Guinea, Experiencia en Guinea Opciones

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Dedico este relato principalmente a aquella joven cooperante –Ana Isabel Sánchez Torralba-, natural de Ocaña –Toledo- que murió de un disparo en uno de los innumerables puestos de control de este sufrido y gran pueblo, que a uno de los soldados se le “escapó por accidente”.
Pero creo que es demasiado largo para continuarlo de momento, la semana que viene, seguiré con él. Aunque no sé si esto es muy correcto.


GUINEA


Cuando bajé del avión la primera impresión fue de calor insoportable, húmedo y pegajoso, era como estar envuelto, sin escapatoria posible, en la nube de gases ardientes de un mundo infernal, hasta que caí en la cuenta de que habíamos salido por la puerta trasera y el chorro de aire caliente de uno de los motores iba dirigido exactamente hacia mí. Bajé corriendo las escaleras buscando un poco de alivio. Una vez en el asfalto, el calor fue algo más soportable, seguía siendo húmedo y pegajoso pero más soportable. Busqué la terminal del aeropuerto. Miraba y miraba buscando, pero solo veía una casucha baja, con el tejado deteriorado, renegrida por fuera, desconchada e iluminada con dos simples bombillas en cada una de sus esquinas y en la puerta media docena de soldados con la metralleta en ristre, todos negros, con la camisa desabrochada, mojada de sudor, mirada dura, de desprecio, y ademanes enérgicos, uno de ellos vociferaba gritando al pasaje “¡por aquí!” “¡por aquí!”... aquello hizo que sintiera escalofríos de... miedo, he de reconocerlo, sabía que estaba completamente indefenso, desorientado y sin saber que actitud tomar ante aquella situación increíble que por mucho que me advirtieron se alejaba bastante de la realidad. Si me hubiera dejado llevar por un irracional deseo, hubiera vuelto de inmediato al avión que me llevó. Tuve que hacer un esfuerzo para mantenerme lo más sereno posible.
Eran las once de la noche.

Pasé a la “casucha” que hacía de terminal. Sucia, con el suelo negro de no haberlo limpiado en años o... nunca y con pequeños socavones, las paredes sin color con manchas negras de humedad, la iluminación seguía siendo pobrísima, el olor a cuerpos sudados... apestoso, a axilas no lavabas, a cuerpos no lavados en mucho tiempo, había excrementos de perro en un rincón. La gente hablaba a voces. No existía, por más que miré, ni un solo ventilador en el techo. Me puse, como los demás, a esperar durante tiempo y tiempo, pensé que había confiado demasiado en unas fuerzas que yo no tenía ya que mi innato carácter es indeciso y no valiente precisamente. Hay quien nace con esa valentía y decisión, innatas y envidiables, yo no, yo siempre tengo que estar luchando para poder dominar las situaciones, para poder asumirlas y que no me arrastren. Pero ya estaba allí, y allí, pidiendo al cielo una especie de milagro, debía seguir.
Todos, negros y blancos, llevaban el pasaporte en la mano, una cola interminable de personas, ante una ventanilla lúgubre demasiado pequeña y baja, -a menos de medio metro del suelo- me precedía. Intenté rezar buscando fuerzas para soportar aquello, pero no me centraba, solo veía metralletas, malos modales, gritos, sudores e incluso una mujer sentada y llorando porque le habían robado las maletas... “¡las maletas!”, me dije a mí mismo... Un negro joven iba por la cola, de persona en persona, pidiendo el resguardo de las maletas y también... dinero.
-“Si me das uno de mil yo cojo tus maletas. O euros, es igual”. –Me dijo en un castellano extraño y casi ininteligible. En ese momento le habría dado no “uno de mil”, -El franco cefa es la moneda guineana, valía la cuarta parte de la antigua peseta, más o menos- como comprobé que decía allí el que pedía, si no todo lo que llevaba encima con tal de no moverme del sitio en donde estaba. Se lo di con la cara compungida como pidiéndole por favor que no me engañara. Creo que “captó” algo porque ante mi no verbalizada pregunta, respondió con un “no te preocupes, yo cojo maletas... yo cojo maletas”. Se guardó el resguardo y le perdí de vista ante el temor de que también a mí me robara las maletas... ¿qué haría en ese caso?. Decidí no preocuparme ante un problema que todavía no tenía, cuando llegara, si llegaba, lo solventaría como pudiera. Después de aproximadamente una hora y cuarto me llegó el turno frente a la ventanilla. Y el de las maletas sin aparecer. Una mujer, una negra bellísima de grandes ojos y busto prominente que descansaba en la mesa, con gesto adusto y de extenuación, me pidió el pasaporte. Al lado de la ventanilla, apoyado en la pared, había un soldado con un rostro brutal digno de la mejor película de terror, mirándome sin ningún disimulo, sin apartar la vista de mí, con desconfianza. La metralleta, entre los brazos.... y el miedo... el miedo seguía en mi cuerpo...

César

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GUINEA. 2ª Parte.... La mujer bella de pechos gigantescos que reposaba sobre la mesa de trabajo miraba el pasaporte, después a mí... luego al pasaporte... otra vez a mí... así estuvo largo tiempo con una tranquilidad sorprendente. Vi que no existían ordenadores, garrapateaba lentamente con un sencillo bolígrafo los datos u observaciones pertinentes del viajero de turno que tenía ante la ventanilla en una libreta a rayas, como los cuadernos de mis hijos cuando estaban aprendiendo a escribir los “palotes”... Al fin alzó la cabeza y me preguntó. El militar de cara brutal que estaba a mi lado apoyado en la pared enderezaba su postura y acercaba el oído antes de que yo hablara.-“Su nombre es Juan...” -. Dijo afirmando. Hablaba un castellano tan extraño que me costaba trabajo entenderla, aumentado por la dificultad de que mi oído izquierdo no funciona demasiado bien.-“No, no, ese es mi apellido, mi nombre no es “Juan”, es el apellido: D-E J-U-A-N-E-S. -Deletreé para aclarar las cosas. Me miró como si fuera retrasado y ella un genio que no entendía bien porqué había intentado aclararle aquello ya que no es que no tuviera capacidad para entenderlo si no que yo no sabía explicarme. Se lo tuve que repetir más de tres veces a pesar de la actitud de “genio incomprendido” de la que hacía gala, hasta que por fin comprendió cual era mi nombre y cual mi apellido.Siguió preguntándome en aquella atmósfera de miedo, de vigilancia intensiva, de desconfianza total hacia aquel transeúnte que tenía frente a ella que lo mismo podía ser un espía o alguien que venía a “derrocar” a su famoso presidente Teodoro Obiang Nguema, personaje digno de psiquiatra, dictador, aficionado a las torturas en sus inmundas, inhumanas y hacinadas cárceles, estudiante –no muy bueno- en la academia militar de Zaragoza, después me enteré, como nota curiosa entre otras cosas, que corría la noticia de que se comió a un enemigo suyo para poder “absorber” su fuerza. Pero esto se sale de la historia que pretendemos narrar.Después de algunas preguntas poco correctas y hechas bastante altivamente con cierta agresividad puso un par de sellos en mi pasaporte aliviando con ello una situación interminable e inaguantable dentro de aquel cuchitril. Me dijeron que podía pasar a recoger mis maletas.Entré donde me indicaron. Era una sala no muy grande, sin ventanas, no corría el aire, con la puerta de cristales rotos cerrada, rebosante de personas, blancos, negros, monjas, curas de paisano, niños, japoneses, ancianos sentados con cara de desesperación, enfermos, hombres delgadísimos, escuálidos con manchas en la piel como si tuvieran el sarcoma de Kaposi –hay mucho SIDA-, la mujer a la que robaron las maletas que seguía llorando, jóvenes que iban y venían corriendo... un espectáculo triste, muy triste, sin apenas luz, asfixiante, aquella situación parecía salida de una pesadilla surrealista.Inmediatamente me puse a buscar al muchacho que fue a por mi equipaje... estaba detrás de mí. Me tocó el hombro y me dijo “tu ven”.... Le seguí, algo más relajado, al menos había tenido la honradez de aparecer ante mí. “Espera”, volvió a decir, le vi alejarse de nuevo, pero me sentí más confiado, pensé que si hubiera querido robarme ya había tenido oportunidad de hacerlo, y no lo hizo. Salió por la puerta que daba a la pista de aterrizaje y apareció tras una ventana, enrejada desde el techo hasta el suelo, subió la reja a mano y se metió por ella de un salto colocándose en el centro de un apartado de la habitación, también enrejado, en donde había docenas de maletas unas encima de otras, tiradas y arrastradas por el suelo, sin ningún cuidado. “¿¡Esta!?” me gritaba, “¡no!” respondía yo mientras la tiraba golpeándola... “¿¡esta!?”.... “¡no!”.... “¿¡esta!?”... “¡no!”... Así hasta que dimos con las tres maletas que me pertenecían.Ya con el equipaje que entre los dos subimos a una especie de plataforma que se fue hacia el centro de la pista para cargarlo en el próximo avión que iba hacia Bata, me quedé más tranquilo. Esperé un rato, pues tenían que anunciar la salida. Como sabía que algunos de los pasajeros del avión que nos trajo de España también iban a Bata, intenté relacionarme con ellos para así, cuando los viera salir hacia el próximo vuelo que debíamos coger en común, marchar junto a ellos.Tuve tiempo de pensar, de pensar qué es lo que había hecho, me dio tiempo a ponerme negativo, a autoanimarme, a pasar una sed descomunal debida al sudor, sin posibilidad de beber agua, no había ningún bar ni máquinas para comprarla, tuve tiempo para intentar sacar fuerzas de donde no las tenía, a ponerme nervioso viendo cómo los militares se paseaban entre nosotros con la metralleta en la mano sin dejar de mirarnos... a negar dinero a cuatro o cinco jóvenes que me lo pidieron a cambio de no sé qué... me dio tiempo a casi todo.-“¡Avión a Bata!” “¡avión a Bata!” “¡sale avión a Bata!”... Tampoco existía la megafonía.Inmediatamente todos los pasajeros cogimos las mochilas o bolsas de mano y seguimos al hombre que a gritos avisaba la salida de nuestro próximo transporte aéreo.El calor seguía siendo algo como nunca en toda mi vida había conocido “y eso que es la una de la madrugada” pensé, “cómo será al mediodía”. Mis ropas estaban mojadas, las axilas, la espalda, la entrepierna... pero el hecho de salir al aire libre, a la pista de aterrizaje, significaba una pequeñísima tregua para mi organismo no acostumbrado a aquellas humedades y temperaturas.Fuimos acercándonos al aparato de color blanco sucio, con desconchones de pintura y una rotura en la puerta de entrada que hacía que no encajara bien según vi después, en la misma escalera de subida nos cachearon a todos... más preguntas inquisitivas y repetitivas: “¿dónde va?” “¿cómo se llama la calle?” “¿de donde viene?” “¿en qué va a trabajar?” “¿quién le espera?”... etc... etc. Registraron exhaustivamente la mochila que llevaba. Me obligaron a romper, de un cortaúñas grande, la parte acuchillada que lima ésta estructura que nos recubre la piel... y lo rompí sin protestar... no se podía protestar, sólo quería coger el avión, ir hacia mi destino de una vez y olvidarme de aquella pesadilla.Una vez dentro del avión me senté donde pude. A mi derecha había una anciana negra con mirada asustada –como yo- al lado de la que debería ser su nieta. Me dieron ganas de acogerla entre mis brazos y protegerla, no sé por qué. Sonrió y le correspondí abiertamente intentando transmitirle la tranquilidad que yo no tenía. Al cabo del rato uno de los motores explosionó con un ruido atronador produciendo, al tiempo, unas largas lenguas de fuego que hicieron ponerme derecho en el asiento. Callé prudentemente, pues nadie gritó ni dijo nada, por lo visto debía ser la forma de “arrancar” el motor. Después, el otro... más ruido, más fuego, otro intento de oración, sudores, nervios... Dudé seriamente de que aquello despegara del suelo ya que me dijeron que los aviones eran antiquísimos, rusos, regalados por la antigua Rusia al gobierno de la República de Guinea Ecuatorial en el año 1945, cuando acabó la segunda guerra mundial.El sillón donde me acomodé estaba desvencijado, hundido, roto y demasiado tumbado hacia atrás... fue entonces, intentando enderezar la postura, cuando mi asombro, -pensé que ya lo había visto todo- creció hasta cotas increíbles porque delante de mí, a escasos dos metros, en el suelo, vi algo que de momento no supe lo que era... me pareció que aquello se movía.... imperceptiblemente, pero... creí que serían imaginaciones mías... ¡No! ¡se movía!... tenía un color verde oscuro... rugoso...
César

Con vuestro permiso, la semana que viene, creo que lo acabaré, y si no fuera así, seguro que a la otra semana sí que lo termino. Ojalá os guste amigos míos, la intención ha sido buena, la mejor.