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JUGUETES ROTOS

Esteban Calderón, May 24 2009, 10:53 AM

JUGUETES ROTOS
[Escrito el 16 de septiembre de 2011]


Estoy en esos días en que se da el carpetazo definitivo a un curso y se dan los
primeros pasos del siguiente. Cada año comenzamos antes y los alumnos se presentan
con pantalón corto y chanclas, como si estuvieran en la playa, que es donde debieran
estar a estas alturas y con el calor que hace por estas tierras, así que lo mejor es hacer la
vista gorda.
Esta semana hemos tenido esa especie de liturgia que sirve para enterrar el curso
saliente y dar la bienvenida el entrante: le selectividad. Nervios a raudales, mentes
empanadas y un último esfuerzo para intentar estudiar algo que medianamente interese.
Resultado incierto. Una UVI móvil en la puerta durante estos días es testigo de que algo
gordo se cuece en ese edificio. Todos los años asisto a esta liturgia en sesión de junio y
septiembre, y en cada nueva ocasión siento más compasión —en el sentido literal de la
palabra— por estos chicos, a los que el sistema arroja a una prueba inclemente. De
haber vivido Hércules en nuestros días, habría incluido la selectividad entre sus doce
pruebas.
Pero en estas páginas no voy a referirme a las pruebas que ayer concluyeron,
sino que me voy a remontar a septiembre de hace dos años. Para el caso es lo mismo,
porque la historia que voy a contar puede ser de ayer, de hoy o de mañana.
Sucedió el primer día. Abrí la puerta del aula que estaba a mi cargo y me dispuse
a pasar lista para que los alumnos, previa identificación, accediesen a la misma para
realizar el primer examen de estas maratonianas tres jornadas. Uno a uno los alumnos
eran nombrados y entraban en el aula. Alguno se santiguaba, como si se tratase de entrar
en un albero, y es que muchos esperan encontrar en el examen impreso auténticos
miuras. Luego la cosa no resulta para tanto. Por uno de esos azares que la vida nos
depara, en determinado momento nombré a una alumna cuyo nombre me resultaba
familiar. Al mirarla y comprobar su DNI, caí en la cuenta: se trataba de una concursante
de la «Operación Triunfo» de aquel año. Para mantener su anonimato la llamaré
sencillamente L. No tengo empacho en reconocer que veía este programa con cierta
frecuencia hasta aquella edición, en la que L. llegó bastante lejos, aunque quedó
excluida de la final. De hecho, no se había podido presenta a los exámenes de junio por
estar concursando. Tenía una excelente voz, pero el físico no le acompañaba demasiado
y ya sabemos que en este tipo de concursos se contemplan muchos aspectos, pues se
trata de lanzar a una nueva estrella. En fin, todas esas zarandajas del márketing, la
publicidad, la imagen, etc., etc. L. había salido en bastantes programas y, por su
personalidad, había destacado mucho en la convivencia de ese ente que los productores
del programa llaman pomposamente «la Academia». Ni la Academia de Platón podía
llegar a menos ni esta «Academia» a más. Ironías de la vida. El caso es que allí estaba
L. delante de mí con su DNI y su «kit» de selectividad (el «kit» de selectividad consiste
en dos o tres bolígrafos, lápiz del 2, goma, sacapuntas, típex, resguardo de la matrícula
y botellín de agua; algunos incluyen la estampa de algún santo, pero esto no es
obligatorio). Le indiqué cuál era su sitio y allí se sentó en un pupitre junto a otras dos
alumnas. Era un aula en la que se examinaban, creo recordar, noventa y seis alumnos.
En un momento me pregunté si estaría más nerviosa en ese momento o cuando salía a
interpretar una canción. Una incógnita. Pero lo que más me llamó la atención es que
ninguno de sus compañeros de fatigas repararon en ella: ni una mirada, ni una sonrisa,
ni una palabra... L. era una persona totalmente anónima en aquella inmensa sala.
¿Dónde había quedado su fama de un par de meses atrás? ¿De qué había servido su
rostro tantísimas horas en la pantalla? La contundencia de lo efímero: nadie la había
reconocido, y si lo había hecho, no había sentido el más mínimo interés por ella.
Hoy día es relativamente fácil salir en televisión con un escaso bagaje y pasar a
engrosar el elenco de «famosos» o «famosillos». Yo he conocido estudiantes de
bachillerato que cuando se les preguntaba qué querían ser, respondían: «famosos, para
salir en Telecinco y cobrar un pasta». En este caso la cadena es lo de menos. Huelga
todo comentario. El caso es que durante aquellos tres días «de Pasión» hablé
brevemente con L. en varias ocasiones y me pareció una chica con la cabeza bien
amueblada para su edad —su altísima nota media revelaba que se trataba de una
excelente estudiante—, pero a la que la cruel realidad había despertado repentinamente
de un sueño. Había soñado con ser una estrella, con volar alto, como el mítico Ícaro, que
voló tan alto con sus alas postizas, que el sol derritió la cera que las unía a su espalda y
se precipitó en el vacío. Dulce sueño y brusco despertar. Desde entonces, cada año,
cuando llegan estos días de selectividad, me acuerdo de L. y me pregunto qué habrá
sido de ella, qué habrá sido de aquella chica de bonita voz que quiso llegar lejos. Me lo
pregunto y no dejo de sentir desprecio por la facilidad con la que los medios de
comunicación encumbran a chicos y chicas, sin la preparación y la madurez humana
suficientes, juegan con ellos, y cuando los han usado a su antojo, los arrojan lejos como
juguetes rotos.
No sé por donde andarás, L., ni lo que la vida te deparará, pero desde lo más
profundo de mi corazón te deseo lo mejor.




 
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