Lugares a manos de los sarracenos, los ángeles levantaron dicha casa y la transportaron por los aires primero hasta Croacia y posteriormente hasta su actual ubicación en Loreto.

“Mas yo como escritor muy concienzudo,
incapaz de forjar una mentira,
confesaré al lector que mucho dudo
de la verdad del caso que le admira”,
como dice Espronceda en El Diablo Mundo. De suerte que ya sobre el terreno se pueden hacer averiguaciones que permiten saber que en el siglo XIII unos cruzados de esta zona de Italia marcharon a Tierra Santa y, ante el peligro de perder para siempre esta reliquia, y dado su poco tamaño, optaron por desmontarla piedra a piedra y trasladarla en barco a lugar seguro. El nombre de la familia de cruzados que tan piadosa tarea realizó no era otro que Ángeli, esto es, Ángeles. El avispado lector ya habrá deducido a estas alturas que la leyenda deformó la historia, de tal manera que el apellido Ángeli pasó a denominar un coro angélico que transportó por los aires la santa casa hasta el actual Loreto. De ahí que, como mi querido amigo Westy sabe bien, la Virgen de Loreto sea la patrona del arma de aviación.

Aquellos Ángeli, encabezados por Nicéforo Ángelo, dirían con razón: “nunca fuimos ángeles”. Pero cuando uno visita el lugar sale de allí convencido de que sí que realizaron una angelical tarea.


BATA-VILLACISNEROS

Esteban Calderón, Jan 21 2008, 01:58 PM

La historia de la humanidad está llena de multitud de hechos relevantes, heroicos, abnegados, pero sí los diferentes medios de comunicación escrita, oral o visual no los patentizan, su trascendencia queda empañada, injustamente oscurecida y minusvalorada. En la pequeña historia de nuestra Guinea tuvieron lugar muchas efemérides, la buena parte de las cuales han caído en el olvido o, simplemente, no se han conocido nunca. Voy a contar aquí un episodio realmente maravilloso y que tal vez haya pasado inadvertido a cuantos amamos a aquel país. La historia es como sigue.
Tres españoles que trabajaban en nuestra Guinea, Álvaro Hevia (jefe del Servicio Forestal de Guinea Ecuatorial, con sede en Río Benito), José Fornieles (Subdelegado de Trabajo en Bata) y Ramón Carreño (del Servicio de Minas en Bata, donde era ayudante de mi padre), en una de sus reuniones en el Club de Tenis de Bata comenzaron a madurar una idea que, en un principio, podía parecer en exceso arriesgada, pero en absoluto exenta de mérito: realizar un raid automovilístico, en un “Citroen 2 CV”, desde Bata hasta Villacisneros, en el Sahara español. Después de trazar adecuadamente los planes, obtener los pertinentes permisos para cruzar los distintos países, poner en regla los pasaportes y hacer la intendencia, el día 10 de diciembre de 1964, jueves para más señas, salía de Bata en dirección a Ebebiyín la expedición que adoptó para sí el acrónimo HEFORCA, por los apellidos de los tres integrantes de la misma. Adaptaron un depósito supletorio de combustible al “2 CV”, otra rueda más de repuesto y adquirieron un libro editado en Johannesburgo, en el que venían las carrteras de África y su estado, así como los posibles puntos de abastecimiento de combustible, hoteles (¿), talleres, etc. Cada uno conduciría 200 kms. y, a continuación, pasaría el volante al que fuera sentado al lado del conductor; realizado el relevo, éste pasaría al asiento trasero y el que iba detrás al delantero, y así sucesivamente.
El trayecto fue de la siguiente manera. Desde Ebebiyín, a 227 kms. de Bata, salieron para Yaoundé, en el vecino Camerún, atravesando el Río Campo en ferry. Tras haber realizado 327 kms. llegaron a dicha capital. Continuaron viaje por Douala. El día 15 del mes en curso partieron hacia la República de Nigeria, atravesándolo de Este a Oeste hasta la frontera, con inevitable estancia en la extraordinaria ciudad de Lagos, hasta Dahomey y su capital Porto Novo. Atravesaron Dahomey de Sur a Norte para llegar a la siguiente etapa: Níger; era el día 18. Desde su capital, Niamey, salieron el día 22 hacia el Alto Volta, por Kanchari, y el día 24 cruzaron el Río Volta para llegar al enorme Malí, que atravesaron por el Sur, por Sikasso, hasta llegar a Bamako y 564 kms. recorridos en una sola jornada; una jornada por carreteras africanas, que no eran grano de anís precisamente. Tras continuar su periplo, el día 29 consiguieron llegar a Senegal y a su capital, Dakar. Allí hicieron un alto para dar descanso a los cuerpos y hacer pasar por el taller el maltrecho “2CV”, recibiendo el Nuevo Año de 1965 en este país tropical. El día 5 de enero llegaron a Rosso, en la vecina Mauritania y el día 6 entraron en su capital, Nouakchott. Desierto a través, el domingo, día 10, llegaban a El Aargaub, en nuestro ex-Sahara, entrando en Villacisneros a las 22:00 horas del mismo día. En total se hicieron 8.052 kms. El día 13 de enero, en un vuelo de Iberia, partieron para Las Palmas de Gran Canaria, dando por concluido el raid, tras haber atravesado casi media África.
Atrás quedaban muchas penalidades, sustos y sinsabores, pero también una gran satisfacción, un placer reservado a los elegidos y momentos indudablemente deliciosos e irrepetibles. Sin duda, habían hecho historia. clapping.gif clapping.gif



UNA ANTIGUA POESÍA

Esteban Calderón, Jan 18 2008, 01:35 PM

Cuando uno cumple años, suele mirar hacia atrás y, si no siente vértigo, contempla su historia de manera unas veces divertida, azarosa otras. Revolviendo en ese baúl de los recuerdos siempre es posible encontrar hallazgos. A mí siempre me gustó escribir poesía, pero no suelo mostrarla; tiene uno la sensación de estar haciendo cierto "streapteese" en público. Dicen que la vida es muy poca poesía y mucha prosa, y con los años uno se decanta al final por la prosa y abandona la poesía de la juventud. Como en el caso que nos ocupa la poesía --forma parte de un librito de poesías-- es de una época pasada, tan añosa que casi me da pudor decirlo, no me importa tanto y la sensación de "streapteese" está amortiguada. No es obligatorio que guste. rolleyes.gif

¿SABES?
"Soñar, ¿sabes?,
no cuesta nada.
He imaginado
en el paraíso
de mis sueños
sumergir mis manos
en el encantador arroyo
de tus cabellos
que te aurolean
como sombras de violeta,
que llevan su rumor
hasta tus labios,
sonrisa de miel, ¿sabes?,
de nenúfares dorados.
Corriente serena
que oscurece la luna
de rutilante aura.
Así tú, ¿sabes?,
ignorada flor
de un jardín
sin dueño,
endeblez de lo distinto".
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FERMO

Esteban Calderón, Jan 2 2008, 11:23 AM

Hace unos años, con motivo de un viaje que iba a realizar a Italia, llamé a mi buen amigo el Prof. Birichino para ver si tendría ocasión de visitarle en Roma, pero nadie se ponía al aparato. Lo intenté de nuevo un par de días después y esta vez tuve más fortuna. Birichino me justificó su ausencia:
― Carissimo, estaba “enfermo”...
Al interesarme por la clase de dolencia que le afligía, escuché una sonora carcajada al otro lado del teléfono seguida de la siguiente explicación:
― ¡No, no..., no estaba “enfermo”..., sino “en Fermo”...
Habrá que explicar que Fermo es una pequeña localidad de la región de Las Marcas, junto al Adriático, muy cerca del mar, aproximadamente en el ecuador de la península, en donde mi ilustre amigo pasa temporadas de reposo. Debo confesar que hasta ese momento nunca había oído hablar de dicho lugar, pero me propuse conocerlo como consecuencia de los elogios que vertió Birichino.
Aproveché que mi estancia en suelo italiano me obligaba a viajar a Ancona, capital de Las Marcas, tal vez la región más pequeña de aquel país, para programar unos días por la zona y conocer Fermo. El viaje por carretera era largo, estábamos a principios de marzo y todavía había bastante nieve en los Apeninos. Me dirigí, desde Roma, a través de los Abruzzos ―impresionante la ciudad de L’Aquila a casi 3.000 m. de altura―, hasta la costa adriática, haciendo las paradas de rigor para repostar o saborear alguno de esos cafés que los italianos saben preparar tan magistralmente cuando quieren, que no es siempre. Así las cosas, con el día ya vencido, arribé a un lugar de la costa llamado San Benedetto del Tronto. Recorrí unos kilómetros, pasé por un encantador pueblecito que responde al musical y evocador nombre de Grottammare, y, por fin, llegué a mi destino, al sitio en el que mi amigo me había recomendado que reservara alojamiento, que no era el mismo Fermo, sino un pueblo, situado encima del mar, denominado Porto San Giorgio, a escasos kilómetros del ya menos ignoto Fermo, tan cerca que se puede ir dando un buen paseo. Porto San Giorgio es un pueblo pesquero, al pie de los montes, reconvertido por la mudanza de los tiempos en lugar de veraneo y solaz. Como el cono de un embudo, todo es montaña que desemboca en el mar. Fermo, con su sabor a Medievo, fue un hallazgo que me hizo disfrutar en aquellas breves jornadas: gladiolos o espadañas, orquídeas silvestres, rosas y otras flores silvestres crecían aquí y allá, moteando la vasta floresta que parecía suspirar a impulsos de la brisa fresca que bajaba de las montañas vecinas, moviendo suave y rítmicamente las copas de los añosos olivos, algunos de los cuales con seguridad habrían contemplado, como mudos notarios del tiempo, el paso de las legiones romanas o la irrupción de los bárbaros. En efecto, los montes que circundan Fermo están preñados de oliveras que se mueven acompasadas por el céfiro, como si con ese balanceo simulase una blanca algarada que saluda al visitante. Pero continuemos con el viaje.
Era tarde y la noche se presentaba muy fría, pronosticando helada. Tras dejar el equipaje en el hotel, bajé a la playa para estirar las piernas, entumecidas por el largo viaje y las muchas horas en la “machina”. El espectáculo era fascinante. Una gran luna, que parecía recortada en el papel de plata que usamos para recortar la estrella de nuestros belenes, lucía en lo alto de un firmamento densamente negro, contrapunto con el azul noche del mar, que semejaba un manto damasquinado por el reflejo argentino del astro. En medio del silencio y de la quietud de la noche, en aquella playa despoblada, un vientecillo frío, casi cortante, soplaba entre los mástiles y aparejos de los barcos de pesca de la cercana ensenada, sacándome de mis pensamientos con su tintineo y devolviéndome al mundo de los vivos. Aquel paraje pesquero, casi desierto en invierno, ofrecía un aspecto fantasmagórico en aquella noche espectral, pero intensamente atrayente a un tiempo. Con esta primera impresión volví al albergue para pernoctar, no sin antes degustar los maravillosos pescados y mariscos que sirven en aquella zona de la costa: un paraíso para los gurmets enamorados de los productos del mar.
Pero la sorpresa fue a la mañana siguiente. Como estaba rendido por el viaje, no madrugué mucho ―contrariamente a mi costumbre― y me desayuné a una hora que en Italia casi es pecado. Luego bajé a la playa y quedé admirado del cambio operado. Una playa de fina y limpísima arena servía de antesala para un tranquilo y plácido mar, el mar más azul que jamás haya podido contemplar: un azul intenso, rabioso, casi retador. Por un momento pensé que los diseñadores de las camisetas de la selección italiana de fútbol, conocida precisamente como “la azzurra”, se habrían inspirado en esta tonalidad de azul. Recuerdo que Homero pondera a menudo las cualidades cromáticas del Mediterráneo y para ello utiliza muchas veces un compuesto del adjetivo “kýanos”, esto es, “azul” (de donde viene nuestro castellano “cianótico” para expresar un tono muy concreto). He visto muchos colores azules en mares de los más variados lugares, pero aquel tono era diferente de cualquier otro. No sé si sería la combinación de los efectos del sol sobre un agua ciertamente fría o si sería el fondo costero de la zona o alguna otra razón por mí desconocida, pero el caso es que el resultado era un mar de una quietud apabullante y de un azul espectacular, realmente singular. Seguí en mis pensamientos, paseando delectante por aquellas arenas, cuando me vino a la memoria otro pasaje de Homero en que el rapsoda de Quíos comparaba los ojos de una diosa con ese azul póntico e inusitado: la ojizarca Atenea. Revolví, entonces, en el baúl de mis remembranzas y recordé, recordé vagamente... que un azul así lo ví yo una vez, en mi infancia robada, en unos ojos femeninos. Por unos momentos la diapositiva quedó fija en el objetivo y rememoré aquellos ojos que el mar de Fermo me había traído muchos años después. Sí, tengo la certeza de haber visto alguna vez ese azul..., está en algún lugar de mi recuerdo... Fermo también lo está.
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REYES MAGOS

Esteban Calderón, Dec 23 2007, 06:00 PM

Desde hace muchos años sentí cierta afición hacia el mundo de los astros. ¿Quién no ha escudriñado el cielo en una noche de verano, en algún paraje solitario, y tras contemplarlo no ha podido sino admirarse? Es el cosmos, y en griego kósmos quiere decir “orden”. Así es. Esa perfecta disposición y articulación de los astros y constelaciones, esas magnitudes apabullantes, esas distancias siderales nos hacen sentirnos a los humanos muy pequeños, y tal vez muy solos, en el universo. Pensar que ahora mismo podemos ver estrellas que desaparecieron hace muchos años, pero cuya luz aún nos sigue llegando por mor de la distancia, fascina... y estremece.
Estamos en las fiestas de Navidad y tal vez el evento que más me sigue emocionando, por encima de ruidos, luces y alharacas, sigue siendo el de la festividad de los Reyes Magos. Se ha convertido en una especie de epílogo navideño, al que se llega ahíto y empapuzado de alfanjores, turrones y cordiales, un poco cansados de compromisos y reuniones familiares, poco dispuestos los ánimos a pasmos y maravillas. Pero ahí está su estrella devota con su compromiso, esmeradamente delineada en ese gigantesco y prodigioso pizarrón que es la bóveda celeste. El famoso Kepler sostuvo, en 1603, que dicha estrella consistió en la conjunción de los planetas Júpiter y Saturno el 21 de mayo del 747 del calendario de Roma, tres años antes de la muerte de Herodes. Otros sabios y estudiosos han propuesto que pudo tratarse de un cometa o algún otro singular fenómeno estelar... En definitiva, nada en concreto.
Hoy ya sabemos por Heródoto que los Reyes Magos no pertenecían a realeza alguna, sino que formaban parte de los mágoi, casta sacerdotal de Babilonia, “celosos observadores de la justicia y de la virtud”, en palabras de Estrabón, y a quienes el elocuente Cicerón definiese como “la clase de sabios y doctores de Persia”, en definitiva, estudiosos de los fenómenos celestes, en absoluto relacionados con artes mágicas, toda vez que Babilonia, Persia y Caldea son la cuna de la astronomía occidental. Es más, durante muchos siglos para designar al astrólogo se le llamaba simplemente “caldeo”, sin relación con un concepto étnico. Dicho de otra manera, el relato evangélico que nos habla de estos personajes describe perfectamente a estos hombres de ciencia que quedaron deslumbrados por un portento estelar que sobrepasaba sus amplios conocimientos. Sobre su número y nombre no hay nada cierto. Las pinturas de las catacumbas y antiguos monumentos los representan a veces en número de dos (s. III) y llegan incluso a seis y hasta doce en algunas representaciones sirias y armenias. En las catacumbas de esa gran dama romana y cristiana que fue Domitila (s. IV) los he visto representados en número de cuatro. En cuanto a los nombres, son legendarios y les son dados en el s. VII o principios del VIII. Los hoy conocidos los reciben en el s. IX, de manos del historiador Agnello en su obra Pontificalis Ecclesiae Ravennatis.
Hasta aquí los datos arqueológicos, pero no son lo más importante. El caso es que, dos milenios después, todos los años la famosa estrella de los Magos sigue apareciendo en el firmamento, fiel a su movimiento cósmico, señalando una ruta exclusiva, envuelta en una solemne aura mística reservada para los ojos más puros. Y es posible verla. Lo que muchos no saben es que se trata de la única estrella que no hay que buscar en el cielo nocturno. No hacen falta telescopios. El Hubble es inservible para este menester, un trasto inútil. No, no hay que mirar hacia arriba, sino hacia abajo, pues tan sólo es posible encontrarla reflejada y muy nítida en la mirada de los niños.
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MI AMIGO PINO

Esteban Calderón, Dec 10 2007, 10:25 AM

En un escrito anterior me quejaba de algunas servidumbres del otoño, mas, si queremos ser justos, y como toda verdad poliédrica, también tiene su faceta recomendable. Es tiempo de pasear orillando las aceras cubiertas del oro de las hojas, testimonio de otras primaveras, y de rescatar de entre los fríos la imagen cálida de los amigos. Uno de mis mejores amigos se encuentra lejos y por eso en este tiempo se le recuerda más, sin la posibildad del encuentro frecuente. Me estoy refiriendo a Agrippino Birichino, un viejo amigo italiano, que por edad podría ser mi padre y que se empeña en que le distinga con el tuteo y llamándole simplemente Pino. Bajo su venerable aspecto de senador de la antigua Roma se esconde uno de los espíritus más inquietos y vivaraces que jamás haya conocido. Rebasada la edad administrativa que marca la ley, lejos de estar "in pensione", se mantiene en activo como profesor emérito de Historia de la Antigüedad. ¡Y por muchos años! Pino vivió aquellos años convulsos y fratricidas de la Italia involucrada en la Segunda Guerra Mundial y su terrible postdata de postguerra. Su arraigado espíritu romano, el espíritu de aquellos que llevaron a Roma a la cima de la Historia, se impuso a las dificultades. Espíritu crítico y transgresor donde los haya, tras concluir la carrera y ya ligado a la Universidad romana, se marchó a París a ampliar sus conocimientos y a ampliarlos en Historia de las Ideas. Aquella Sorbona sacudida por el mayo del 68 no sorprendió a Pino, que ya intuía lo que se cocía en las aulas parisinas. Allí el joven Pino conoció a Sartre y a Camus, y confraternizó con la hornada de noveles profesores franceses de aquella revolución. Pero como no todo el monte era orégano y la revolución a palo seco no se dirgiere bien, Pino empezó a frecuentar otros ambientes, digamos, alternativos. Es decir, se dejó cautivar por la noche parisina y los ideales empezaron a decaer un poco. En aquel ambiente nocturno del barrio latino conoció a una "go-gó" con la que compartió apartamento y lecho durante una larga temporada. Poco a poco le fue perdiendo el pulso a la "revolución". Es lógico, mi amigo solía amanecer sobre la una del mediodía y la "revolución" tenía lugar a eso de las 11, porque tampoco era cosa de madrugar mucho. Cuando Pino llegaba a las barricadas, ya no había barricadas y los jóvenes revolucionarios estaban tomándose ya las cervezas del aperitivo en cualquier plaza de la bella Lutecia.
Perdido el tren de la revolución y concluidos sus estudios, Birichino regresó a su puesto de trabajo en Roma. Pero algo había cambiado en él: se había marchado un "enfant terrible" y regresaba un "bon vivant". Su experiencia de joven concienciado me la resumía así en cierta ocasión: "Caro amico, quien a los veinte años no es de izquierdas, es que no tiene corazón; quien a los cuarenta sigue siéndolo, es que es idiota". Pino suele ser así de concluyente en sus afirmaciones. Su espíritu en ocasiones cínico no le hace desentenderse de la política, pero sí que la pasa por un corrosivo e irónico juicio. Una vez me explicaba de la siguiente manera el hecho de que Italia las crisis de gobierno fueran continuas. "Mira Stefano --decía--, los italianos hemos comprobado que sin gobierno el país sigue funcionando sin menoscabo..., así que ¿para qué queremos gobierno?".
Pino vive en una preciosa "villa" por la zona de Vía Aurelia, a espaldas del Vaticano. En realidad, se trata de la herencia familiar de su esposa, Paola, hija de nobles y adinerados padres. En aquel remanso de paz y tranquilidad Birichino se dedica a sus lecturas y a los muchísimos libros y artículos que publica habitualmente; todo ello bajo el cuidado atento de su esposa y de Cármine, una especie de "boy" a la italiana que lo mismo es ayuda de cámara, que cocinero o que jardinero. Es como su "alter ego" hasta en la edad. Cármine debe estar más cerca de los ochenta que de los setenta, pero sigue ocupándose de la intendencia y cocinando con el primor los mismísimos ángeles. El cuidado y solicitud con que atinede las rosas del jardín es difícilmente igualable. Pues bien, en aquella "villa" romana he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida. No hay como sentarse en un sillón junto a la chimenea, bien comido y bebido por Cármine, y disfrutar del placer de una larguísima y amena conversación con Pino. Como conversador no tiene precio. Es agudo, divertido, profundo y siempre tiene capacidad para sorprender. En una ocasión, mientras degustaba una copa de "Cardenal Mendoza" --no puedo ir a Roma sin regalarle una o dos botellas de este coñac--, disertaba sobre la personalidad de Julio César. La conversación se convirtió en charla y la charla en disertación. Pero el calorcito de la chimena, los efectos del excelente vino de Friuli ingerido durante la comida y los vapores del "Cardenal Mendoza", provocaron todos juntos y a una que mi amigo fuese perdiendo la disertación en un hilo de voz que de repente se cortó en seco: dormía profundamente. Aquella incómoda situación duró tal vez un minuto o dos, pero a mí se me antojó eterna. De repente, Birichino dio un respingoy me preguntó: "¿Por dónde íbamos?". "Me hablabas de César...", dije. "¡Ah, sí!", reconoció. Apuró el último trago de coñac y, acercando su gran humanidad al borde del sillón, me miró fijamente, hizo una pausa y me espetó: "Caro Stefano..., César era un 'grandissimo' gilipollas". Y cambió de tercio.
Birichino tiene dos hijos de Paola que ya vuelan solos, uno en la Universidad y el otro como periodista en la televisión de Berlusconi. Y digo de Paola, porque también tiene una hija ilegítima con una conocida actriz italiana, hoy ya casi retirada de las pantallas. Siempre fue un seductor, en el sentido amplio del término, pero también en el concreto del juego amoroso. Sirva de ejemplo lo siguiente. Pino es un buen conocedor de nuestro país. De hecho, yo le conocí en el transcurso de un congreso en Oviedo, y ya en la Vetusta de Clarín me demostró el gran interés que siempre tuvo por nuestra sociedad y sigue de cerca nuestro devenir político y social. Aunque, lo cierto --y a esto íbamos-- es que hay dos cosas, por encima de todo, que le apasionen: nuestros buenos caldos y Aitana Sánchez Gijón. Sobre la actriz me dijo una vez: "Merecería ser italiana; parece una condesa toscana". En otra ocasión, siendo aún joven, vino desde Roma a Barcelona en una "Lambretta" para ver jugar en el campo de Sarriá a Di Stefano --el fútbol es otra de sus pasiones, aunque no suele confesarlo--. La fortuna se mostró esquiva y, a la vez, complaciente con el joven Birichino, porque, tras largo viaje, Di Stefano no pudo jugar por lesión, pero nuestro amigo quedó cautivado por el juego de otro gran jugador de aquel R. Madrid: "Pancho" Puskas, aquel mítico "10" apodado "Cañoncito Pum" por su potencia de disparo. Ya en el ocaso de su carrera, tuve la ocasión de verle jugar en directo y, pese a frisar los cuarenta, marcó un golazo desde más de 40 metros. Pino siempre ha vivido la vida con pasión y sin importarle las cortapisas. La distancia no fue impedimento para su vieja "Lambretta" ni para mitigar su interés.
Pero si hay algo realmente digno de ser visto son las conversaciones de Birichino con un amigo de su infancia y viejo compañero de pupitre. Me refiero a monseñor Leone, un prelado doméstico del Vaticano con el que suele departir a menudo. Sus paseos por la rivera del Tíber darían de sí para una colección de libros y yo, particularmente, daría cualquier cosa por asistir a las conversaciones de estos dos viejos amigos, tan diferentes y, a la vez, tan entrañablemente unidos. Una vez Pino me confesó algo y por primera vez pude atisbar un Birichino desnudo ante la verdad. Por lo visto monseñor Leone le había hablado del daño que los pecados de su vida pasada habían causado en algunas personas. Aquel día mi amigo se mostraba pensativo y taciturno. "Es verdad, caro amico, que los pecados del corazón y sus aledaños, aunque esos aledaños se encuentren hacia el sur de mi humanidad, han hecho daño al prójimo, pero monseñor Leone no ha reparado en mis otros pecados, aquellos que sin duda más me han atormentado a lo largo de mi existencia: los de mi vanidad".


EL OTOÑO

Esteban Calderón, Nov 28 2007, 01:44 PM


No es tiempo propicio el otoño, sobre todo cuendo se presenta de repente frío e inhóspito. Soy meridional y mediterráneo por los cuatro costados y, como la edad tampoco va siendo ya escasa, me molestan estos días cortos y malencarados. No sé si será verdad eso del cambio climático. Recuerdo, eso sí, las frías mañanas de otoño de mi infancia cartagenera, antes de desembarcar en Guinea, cuando iba de camino al colegio y metía el pie en los charcos --entonces incluso llovía-- para romper la cristalina pátina que sobre ellos se conformaba. Aquella fina capa de hielo se quebraba con gran facilidad, como se quiebran muchas cosas en la vida, importantes unas, de medio pelo otras. Y es que el otoño siempre ha sido una época propicia para que se quiebren las cosas, incluida la salud. Debe ser por eso que noviembre es el mes dedicado a los muertos desde mucho antes de que nos invadiera esa anglosajonada de Halloween con sus brujitas y sus golosinas, en un intento apotropaico de rebajar los "yu-yus" de la sociedad moderna. Desde entonces no he vuelto a ver aquella escarcha por estos páramos.
El caso es que hoy inauguro este Blog con la certeza de que siempre hubo cambios climáticos a lo largo de la historia y sin estar el hombre de por medio. Piensen mis queridos lectores, si no, lo incómodo que resultaría estar leyendo el periódico en el banco de un parque y que un impertinente y descarado velocirráptor escudriñase la página de deportes por encima de nuestro hombro. Molesto, ¿verdad? O el supuesto de que fuésemos a aparcar nuestro vehículo a la sombra de de un árbol y comprobásemos con desagrado que esa parte privilegiada de zona azul nos la ha birlado un orondo y retrechero tricerátops para hacer su siesta... Fastidioso, ¿no es cierto? Todo esto nos lo hemos ahorrado con el cambio climático. Y me late que igual que los dinosaurios, como otros bichos en otras épocas, se extinguieron por un motivo tal, creo que el hombre, como especie, también se extinguirá en un día no sé muy bien si cercano o remoto. En fin, reflexiones que el otoño trae.
Pero para mí el peor cambio climático es que transforma el carácter de las personas y las torna gélidas y duras como el mismísimo hielo. Desde luego, te dan el día bien dado. Y vuelvo a lo antedicho: deben ser cosas del otoño. Mas también de esa costumbre, muy humana, de buscar insistentemente los tres pies al gato. Ninguno de los grandes matemáticos de la historia ha podido demostrar, desde Pitágoras hasta John Nash, ese pintoresco genio de las matemáticas que encarnara genialmente Russell Crowe en la inolvidable película "Una mente maravillosa", que sean tres y no cuatro. Y, sin embargo, ¡cuánta pasión y énfasis ponen en convencer de lo contrario! Y es que en esta vida hay gente muy desocupada... ¡y muy tenaz! ¡Qué extraordinarios vendedores de seguros se pierden las empresas del ramo! ¡Qué elocuencia en convencernos para que contemos una vez más los pies al gato! Cuando, en realidad, se trata de una aporía, porque los gatos no tienen pies, sino patas, de suerte que resulta imposible contar los pies, con lo que queda reducida al absurdo semejante proposición. Lo peor de todo es que en otoño te pillan bajo de defensas, con la nariz moqueante y con las reservas de jalea real más extintas que los dinosaurios, y acabas por contarle, una vez más, los pies al gatito... ¡Dichoso otoño!


JUGUETES ROTOS

Esteban Calderón, Sep 16 2006, 10:50 AM

JUGUETES ROTOS
[Escrito el 16 de septiembre de 2011]


Estoy en esos días en que se da el carpetazo definitivo a un curso y se dan los
primeros pasos del siguiente. Cada año comenzamos antes y los alumnos se presentan
con pantalón corto y chanclas, como si estuvieran en la playa, que es donde debieran
estar a estas alturas y con el calor que hace por estas tierras, así que lo mejor es hacer la
vista gorda.
Esta semana hemos tenido esa especie de liturgia que sirve para enterrar el curso
saliente y dar la bienvenida el entrante: le selectividad. Nervios a raudales, mentes
empanadas y un último esfuerzo para intentar estudiar algo que medianamente interese.
Resultado incierto. Una UVI móvil en la puerta durante estos días es testigo de que algo
gordo se cuece en ese edificio. Todos los años asisto a esta liturgia en sesión de junio y
septiembre, y en cada nueva ocasión siento más compasión —en el sentido literal de la
palabra— por estos chicos, a los que el sistema arroja a una prueba inclemente. De
haber vivido Hércules en nuestros días, habría incluido la selectividad entre sus doce
pruebas.
Pero en estas páginas no voy a referirme a las pruebas que ayer concluyeron,
sino que me voy a remontar a septiembre de hace dos años. Para el caso es lo mismo,
porque la historia que voy a contar puede ser de ayer, de hoy o de mañana.
Sucedió el primer día. Abrí la puerta del aula que estaba a mi cargo y me dispuse
a pasar lista para que los alumnos, previa identificación, accediesen a la misma para
realizar el primer examen de estas maratonianas tres jornadas. Uno a uno los alumnos
eran nombrados y entraban en el aula. Alguno se santiguaba, como si se tratase de entrar
en un albero, y es que muchos esperan encontrar en el examen impreso auténticos
miuras. Luego la cosa no resulta para tanto. Por uno de esos azares que la vida nos
depara, en determinado momento nombré a una alumna cuyo nombre me resultaba
familiar. Al mirarla y comprobar su DNI, caí en la cuenta: se trataba de una concursante
de la «Operación Triunfo» de aquel año. Para mantener su anonimato la llamaré
sencillamente L. No tengo empacho en reconocer que veía este programa con cierta
frecuencia hasta aquella edición, en la que L. llegó bastante lejos, aunque quedó
excluida de la final. De hecho, no se había podido presenta a los exámenes de junio por
estar concursando. Tenía una excelente voz, pero el físico no le acompañaba demasiado
y ya sabemos que en este tipo de concursos se contemplan muchos aspectos, pues se
trata de lanzar a una nueva estrella. En fin, todas esas zarandajas del márketing, la
publicidad, la imagen, etc., etc. L. había salido en bastantes programas y, por su
personalidad, había destacado mucho en la convivencia de ese ente que los productores
del programa llaman pomposamente «la Academia». Ni la Academia de Platón podía
llegar a menos ni esta «Academia» a más. Ironías de la vida. El caso es que allí estaba
L. delante de mí con su DNI y su «kit» de selectividad (el «kit» de selectividad consiste
en dos o tres bolígrafos, lápiz del 2, goma, sacapuntas, típex, resguardo de la matrícula
y botellín de agua; algunos incluyen la estampa de algún santo, pero esto no es
obligatorio). Le indiqué cuál era su sitio y allí se sentó en un pupitre junto a otras dos
alumnas. Era un aula en la que se examinaban, creo recordar, noventa y seis alumnos.
En un momento me pregunté si estaría más nerviosa en ese momento o cuando salía a
interpretar una canción. Una incógnita. Pero lo que más me llamó la atención es que
ninguno de sus compañeros de fatigas repararon en ella: ni una mirada, ni una sonrisa,
ni una palabra... L. era una persona totalmente anónima en aquella inmensa sala.
¿Dónde había quedado su fama de un par de meses atrás? ¿De qué había servido su
rostro tantísimas horas en la pantalla? La contundencia de lo efímero: nadie la había
reconocido, y si lo había hecho, no había sentido el más mínimo interés por ella.
Hoy día es relativamente fácil salir en televisión con un escaso bagaje y pasar a
engrosar el elenco de «famosos» o «famosillos». Yo he conocido estudiantes de
bachillerato que cuando se les preguntaba qué querían ser, respondían: «famosos, para
salir en Telecinco y cobrar un pasta». En este caso la cadena es lo de menos. Huelga
todo comentario. El caso es que durante aquellos tres días «de Pasión» hablé
brevemente con L. en varias ocasiones y me pareció una chica con la cabeza bien
amueblada para su edad —su altísima nota media revelaba que se trataba de una
excelente estudiante—, pero a la que la cruel realidad había despertado repentinamente
de un sueño. Había soñado con ser una estrella, con volar alto, como el mítico Ícaro, que
voló tan alto con sus alas postizas, que el sol derritió la cera que las unía a su espalda y
se precipitó en el vacío. Dulce sueño y brusco despertar. Desde entonces, cada año,
cuando llegan estos días de selectividad, me acuerdo de L. y me pregunto qué habrá
sido de ella, qué habrá sido de aquella chica de bonita voz que quiso llegar lejos. Me lo
pregunto y no dejo de sentir desprecio por la facilidad con la que los medios de
comunicación encumbran a chicos y chicas, sin la preparación y la madurez humana
suficientes, juegan con ellos, y cuando los han usado a su antojo, los arrojan lejos como
juguetes rotos.
No sé por donde andarás, L., ni lo que la vida te deparará, pero desde lo más
profundo de mi corazón te deseo lo mejor.


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