Hay un niño, un trozo de niño, estampado contra lo que queda de pared
y su madre le mira, sin ojos, incrustada en la pared de enfrente.
La bomba se equivocó, dijo la tele, y cayó directa en la casa, el techo, la mesa y la sopera, por un pequeño error, según dijeron, un coronel y un general de cuatro estrellas, pues iba destinada a un ministerio, a una comisarÃa o a un cuartel, según dijeron.
Él era un funcionario, toda la vida creando regadÃos, llevando el agua desde el pozo hasta la arena para hacer huertas. Estaba trabajando y la bomba lo convirtió en azulado humo evanescente. Nadie se disculpó. La bomba, esta sÃ, como otras tantas habÃa alcanzado su destino.
Él era un policÃa, y tenÃa muy claras instrucciones; debÃa procurar, por cualquier medio, impedir los saqueos que se producirÃan, casi seguro, en el barrio de su comisarÃa, en cuanto terminaran los primeros bombardeos. No tuvo tiempo. La explosión le entró por la boca y reventó su cuerpo en mil pedazos.
Él habÃa sido, hasta hace un mes, aprendiz de auxiliar de camellero, y toda su ambición se reducÃa a conducir mañana en el desierto una de esas inmensas caravanas que recorren las rutas, como siempre transportando las sedas, los perfumes, mercancÃas y ensueños orientales.
Ahora era soldado a las afueras de Bagdad, y debÃa, según dijo su cabo, defender a su patria hasta la muerte.
Vio venir el misil desde muy lejos, sobre todo por la estela incandescente. Su cabo y él cumplieron. Ni siquiera pestañearon al ver la luz enorme de la muerte.
Mientras, en una playa pequeña de mi tierra está saliendo el sol ensangrentado sobre las negras espumas de la mar.
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Moncho Nuñez
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